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un punto determinado y profundizar hacia la retaguardia del adversario, sirviéndose de vehículos ligeros todo terreno, como por ejemplo motocicletas con sidecar. El Estado Mayor no estaba de acuerdo con esas teorías y otorgaba más confianza a la Línea Maginot, unas fortificaciones fantásticas que cubrían toda la frontera franco-alemana. Y he aquí que las teorías de De Gaulle fueron las que aplicó al pie de la letra el ejército alemán, que atacó por Bélgica. Los franceses fueron invadidos, pues, según las reglas técnicas configuradas un día por De Gaulle. La población civil del norte y de París se lanzó hacia el sur en su huida por carreteras y autopistas, colapsando todo movimiento del ejército francés. Paul Reynaud se apresuró a nombrar al coronel De Gaulle jefe de operaciones, pero a duras penas tuvo tiempo de tomar posesión pues todo se hundió cuando los ingleses, que previamente habían desembarcado tomando posiciones para defender Francia, se vieron obligados a reembarcar sus fuerzas en Dunkerque.

      Como también es sabido, tras firmar el armisticio, los franceses desolados oyeron por Radio Londres (BBC) una voz conmovedora: “Hemos perdido una batalla pero no la guerra”. Pocas veces se ha dicho algo tan esperanzador…

      El mariscal Philippe Pétain siempre demostró interés por Charles de Gaulle, al que nombró profesor de Estudios de la Defensa. Además Pétain fue padrino en el bautizo del hijo de De Gaulle, que por eso también se llama Philippe.

      El día o, mejor, la noche más dramática que presencié fue cuando, llamado De Gaulle por la Asamblea Nacional y el presidente de la República, René Coty, para ser convertido en instrumento de renovación, en principio aceptó, pero exigiendo una serie de condiciones. En realidad los cambios que pedía De Gaulle equivalían a la muerte de la IV República y al nacimiento de la V. Sucedió el día 5 de junio de 1958. Hacía tiempo que Francia se hallaba en una situación muy difícil. Se producían crisis de Gobierno cada dos por tres. Había diputados socialistas, pero eran más numerosos los comunistas, y por su lado los de formaciones republicanas se peleaban entre sí. Resultaba muy complejo, pues, mantener un Gobierno. Debe recordarse que en aquellos momentos la guerra de Argelia –entonces no se la llamaba guerra, pero lo era– había alcanzado una gran virulencia. Tuvo lugar la batalla denominada de Argel, que demostró hasta que punto los argelinos del FLN (Frente de Liberación Nacional) tenían recursos y se movían como guerrillas urbanas, pues encontraban refugio en la Casbah, o sea, el barrio llamado indígena donde todo estaba comunicado entre terrazas y sótanos.

      Carles Sentís junto a Carlos de Rafael saliendo de la estación de metro Mirabeau, en París, frente a la plaza que un grupo de comerciantes catalanes de la capital francesa consiguieron que se bautizara con el nombre de ‘place de Barcelone’

      No hacía demasiado tiempo que, con otros corresponsales, nos habían llevado a un lugar del desierto argelino donde unos ingenieros habían encontrado un importante yacimiento petrolífero. El descubrimiento constituía una razón suplementaria para que los franceses quisieran conservar Argelia pero, al mismo tiempo, era también un motivo para que los combatientes argelinos se lanzaran a la lucha a vida o muerte. Se debían enviar más tropas a Argelia, pero Francia, acabada la Segunda Guerra Mundial, no se veía con ganas de volver a luchar como lo acababa de hacer por retener Indochina. Esta experiencia había resultado negativa y los franceses sufrieron un duro revés en un pequeño valle denominado Dien Bien Fu.

      Fue entonces cuando el personal político recordó que doce años antes De Gaulle, fastidiado con lo que él consideraba “politiquería”, había abandonado la presidencia del Gobierno y se había retirado a su casa, concretamente al pueblo de Colombey-les-deux-Églises. “Si queréis, ya sabéis dónde estoy”, dijo. Fue en aquellos momentos cuando, a toda página, publiqué en el ABC un artículo titulado “Au revoir, mon général”. Muchos estuvieron en desacuerdo y quedé como un iluminado que pensaba que en Francia, donde siempre han surgido políticos extraordinarios, necesitaban aquel general un tanto extravagante. Pasó algún tiempo y Francia conoció buenos gobernantes y otros no tan buenos. El asunto más grave era la situación de Argelia. Obligada Francia a liberar Marruecos y Túnez, quería conservar Argelia como una especie de provincia en la que vivían cerca de tres millones de franceses o europeos que habían contribuido a modernizar un país que ya era casi más europeo que africano en ciertos aspectos.

