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y de allí al Postigo de San Martín, donde vivía, no había más que un paso. El camino érale harto conocido, y lo modesto de su atavío la ayudaba a pasar desapercibida, de modo que, fuera de los encuentros con las nocturnas palomas y con algún rezagado borracho, nada había que temer.

      En Puerta Cerrada respiró. Pese al valor que procuraba infundirse repitiendo a cada paso y como entreacto a las oraciones que rumiaba para impetrar auxilio de la Providencia frases alentadoras: «Estoy a un paso de casa». «En dos minutos estoy en mi calle». «A lo mejor me tropiezo con Rosendo». Iba temblorosa y llena de pavura. Las extrañas historias oídas en casa de la condesa bullían en su cerebro, poblando su imaginación de raros monstruos. Las escenas más absurdas—escenas de Sabat en que se mezclaba lo lúbrico y lo terrible—aparecíanse ante ella con una claridad de linterna mágica. Como las monjas poseídas por el Malo de la Edad Media, veía poblarse la noche de seres absurdos, inclasificables, dotados de los más extraños e indescriptibles atributos. Y los monstruos enlazábanse y desenlazábanse en nunca vistas combinaciones, hacían muecas lascivas o burlonas, tejían guirnaldas de cuerpos deformes, y entre aullidos y risotadas, que sonaban alucinantes en sus oídos, se desvanecían en las tinieblas.

      Apretó el paso, y cruzando rápida el callejón de la Pasa, llegó a la Plaza del Conde de Barajas. Al desembocar en ella sintió una impresión de inmensidad o de vacío y se detuvo con el corazón oprimido por súbita angustia. Parecíale hallarse ante un precipicio sin fondo, abismo de negruras o enorme lago de quietas aguas turbias y verdosas; o mejor aún, haber llegado a la inmensa plaza de una ciudad muerta, donde no quedaban ni vestigios de la vida remota que en ella debió haber antaño. La atmósfera transparente y fría y el cielo de una serenidad polar, contribuían a la sensación de soledad y quietud mortuorias. Dominose; santiguándose cruzó la pequeña explanada y tomó la calle de Cuchilleros. Helada de espanto tornó a pararse. Ahora escuchaba tras de ella pisadas, pero no unas pisadas vulgares, sino unas pisadas opacas, silenciosas, pisadas de orangután, de secubo o de personaje felino. Permaneció quieta, sin atreverse ni aun a respirar; pero como nada sucedía y las pisadas parecían haber cesado, hizo un esfuerzo y miró atrás. Nada. Riose de su miedo y continuó la ruta.

      En los escalones que suben a la Plaza Mayor dormían, hacinados, miserables trotacalles, golfos y pordioseros. Entre los montones de andrajos surgían de vez en cuando caras barbudas, enjutas, amarillentas, dignas de los viejos mendigos de Rivera; deformes rostros de goyescas zurcidoras de gustos, trágicas caretas pintarreadas de vendedoras de amor. Parecía aquello los despojos de un campo donde en una noche de aquelarre se hubiese librado una batalla. Un hedor a suciedad y miseria flotaba sobre los durmientes, apestando el aire. Y, sin embargo, Doña Recareda Witiza respiró satisfecha. Se encontraba más segura allí que en la soledad de la noche, perseguida por los trasgos evocados en las fatales conversaciones de casa de su amiga.

      Al desembocar en la Plaza Mayor y cuando ya casi se conceptuaba segura, tropezó con un grupo de mozas del partido que se dejaban conquistar por unos arrieros. Trató de esquivarles y ellas, que notaron la maniobra, empezaron a lapidarla con groseras cuchufletas. Huyendo de la rociada, la dama cruzó a los jardinillos. Allí la luz era más escasa; los faroles, con sus temblorosos mecheros, no bastaban a disipar las tinieblas, y árboles y arbustos adquirían apariencias fantasmagóricas. La Witiza redobló el paso; de pronto surgieron ante ella tres hombres. Vestían a la moda chulesca: de ancho sombrero y capa uno de ellos, a cuerpo, con altas gorras de seda que dejaban escapar los tufos peinados en persianas sobre las sienes, los otros dos. Debían de ser borrachos, por cuanto despedían un olor a vinazo que tiraba de espaldas. Uno de los tres, el de la capa y el sombrero cordobés, cortola el paso, y plantándose ante ella, saludó jacarandoso:

      —¡Olé las mujeres!

      Doña Recareda, dando un rodeo, procuró zafarse; pero cuando ya lo conseguía, los otros dos la cogieron por las faldas:

      —¿Desprecios? ¡Recontra con la señora! A nosotros no nos desprecia naide ¿está usté?

      Indignada y aterrada a un tiempo, conminó:

      —¡Suéltenme ustedes!

      El vozarrón hombruno sonó más bronco y áspero que nunca.

      Ellos parecieron ligeramente desconcertados. El más entero de los tres sacó una caja de cerillas, y encendiendo una con no poco trabajo, la aproximó al rostro de la asustada señora.

      Un triple juramento, bárbaro, grosero, salió de las tres bocas:

      —¡Remonche, si es un tío!

      Aprovechando el primer momento de asombro, la Witiza consiguió librarse de ellos y echó a correr con toda la fuerza de sus piernas; pero pasada la sorpresa, los otros, con el tesón y la tozuda pesadez de los borrachos, echaron tras ella gritando:

      —¡A ese! ¡A ese!

      Al estrépito de los gritos y carreras, las prójimas y sus adoradores lanzáronse también a la persecución de Doña Recareda, y al fin consiguieron detenerla en el momento en que jadeante, próxima a desmayarse, se había detenido. Todos la interrogaron a la vez:

      —¿Pero qué pasa?

      —¿Qué, lan querío robá?

      —¿Los guindas?

      Con palabra entrecortada, comenzó:

      —Es que... que...

      Pero llegaban sus perseguidores:

      —¡Que es un tío que anda disfrazada de mujer!

      El grupo prensose curiosamente en torno de la infeliz. Seis o siete voces distintas formularon otras tantas preguntas:

      —¿Un ladrón?

      —¿Un alcahuete?

      —¿Un guasa viva!

      -¿Un...

      —¡Un tío faroles que anda buscándole tres patas al caballo de bronce!

      —¡Soy una señora, y hagan el favor de dejarme en paz!

      El vozarrón sonó bronco, áspero. Uno imitó el rugido de un trombón. Otro anunció con cavernoso sonido:

      —¡Paso! ¡Paso, que es doña Trueno!

      Aunque tarde, comprendió que su voz empeoraba la situación, y trató de dulcificar el tono, consiguiendo sólo aflautarla:

      —¡Déjenme, por Dios! Soy una señora...

      Una voz de tiple gimió burlona.

      —¡Ay, mamá, que me comen, que me comen!

      Y otra, también con relamido acento:

      —¡Ay, Jesús!

      Trató de imponérseles:

      —O me dejan o llamo.

      Pero sus enemigos encendían cerillas y estudiaban su rostro hombruno, adornado de barba y bigote.

      —¡Es un hombre!

      —¡Un tío!

      —¡Ladrón¡ ¡gorrino!

      —¡Asqueroso!

      Las mujeres eran las más indignadas. Convertidas en furibundas arpías, azuzaban a los hombres:

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