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Cien años de sociedad. Carles Sentís
Читать онлайн.Название Cien años de sociedad
Год выпуска 0
isbn 9788416372041
Автор произведения Carles Sentís
Жанр Философия
Издательство Bookwire
Fue unos años después, ya en pleno éxito personal de Dominguín, cuando trabé amistad con Claude Popelin, un francés que vivía en España, experto en tauromaquia. Juntos acompañamos a Dominguín a unas corridas en Dax y otros lugares del sur de Francia.
A pesar del éxito del torero, Popelin no logró que toreara en París, pues un reglamento francés prohíbe cualquier corrida que no tenga lugar en alguna de las plazas de antigua tradición al sur del río Loira.
Los cazadores frente a sus piezas en la finca de Calderón en 1954. En el centro Carmen Villaverde, rodeada de su padre Francisco Franco y de Luis Miguel Dominguín. Carles Sentís es el tercero a la derecha
Pero una cosa era Dominguín toreando y otra convertido en un personaje de los que más tarde se han llamado famosos. Había periodistas de la Camarga muy entusiastas de Dominguín. Uno de ellos el muy conocido Jean Cau, que preparaba un libro sobre el torero madrileño.
En uno de los viajes de Dominguín a París, unos amigos míos del semanario Paris Match le dedicaron un amplio reportaje previamente acordado. Yo había dispuesto el primer contacto entre los periodistas y el torero. Unos acompañantes del matador, que venían de Madrid, y entre los cuales destacaba don Marcelino, que era un muy simpático liliputiense funcionario del Estado, y nosotros mismos (mi mujer y yo), realizamos un recorrido de night clubs, o como se denominaba en la belle époque, una tournée des grand ducs (en referencia a los rusos de la época) con el fin de tomar fotos para el reportaje.
En una de estas boîtes, L’Orangerie, muy cerca de la avenida George V, uno de los fotógrafos de Paris Match me comentó: “¿Por qué no le propones a Luis Miguel hacer un tour de pista con una amiga nuestra? Las fotos ayudarían a promocionarla”.
Vi que al lado de la pista se esperaba una chica. Era Brigitte Bardot, un producto de Paris Match que mi mujer y yo conocíamos de vista porque vivíamos en el mismo barrio. Dominguín accedió a la petición bastante displicente. No le gustó en absoluto que lo utilizaran. Al cabo de unos minutos volvió a la mesa. “¿Qué te ha parecido?”, le preguntamos. Con aire de superioridad contestó: “Le sudan las manos y huele”. Probablemente el papel que obligaban a hacer a la debutante le producía tensión, y, como el torero no le dirigió la palabra, la chica debió pasar unos malos momentos.
Curiosamente, un par de años más tarde, en su finca Saelices, en la provincia de Cuenca, de golpe Dominguín nos dijo, ilusionado, a Torcuato Luca de Tena y a mí: “¿Sabéis con quién me ha propuesto Clouzot rodar una película?”. Después de mantenernos en suspenso, proclamó: “Pues ¡con Brigitte Bardot!”. Le recordé aquel pase de baile, pero sólo conservaba de él una imagen vaga y confusa.
En uno de sus viajes a París, mi mujer y yo organizamos una recepción en nuestra casa dedicada a Dominguín. Telefoneé a Carmen Tessier, una columnista con talento y humor, que publicaba cada día en France-Soir. La recepción fue un éxito y Luis Miguel quedó muy satisfecho. Tal vez como agradecimiento me dijo que le gustaría invitarme a una de las importantes cacerías que se organizaban en tierras castellanas. Su amigo Calderón había convocado una que más o menos coincidía con un viaje que yo debía efectuar a Madrid.
El día sugerido por Dominguín llegué a Barajas. Vestía con indumentaria deportiva, tal como me había aconsejado. En el aeropuerto me esperaba un secretario suyo, que me dijo: “Los de la cacería ya están en su puesto. Nosotros llegaremos con un poco de retraso”. Y añadió: “Estará Franco, pero no se preocupe, porque su presencia ya ha sido consultada y aprobada”.