      Aunque las cosas estuvieran muy mal, y algunos diputados apuntaran la posibilidad de llamar a De Gaulle, otros –sobre todo comunistas y socialistas– se resistían. Finalmente, y en gran parte por el peso del presidente de la República, se tomó por votación la idea de llamar a quien había salvado a Francia ya una vez convirtiéndola en uno de los países victoriosos de la Segunda Guerra Mundial. En 1958, De Gaulle ya no era aquel hombre delgaducho de Argel, sino que había engordado bastante. Había adquirido, además, una dicción menos seca y en su lenguaje se inclinaba por modulaciones más suaves. Por eso aquella noche, cuando hablaba desde la tribuna, un diputado comunista dijo: “en Argel fue la sedición –cuando se erigió en jefe del Gobierno de Francia– y hoy es la seducción”, donde se refería a su voluntad de convencer a los diputados de algo que parecía imposible: cambiar la estructura constitucional. Esta era la situación: él aceptaba, como se le pedía, el Gobierno de Francia, pero no tal y como estaba organizada la estructura política, sino que exigía emprender algunas reformas que equivalían a una República semi-presidencialista. Se respetaría el Parlamento, que elegía al jefe de Gobierno, pero a su lado figuraría un presidente de la República que no era representativo, sino ejecutivo. El presidente, por otra parte, se reservaba la iniciativa en política internacional. El hecho de que el presidente de la República pudiera tener un color político y el presidente del Gobierno otro, era visto por De Gaulle como una ventaja para tomar unas decisiones políticas más equilibradas. Además, con el afán de evitar crisis de Gobierno, el presidente de la República, votado directamente por el pueblo, debía permanecer en el cargo un septenio y no un cuatrienio. O se aprobaban sus propuestas, o se volvía a casa. Al mismo tiempo, sin embargo, adoptaba maneras nada dictatoriales y cuando algunos le criticaban en ese sentido decía: “A mi edad no se empieza una carrera de dictador”. A los pocos días, ya instalado en el palacio del Eliseo, en una conferencia de prensa repitió esta frase que aquella noche había escuchado poca gente. La frase dio la vuelta al mundo.

      Parecía que todo estaba decidido y él ya había abandonado la Cámara cuando, de pronto, volvió atrás. Pidió que la sesión continuara aquella noche en lugar de dejarla para el día siguiente. Había un proyecto de ley que, dado el planteamiento, podía hacerle perder una votación. Quiso rectificar sobre la marcha y pensó que si no retomaba el auditorio en caliente, se exponía a complicaciones. Fue entonces cuando se volvió más persuasivo y próximo y, por lo tanto, la seducción de la que había hablado el diputado comunista se acentuó. Incluso Mendès France, el diputado que había pronunciado el mejor discurso de oposición al plan de De Gaulle, cambió de opinión y después de escucharlo nuevamente, aceptó las modificaciones de lo que ya se denominó la V República.

      A la última votación siguió un espeso silencio. De pronto se rompió por una voz surgida de la tribuna pública. Fue una voz femenina que con un profundo suspiro de liberación gritó: “¡¡Ah!!”… Los diputados comunistas desde sus escaños se dirigieron hacia la tribuna pública protestando airadamente contra aquella exclamación de una señora elegante. Así acabó la sesión de la Asamblea Nacional. De madrugada, saliendo hacia la plaza de la Concordia, pensé en la parte personal de aquel acontecimiento histórico. Doce años después había resultado profético mi artículo, que fue publicado nuevamente en el ABC y también en Clarín de Buenos Aires, del cual era corresponsal en París. Su director muchas veces me había tomado el pelo sobre mi convencimiento de un retorno de Charles De Gaulle.

      Si Paul Reynaud hubiera podido dar a De Gaulle el mando antes de que empezara la verdadera guerra, en 1940, las cosas habrían tomado un rumbo muy distinto.

      La ‘place de Barcelone’

      Fue una media victoria aunque los promotores lo consideraran un éxito total. Unos barceloneses de vieja raigambre en París y yo mismo intentamos restablecer un equilibrio inexistente: mientras en Barcelona hay una calle París en el Eixample, en París no existía correspondencia.

      Para

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