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acreedor, tenía D. Rodrigo que pedirle nuevas cantidades «para ir saliendo hasta la nueva cosecha»; todo ello bajo condiciones adecuadas á la gravedad y urgencia de cada apuro; esto es, más onerosas y aflictivas cuanto más apremiante y angustioso era el caso...

      Lo único que ni por soñacion intentó Venegas en todo aquel tiempo fué trabajar, comerciar, crear industrias, montar fábricas, ingeniárselas, en fin, de cualquier modo para ganar dinero por sí mismo...; y ¡ay de él, ay de su nombre, ay de su honra, si tal camino hubiese tomado!—Dígolo, porque semejantes oficios ó trapicheos (textual) eran entónces, y han seguido siendo hasta hace pocos años, tareas impropias de caballeros andaluces,—nacidos, á lo que se veia, para recordar paseándose las glorias y trabajos de sus mayores, para gastar alegremente y muy de prisa todo lo que éstos agenciaron, y morirse luégo de hambre en el último rincon de la ya subastada casa solariega, sin más testigos de su agonía que tal ó cual antiquísimo, desvencijado mueble, de esos que hoy buscan á peso de oro los magnates de nuevo cuño, y que en aquella época desdeñaban hasta los defraudados usureros.

      Tan cierto es lo que acabamos de apuntar (bien que sin entera aplicacion á nuestro D. Rodrigo, de quien ya sabemos que algo noble y grande habia hecho en este mundo), que todavía ayer de mañana, como suele decirse, eran forasteros, procedentes de Santander, de Galicia, de Cataluña ó de la Rioja, todos los dignos comerciantes é industriales de las poblaciones de Andalucía, inclusas las Capitales y las aldeas.—El mismo viejo usurero á quien llamaban Caifás en la Ciudad referida (como dando á entender que quien entraba media vez en su casa, podia estar seguro de ser crucificado), era natural de la Rioja, y habia ido allí á vender, por cuenta ajena, paños de Ezcaray y de Pradoluengo, componiéndoselas con tal arte, que á los dos años abria, por cuenta propia, un gran almacen de toda clase de géneros; á los cuatro, se le adjudicaban fincas de caballeros malos-pagadores; á los seis, edificaba una hermosa casa, aislada como un castillo, y traspasaba el almacen á otro riojano, para dedicarse él por completo á la usura, y á los veinte era dueño de la mitad de las tierras ganadas á los moros por los llamados «primeros pobladores de la Ciudad» y repartidas á éstos por los Reyes Católicos.

      Volviendo á D. Rodrigo (lo cual no es apartarnos mucho de D. Elías, en cuyas garras lo hemos dejado), diremos que, durante los diez años transcurridos desde que volvió de la guerra hasta aquel en que vencian sus ruinosas obligaciones usurarias, habíase casado, por caridad más que por amor, con una huérfana de familia muy distinguida, pero muy pobre; habia tenido en ella un hijo; habia enviudado poco despues, cuando ya era amor la compasion que le movió á casarse; y, en uno y en otro estado, por consejo de su prudente esposa, habia ido desprendiéndose de su antiguo lujo, ora vendiendo caballos, alhajas, ricos muebles, preciadas ropas y mucha plata labrada, ora despidiendo servidores y reduciendo sus gastos á la mayor estrechez compatible con el decoro de su clase,—entre la cual, como en todo el pueblo (dicho sea sin ofender á nadie), era más querido y respetado segun que se iba quedando más pobre...

      En equivalencia, la aversion general que siempre habia inspirado D. Elías (como todos los que trafican y medran con el dolor ajeno), convertida en odio y escándalo cuando reclamó á D. Rodrigo los diez mil duros de gabela, rayaba en 1823 en horror y persecucion, por el presentimiento que se tenía de que aquella deuda inextinguible, especie de cáncer que fomentaba cruelmente el prestamista, estaba á punto de tragarse, si ya no se habia tragado, todo el pingüe caudal de los Venegas.—Vivia, pues, encerrado en su casa el rico avariento, sin atreverse á salir ni áun á misa, por miedo á los desaires de toda clase de personas, y especialmente á los insultos de la gente soez y de los chicos, que le decian Caifás en su propia cara; y pasábase allí meses y meses, detestando y gruñendo á la buena mujer, antigua criada suya, con quien estaba casado, y acariciando y cubriendo de perlas y de brillantes á una preciosa hija (ya de ocho años) que habia tenido á la vejez, y á la cual adoraba con sus cinco sentidos y tres potencias, ó sea con lo que en otros hombres se llama alma.

