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de mi ánimo, recuperaban su imperio de siempre a medida que mi cólera decaía. Todos decían que yo era muy mala, y acaso lo fuese... ¿No acababa de ocurrírseme la idea de dejarme morir? Eso era un pecado y, además, ¿me sentía en efecto dispuesta a la muerte? ¿Acaso las tumbas situadas bajo el pavimento de la iglesia de Gateshead eran un lugar atractivo? Allí me habían dicho que fue enterrado Mr. Reed. Este recuerdo hizo aumentar mi temor.

      No me acordaba de él. Sólo sabía que mi tío, hermano de mi madre, me había recogido en su casa al quedarme huérfana y que, antes de morir, hizo prometer a su mujer que me trataría como a sus propios hijos. Sin duda, Mrs. Reed creía haber cumplido su promesa —y hasta quizá quepa decir que la cumplía tanto como se lo permitía su modo de ser—, pero en realidad, ¿cómo había de interesarse por una persona a la que no le unía parentesco alguno y que, muerto su marido, era una intrusa en su casa?

      Comenzó a surgir en mi mente una extraña idea. Yo no dudaba de que, si mi tío hubiera vivido, me habría tratado bien. Y en aquellos momentos, mientras miraba al lecho y las paredes sombrías, y también, de vez en cuando, al espejo que daba a todas las cosas un aspecto fantástico, empecé a rememorar ocasiones en las que oyera hablar de muertos salidos de sus tumbas para vengar la desobediencia a sus últimas voluntades. Pensé que bien pudiera suceder que el espíritu de mi tío, indignado por los padecimientos que se infligían a la hija de su hermana, surgiese, ya de la tumba de la iglesia, ya del mundo desconocido en que moraba, y se presentase en aquella habitación para consolarme. Yo sospechaba que tal posibilidad, muy confortadora en teoría, debía ser terrible en la realidad. Traté de tranquilizarme, aparté el cabello que me caía sobre los ojos, levanté la cabeza y traté de sondear las tinieblas de la habitación.

      En aquel instante, una extraña claridad se reflejó en la pared. ¿Será —me pregunté— un rayo de luna que se desliza entre las cortinas de las ventanas? Pero la luz de la luna no se mueve, y aquella luz cambiaba de lugar. Por un momento se reflejó en el techo y luego osciló sobre mi cabeza.

      Ahora, a través del tiempo transcurrido, conjeturo que tal luz provendría de alguna linterna que, para orientarse en la oscuridad, llevase alguien que cruzaba el campo, pero entonces, predispuesta mi mente a todos los horrores, en tensión todos mis nervios, pensé que aquella claridad era quizá el preludio de una aparición del otro mundo. El corazón me latía apresuradamente, las sienes me ardían, mis oídos percibieron un extraño sonido, como el apresurado batir de unas alas invisibles, y me pareció que algo terrible y desconocido se me aproximaba. Me sentí sofocada, oprimida; no podía más... Corrí a la puerta y la golpeé con desesperación. Sonaron pasos en el corredor, la llave giró en la cerradura y entraron en la habitación Abbot y Bessie.

      —¿Se ha puesto usted mala, señorita? —preguntó Bessie.

      —¡Qué modo de gritar! ¡Creí que iba a dejarme sorda! —exclamó Miss Abbot.

      —Sáquenme de aquí. Déjenme ir a mi cuarto —grité. —Pero ¿qué le ha pasado? ¿Ha visto alguna cosa rara? —preguntó Bessie.

      —He visto una luz y me ha parecido que se me acercaba un fantasma —dije, cogiendo la mano de Bessie. —Ha gritado a propósito —opinó Abbot—. Si la hubiese ocurrido algo, podía disculparse ese modo de gritar, pero lo ha hecho para que viniéramos. Conozco sus mañas.

      —¿Qué pasa? —preguntó otra voz.

      Mi tía apareció en el pasillo, haciendo mucho ruido con las faldas sobre el pavimento. Se dirigió a Bessie y a Miss Abbot.

      —Creo haber ordenado —dijo— que se dejase a Jane Eyre encerrada en el cuarto rojo hasta que yo viniese a buscarla.

      —Es que Miss Jane dio un grito terrible, señora — repuso Bessie.

