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le decia lúgubremente:

      —Muchacho, ¿dónde estás?—¿Por qué no has encendido luz?—Vénte conmigo... ¡Yo te recojo, y sea lo que Dios quiera!—Vámonos á mi casa...

      Manuel lo siguió como un autómata, ó más bien como el pobre can que se ha quedado sin dueño.

      IV.

       Índice

      UN CURA DE MISA Y OLLA.

      Apresurémonos á decir algo (muy poco) respecto de este Sacerdote, ántes de engolfarnos completamente en la historia del que habia llegado á ser su pupilo.

      D. Trinidad Muley era uno de aquellos curas á la antigua española, á quienes aman y respetan todos sus feligreses y cuantos los conocen, sin distincion de partidos políticos ni áun de creencias religiosas: curas que, sin ser liberales, ni dejar de serlo, ó, mejor dicho, por no tener opinion alguna sobre las cosas del César, pero sí una altísima idea de las cosas de Dios, no perdieron nunca ese amor y ese respeto, ni en la explosion nacional de 1808, ni en la reaccion absolutista de 1814, ni en el furor revolucionario de 1820, como tampoco los perdieron despues, cuando vino Angulema, ni por resultas del Motin de la Granja, ni en ninguna de las vicisitudes posteriores, tan fecundas en desavenencias entre la Iglesia y el Estado: curas indígenas, por decirlo así, que aman á su patria como cualquier hijo de vecino, sin tener nada de cosmopolitas, de europeos, ni áun de ultramontanos..., por lo que rara vez legan su nombre á la Historia; curas, en fin, de la clase de católicos rancios, sin ribetes de política ni de filosofía, que no suelen poseer ni exigir de nadie sutilísimos conceptos teológicos con que explicar la mente del Autor del mundo, ni inflexibles fórmulas de escuela sobre la sociedad y su gobierno, sino la práctica real y efectiva de todas las virtudes cristianas.

      El ejemplar que tenemos á la vista era al propio tiempo tan natural y sencillo de suyo, tan humano y tan valiente, de espíritu tan abierto y corazon tan bondadoso, tan padre de almas por esencia, presencia y potencia, que lo mismo que servia para Cura párroco de Santa María de la Cabeza, y, como tal, derramaba muchos bienes morales y materiales en cuanto alcanzaban sus recursos, hubiera servido para sacerdote hebreo, mahometano, protestante ó chino, con gran respeto y edificacion de tales gentes.—Digamos, pues, como resúmen de sus cualidades positivas y negativas, que era un verdadero hombre de bien, lleno de caridad ingénita, iluminada por la palabra de Cristo; profundamente esperanzado en otra mejor vida, como todo el que tiene un alma grande, incapaz de satisfacerse con las vanas alegrías de la tierra; pobrísimo de humanidades, pero no de ciencia del mundo ni de conocimiento del corazon humano; muy escaso de imaginacion, pero no de sana lógica ni de sentido comun; que tal vez no sabía predicar un buen sermon sobre el Dogma (ni creia necesario meterse allí en tales honduras), pero que embelesaba y mejoraba al auditorio desde el púlpito con su paternal actitud, con sus tiernas exhortaciones al bien y con su propio ejemplo...—No era, no, de la casta de San Agustin, de Santo Tomás ó de San Ignacio de Loyola; pero sí de la de San Cayetano, de la de San Diego de Alcalá y de la de San Juan de Dios, aunque ménos docto y más vulgar que ellos y que la generalidad de los curas, tenientes y beneficiados de aquella Diócesis...