      Así las cosas, y cuando de la última liquidacion resultaba que D. Rodrigo era en deber á D. Elías (no exageramos: podeis echar la cuenta) ciento cuarenta y siete mil doscientos nueve duros (tres millones de reales mal contados); cuando el infeliz caballero no hacía más que calcular que todos sus cortijos, viñas y olivares, y el mismo antiguo caseron, vendidos en pública subasta, y bien pagados, no producirian ni con mucho aquella cantidad; cuando, sufrido y animoso como siempre, y atento al porvenir de su hijo, pensaba (¡á la edad de cuarenta y un años!) en pedir una charretera de alférez, por cuenta de sus servicios en la Guerra de la Independencia, y lanzarse á pelear contra aquellos otros franceses que á la sazon profanaban el suelo de la Patria, aconteció que un dia amaneció ardiendo por los cuatro costados la solitaria casa del usurero.

      Trabajo le costó á éste escapar de las llamas, llevando en brazos á su medio asfixiada hija y seguido de su horrorizada mujer, sin que le hubiera sido posible poner ántes en salvo ni muebles, ni ropas, ni alhajas, ni el dinero contante, ni tan siquiera los preciosos papeles que representaban sus grandes créditos contra D. Rodrigo y otras varias personas...—Y lo peor del lance era que aquel incendio no podia considerarse casual, ni lo pareció á nadie; que, sin embargo, el pueblo entero lo veia con mucho gusto ó con glacial indiferencia; que los gremios de albañiles y carpinteros (allí no ha habido nunca bomberos ni bombas) hacian muy poco por tratar de apagarlo, á pesar de las excitaciones de la Autoridad, y que el iracundo D. Elías, refugiado en casa del Alcalde, proclamaba á gritos que todo aquello era «obra de sus poderosos deudores, para que se quemaran los recibos y vales de lo que le debian...»

      Tan graves sucesos y acusadoras especies despertaron aquella mañana de su tranquilo sueño al noble y valeroso Venegas, el cual, no diremos que sin encomendarse á Dios ni al diablo; pero sí que dejándose llevar más de sus generosos arranques que de miedo á la vil calumnia, corrió á la casa incendiada; arengó á algunos albañiles; metióse entre el humo y el fuego; trepó al piso principal por una escalera de mano; llegó al despacho de D. Elías, que era una de las habitaciones más amenazadas; penetró en ella, contra el consejo de los mismos operarios que le habian ayudado á derribar la puerta; cogió una papelera antigua, donde muchas veces habia visto al usurero meter vales y recibos, y la arrojó por la ventana á la calle...—Poco despues, salia tambien Venegas de aquel volcan, entre los aplausos de la multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos y despidiendo humo sus destrozadas ropas...—No se dejó, empero, curar, sino que inmediatamente registró la papelera, que se habia hecho pedazos al caer; apoderóse de todos los documentos suyos que contenia, y encaminóse con ellos á casa del Alcalde, adonde llegó casi ya sin aliento...

      —Tome usted, Sr. D. Elías... (dijo á su abominable acreedor,—que se habia espantado al verle llegar de aquel modo, creyendo que iba á matarlo:)—Tome usted... Aquí están todos mis vales y recibos...—Puede usted disponer de mi caudal...

      Y, pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la terrible convulsion llamada tétanos.

      Pocas horas despues era cadáver.

      II.

       Índice

      FINIQUITO.

      No necesitamos describir, por ser cosa que se adivinará fácilmente, el profundísimo dolor, mezclado de admiracion y entusiasmo, que produjo en toda la Ciudad y pueblos limítrofes la muerte del buen caballero, ni tampoco el magnífico entierro que le costearon sus iguales, dado que en él hubiese algo que costear, que no lo hubo, á Dios gracias, pues hasta la música de la Capilla de la Catedral asistió de balde, y el cerero no quiso cobrar la merma, y todas las Parroquias concurrieron grátis y espontáneamente á compartir con la del difunto el señalado honor de dar tierra y descanso á aquellos gloriosísimos restos...—Diremos tan sólo, para que se vea hasta dónde llegó el delirio público, que la tarde de la fúnebre ceremonia (á la cual no asistió el usurero) no le cabia á nadie duda de que el mismo Caifás, en premio de la sublime accion de D. Rodrigo, se contentaria con reintegrarse de los diez ó doce mil duros que efectivamente le habia prestado y con una

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