      —No importa —contestó mi tía—. Suelta la mano de Bessie, niña. No te figures que por esos procedimientos lograrás que te saquemos de aquí. Odio las farsas, sobre todo en los niños. Mi deber es educarte bien. Te quedarás encerrada una hora más y cuando salgas será a condición de que has de ser obediente en lo sucesivo.

      —¡Ay, por Dios, tía! ¡Perdóneme! ¡Tenga compasión de mí! ¡Yo no puedo soportar esto! ¡Castígueme de otro modo! ¡Me moriría si viera...!

      —¡A callar! No puedo con esas patrañas tuyas. Probablemente mi tía creía sinceramente que yo estaba fingiendo para que me soltasen y me consideraba como un complejo de malas inclinaciones y doblez precoz.

      Bessie y Abbot se retiraron y Mrs. Reed, cansada de mis protestas y de mis súplicas, me volvió bruscamente la espalda, cerró la puerta y se fue sin más comentarios. Sentí alejarse sus pasos por el corredor. Y debí de sufrir un desmayo, porque no me acuerdo de más.

       III

      Lo primero de lo que me acuerdo después de aquello es de una especie de pesadilla en el curso de la cual veía ante mí una extraña y terrible claridad roja, atravesada por barras negras. Parecía oír voces confusas, semejantes al aullido del viento o al ruido de la caída del agua de una cascada. El terror confundía mis impresiones. Luego noté que alguien me cogía, me incorporaba de un modo mucho más suave que hasta entonces lo hiciera nadie conmigo y me sostenía en aquella posición, con la cabeza apoyada, no sé si en una almohada o en un brazo.

      Cinco minutos después, las nubes de la pesadilla se disiparon y me di cuenta de que estaba en mi propio lecho y que la luz roja era el fuego de la chimenea del cuarto de niños. Era de noche. Una bujía ardía en la mesilla. Bessie estaba a los pies de la cama con una vasija en la mano, y un señor, sentado a la cabecera, se inclinaba hacia mí.

      Sentí una inexplicable sensación de alivio, de protección y de seguridad al ver que aquel caballero era un extraño a la casa. Separé mi mirada de Bessie (cuya presencia me era menos desagradable que me lo hubiera sido, por ejemplo, la de Miss Abbot) y la fijé en el rostro del caballero. Le reconocí: era Mr. Lloyd, un boticario a quien mi tía solía llamar cuando alguien de la servidumbre estaba enfermo. Para ella y para sus niños avisaba al médico siempre.

      —¿Qué? ¿Sabes quién soy? —me preguntó Mr. Lloyd. Pronuncié su nombre y le tendí la mano. Él la estrechó, sonriendo, y dijo:

      —Vaya, vaya: todo va bien...

      Luego encargó a Bessie que no me molestasen durante la noche y dio algunas otras instrucciones complementarias. Dijo después que volvería al día siguiente y se fue, con gran sentimiento mío. Mientras estuvo sentado junto a mí, yo sentía la impresión de que tenía un amigo a mi lado, pero cuando salió y la puerta se cerró tras él, un gran abatimiento invadió mi corazón. Dijérase que la habitación se había quedado a oscuras.

      —¿No tiene ganas de dormir, Miss Jane? —preguntó Bessie con inusitada dulzura.

      Apenas me atreví a contestarle, temiendo que sus siguientes palabras fuesen tan violentas como las habituales.

      —Probaré a dormir —dije únicamente. —¿Quiere usted comer o beber algo? —No, Bessie; muchas gracias.

      —Entonces voy a acostarme, porque son más de las doce. Si necesita algo durante la noche, llámeme. Aquella extraordinaria amabilidad me animó a preguntarle:

      —¿Qué pasa, Bessie? ¿Estoy enferma?

      —Se desmayó usted en el cuarto rojo. Pero esté segura de que pronto se pondrá buena.

      Y se fue a la habitación de la doncella, que estaba contigua. Le oí decirle:

      —Venga a dormir conmigo en el cuarto de los niños.

      Sarah no quisiera por nada del mundo estar sola esta noche con esa pobre pequeña. Temo que se muera. ¡Dios sabe lo que habrá visto en el cuarto rojo! La señora esta vez ha sido demasiado severa.

      Sarah la acompañó. Ambas se acostaron y durante media hora estuvieron cuchicheando, antes de dormirse. Yo únicamente pude entender retazos aislados de su conversación, por los que sólo saqué en limpio la esencia del objeto de la

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