Brigitte Bardot entre el embajador José Casas Moreno, conde de Casa-Rojas, y Carles Sentís, invitados a un rodaje
Desde Barajas nos dirigimos directamente a Toledo, a la finca de Calderón, donde llegamos al atardecer. La primera cosa que vi fue una sala donde había militares y autoridades municipales. Ninguno de ellos eran escopetas. En esta especie de cacerías al ojeo hay dos categorías: las escopetas o cazadores, y los que tienen otras funciones pero que no son escopetas.
Atravesamos la primera sala y entramos en una segunda estancia donde hacían tertulia las verdaderas escopetas. Sólamente eran seis o siete. La primera persona que vi entrando fue la hija de Franco. En atención a su condición femenina, y por el hecho de que ya la conocía, fui a saludarla directamente. Carmen Franco dirigió su mirada hacia su padre para señalarme su presencia. Pero ya no pude cambiar mi trayectoria. El planchazo estaba hecho: no había saludado, de entrada, al jefe de Estado.
Acabadas las presentaciones y, al reemprender la conversación, pensé que Franco quizás me preguntaría algo sobre París. No fue así. No me dirigió la palabra. La conversación era muy general. Se trataba, sobre todo, de discutir sobre una perdiz que Franco reivindicaba como suya; su vecino se hacía el sordo. Era una perdiz que había pasado entre Franco y otro cazador. Ambos la reivindicaban.
Cada cazador, entre los cuales había las mejores escopetas de España, llevaba una libreta donde apuntaba las perdices abatidas, y el cómputo anual equivalía a un campeonato elitista. Una perdiz equivalía a un punto.
En estas cacerías se hablaba de los incidentes de la partida y otras cosas parecidas. Nunca de algo que tuviese relación con la política. Lo que me sorprendió más, sin embargo, fue ver cómo Franco se disputaba aquella perdiz. En otros momentos lo vi distendido y riendo de buena gana. Franco a carcajada limpia era inimaginable para los españoles de su época, acostumbrados a verlo siempre con su rictus entre amargo y trascendental.
Al principio de la cacería, de buena mañana, se sorteaban los lugares donde apostarse, excepto el de Franco. A él lo colocaban entre dos planchas de acero en previsión de alguna perdigonada. Eso podía suceder, por accidente, si una escopeta estaba en manos inexpertas. Los buenos disparan primero dos veces, cuando las perdices entran, y después se dan la vuelta y disparan nuevamente si alguna perdiz no ha caído. Ese movimiento de disparar primero delante y después detrás es lo que puede ser peligroso para los otros cazadores cercanos si quien tira no domina lo suficiente la puntería.
Huelga decir que solamente disparé a las perdices cuando entraban. Mis vecinos de posición, que pronto percibieron mi inexperiencia –a pesar de provenir de una familia de cazadores–, disparaban a matar a las perdices que habían pasado encima mío.
Una vez la pieza en el suelo y después de comprobar que, en efecto, la había matado mi vecino, era recogida por su secretario. Justamente ese procedimiento producía algunas dudas sobre la autoría del tiro mortal y sobre la propiedad de la pieza, dudas ante las cuales Franco protestaba en defensa de sus puntos, que podían valerle el título de campeón.
El último día de la cacería se expusieron todas las piezas abatidas como prueba del éxito de la partida. Se tomó una fotografía en que se muestran esparcidas por el suelo.
Luis Miguel Dominguín entrevistado por Carles Sentís en el restaurante parisino Le Procope en 1953
Dominguín, siguiendo la tradición de la gran época de los toros, tenía amigos del mundo artístico e intelectual. Su cuñado, Antonio Ordóñez, era muy amigo de Hemingway, y Domingo Ortega se veía a menudo con José Ortega y Gasset, tambien aficionado a los toros. No más que el doctor Gregorio Marañón, amigo íntimo de Juan Belmonte. Dominguín tenía amigos en todos los ámbitos, como lo demuestra el hecho de que estuviera de cacería con Franco cuando volvía de una de las visitas que realizaba en aquella época a su amigo Picasso. No sé si Picasso hablaba de Franco, pero sí que comprobé que Franco preguntaba con curiosidad a Dominguín cómo era Picasso.
París
Con el embajador Casa-Rojas
De