      Ni dependia de la voluntad del pobre Párroco el saber más textos de la Biblia y de los Santos Padres, ó el no tergiversarlos cuando se metia á predicar por lo fino, sino de su pícara memoria, tan rebelde á la cultura del estudio, que nadie comprendia cómo el buen Muley (apellido moro que allí subsiste) habia podido aprender el bastante latin para entrar en sínodo y ordenarse, y todo el mundo admiraba retrospectivamente al pacientísimo y ya difunto dómine que (con mazo y escoplo sin duda) pudo labrar lo suficiente en aquella enteriza cabeza para hacerle albergar el musa, æ.—Es todo lo malo que se podia decir de D. Trinidad... En cambio, no habia en el pueblo, ni en cien leguas á la redonda, quien le ganase á ceder su comida y su cama al desamparado mendigo; á cuidar personalmente á los apestados; á pasarse horas y horas dando alegre conversacion, llena de saludables consejos, á los presos de la Cárcel; á gastar los dias de nieve todo el dinero que tenía en comprar alpargatas á los niños descalzos; á sacar de bracero á tomar el sol á míseros viejos que se baldaban en sus lóbregos tugurios; á reconciliar, en fuerza de lágrimas ó de puñetazos, y hacer abrazarse cordialmente, á los matrimonios malavenidos, á los adversarios que ya habian sacado las navajas, á las clases pobres con las ricas, cuando encarecia el pan y se armaba motin, á cada uno con su cruz, á los tristes con su tristeza, á los enfermos con su dolor, al penado con el castigo, al moribundo con la muerte...—Era, pues, una veneracion que rayaba en culto lo que se sentia hácia él en la Ciudad, no obstante el genio llano, francote y hasta bromista que ostentaba con grandes y chicos cuando no habia motivo para estar serio, y todos respetaban su ignorancia, como una especie de inocencia, al modo que amamos y admiramos las montañas incultas y próvidas, por lo mismo que en ellas todo es natural, espontáneo, hijo legítimo de Dios, y no de las especulaciones y fatigas humanas.

      Así se justifica que el Obispo lo hubiese nombrado Cura propio de Santa María de la Cabeza, de cuya Parroquia tomaba nombre el barrio más guerrero de la Ciudad, donde vivia casi toda la gente labradora: así se comprende la profunda estimacion que siempre se tuvieron, aunque se trataron muy poco, el difunto D. Rodrigo y el bueno de D. Trinidad; así se explica el paso que éste habia dado, recogiendo y adoptando al hijo del caballero sin consultar ni entenderse con nadie; y por eso tambien nosotros tendremos necesidad más adelante de volver á hablar de tan digna persona, con cuyo motivo podremos decir algo de su casa, de su oratoria, de sus costumbres y hasta de su bendita ama de gobierno.

      No lo hacemos á la presente, porque reclama nuestra atencion el hijo de Venegas, ó sea el que ya muy pronto va á comenzar á llamarse «El Niño de la Bola.»

      V.

       Índice

      EL ACREEDOR DEL USURERO.

      El pobre niño habia quedado como si fuese de hielo, por resultas de aquellos repentinos y bárbaros golpes de la suerte, contrayendo una palidez mortal que le duró ya toda la vida.—Nadie habia hecho caso del infeliz en el primer momento de angustia, ni reparado en que no gemia, hablaba ni lloraba; y, cuando al cabo acudieron á él, lo hallaron contraido y yerto como una petrificacion del dolor, aunque andaba, oia, veia, y daba contínuos besos á su llagado y moribundo padre.—¡No habia, pues, derramado ni una sola lágrima durante la agonía de aquel sér tan querido, ni al besar su frio rostro, despues que hubo muerto, ni al ver cómo se lo llevaban para siempre, ni al abandonar la casa en que habia nacido, ni al hallarse albergado por caridad en la ajena!—Algunas personas elogiaron su valor: otras criticaron su insensibilidad: las madres de familia lo compadecieron profundamente, adivinando por instinto la cruel tragedia que habia quedado encerrada en el corazon del huérfano, por falta de un sér tierno y piadoso que llorase á su lado.

      Tampoco habia vuelto Manuel á hablar palabra desde que vió llegar en la agonía á su buen padre; ni respondió luégo á las cariñosas preguntas que le hizo D. Trinidad cuando se lo llevó á su casa; ni se le oyó más el metal de la voz en el trascurso de los tres primeros años que vivió en su santa compañía; y ya pensaban todos que se habia quedado mudo para siempre, cuando un dia que se hallaba como de costumbre en la iglesia de que era cura su protector, observó el sacristan que, encarándose con una linda efigie del Niño de la Bola que allí se veneraba, le decia melancólicamente:

      —Niño Jesus: ¿por qué no hablas tú tampoco?

      Manuel se habia salvado... El náufrago acababa de sacar la cabeza de entre las olas de su amargura... ¡Ya no corria peligro su vida!—Á lo ménos así lo creyó todo el personal de la Parroquia.

      Desde aquel dia el huérfano habló ya algunas palabras, muy pocas en verdad, con el Cura y con el ama de gobierno, para significarles gratitud, amor y obediencia, pero ninguna referente á sus inolvidables infortunios; todo lo cual consideraron de buen agüero D. Trinidad Muley, los sacristanes

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