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Gervasio, el Rubio, y Froilán Cascajares, el Chicuelo, su beneficio; bailes que ellos, con singular galantería (y advirtiendo que el ambigú corría por cuenta de los organizadores), dedicaban «A las señoritas siguientes: a las hermanas Frascuelo, a Rosario (la Descarada) y su hermana Petra, a Vicenta (la Modista) y sus tres primas, a Lucía R., a Juanita y su hermana Sinforiana, a Josefina Gómez, y a los señores siguientes: a los cuatro amigos de Gervasio, a Ramón (el Chofer), a la pareja de baile Fuentes-Oñoro, al distinguido matador de novillos-toros el Pelusa, a Diego y Nemesio y a Don Romualdo Cazorro y a toda su distinguida clientela.» Pero aquel no era un baile así como así, si no un festejo de carnaval, un Gran baile de trajes, organizado por la Sociedad recreativa El Jipi-Japa, y dedicado a todas las artistas de varietés y camareras de Madrid, y como tal, la concurrencia, además de numerosa era de èlite.

      Las dos grandes salas que formaban la sociedad hallábanse adornadas para tan trascendental acontecimiento, además de las bombillas eléctricas (pocas y de no muy rutilantes resplandores), y de los carteles de toros que, pegados sobre el papel oscuro, con flores doradas de los muros, constituían el habitual decorado, por policromas guirnaldas, tejidas con cadenas de papel, cruzadas en todas direcciones. En el primer salón hallábase la cantina (ambigú llamábanlo pomposamente), con cuantos bebestibles inventaron la naturaleza y la química, y en el segundo el organillo, y a su lado Serafín, el de la Polita, que muy fachendoso, con su abotinado pantalón tórtola y su negra americana de altas hombreras, no cesaba de dar vueltas al manubrio.

      Los disfraces eran pocos y vulgares, y si de algo pecaban, no podía decirse ciertamente que fuera de lujosos. De hombres apenas veíase algún horterilla vestido de patudo bebé, o tal cual tendero de comestibles, que en plena madurez ya, desahogaba su vehemente necesidad de hacer el burro, escondiendo la redonda panza en astrosa indumenta de diablillo, ocultando el curtido rostro, de grandes bigotes negros, en una careta de perro, arrastrando mugriento rabo y adornando su frente con dos cuernos (además de los que por clasificación le correspondían) de pelote y percalina. Con el sexo débil ya era otra cosa. No que abundasen los disfraces, pero los que había presentábanse más limpios y cuidados que los masculinos. Fuera de unos cuantos trajes de niño chico que permitían lucir las pantorrillas a sus dueñas, de un par de atavíos de torero en traje de calle que servían para mostrar formas de exuberancia tentadora, de algún disfraz de albañil que hacía las veces de válvula al androginismo grosero de tal cual prójima, lo que dominaba eran los mantones de Manila. Las arreboladas rosas, los purpúreos geráneos y los claveles de color de fuego envolvían los cuerpos, que bajo el gayo iris y entre los pliegues blandos, suaves, moldeadores del crespón, aparecían más garbosos, más finos, más llenos de ritmo y elegancia. Y entre aquella orgía de colorines, los rostros asomaban con una inquietante semejanza de combinación de espejos cóncavos y convexos. Efectivamente, fuera de unas cuantas mujeres que, sudorosas, despeinadas, el moño torcido y las ropas en desorden, bailaban, denunciando en su falta de gracia, en la torpeza de sus movimientos tardos y pesados y en su antiestética indumentaria, su calidad de criadas o menegildas, y fuera también de unas pocas que, más modositas y recatadas e inseparables de un mismo varón toda la noche, podían clasificarse entre el comercio modesto, las demás eran iguales. Gordas o flacas, altas o bajas, rubias o morenas, todas se parecían con un extraño aire de familia. Parecían la misma; la misma, con zancos o en cuclillas, con peluca rubia o negra, en los huesos o con exagerados rellenos, pero la misma siempre. Todas tenían el mismo rostro blando, fofo, embadurnado de rojo; las mismas mejillas marchitas bajo el carmín; iguales labios chorreando bermellón; idénticos ojos pintarreados; peinados semejantes.

      Bailaban las unas muy lento y muy ceñido, casi con tanta solemnidad como sus parejas ventilaban las otras por los rincones sus diferencias con algún galán; dos o tres, echándoselas de rumbosas (¡ellas tenían siempre cinco duros para gastárselos con un hombre!), obsequiaban en el bufet a sus chulos; no unos chulos así como así, a la antigua, sino chulos modernistas, de los de jersey y gorra con vistosas insignias de fantásticos clubs, chulos sportsmants, como si dijésemos maestros en artes mecánicas, chauffeurs y aviadores.

      Acababa la polca; el organillo emitió algunas notas vertiginosas y calló súbitamente con un golpe seco, sin que las armonías se prolongasen en sonoras ondas, como sucede con otros instrumentos musicales. Nieves volvió al grupo en que los tres toreros esperaban su respuesta. Jimmi la interrogó:

      —Con que tú dirás... Estos señores aguardan tu contestación.

      Sonriendo picaresca, mientras los ojos de princesa remota les desafiaban cínicos y tentadores, formuló:

      —¿De veras tienen tanto empeño en que vaya?

      Joselete se encargó de dar una respuesta galante:

      —¡Figúrese usted!... ¡Siempre hay ganas de ver una mujer bonita de cerca!

      Conquistada por el piropo rió, aceptando.

      —¡Pues vamos allá!

       Índice

      Joselete palmoteó:

      —¡Chico!... ¡Vino!—Y como el camarero, previniendo el objeto de la llamada, entrase trayendo en una bandeja de zinc dos botellas de Agustín Blázquez y algunos chatos y empezase a romper los lacres trabajosamente para descorchar, el torero se la arrancó de las manos:

      —¡Esto se jace así!

      Formó un anillo con los dedos, y, girando rápidamente la botella, saltó el lacre.

      Nieves, encantada de todo aquello, conceptuándolo muy castizo, muy típico y hasta muy chic, palmoteó:

      —¡Bravo! ¡Bravo!

      La Ansiosa, sin hacer caso de los demás, prisionera por completo de su nuevo amor, inclinose hacia Jimmi, descansando sobre el brazo del Pierrot la enorme mole de sus ubres bovinas:

      —¡Chaval! ¡Gitano! ¡Que te voy a querer!...—Y en el rostro enharinado de luna llena, los ojos grandes y salientes, voltearon voluptuosos.

      Sin entusiasmo ninguno por su conquista, sino por el contrario, harto de su pesadez, Jimmi se dejó besar. Una aceituna disparada con certero tino por la Pechuguita, que pueril, cínica y procaz, con su rostro pálido y demacrado de cortesana enferma de tuberculosis, su flequillo de paje y sus ojos burlones de golfo callejero, atalayábase entre Don Simeón y Gorritua, vino a interrumpir el idilio, acompañado de amicales apóstrofes:

      —¡Ladrona! ¡Ansiosa!

      Habían salido del baile Nieves y Jimmi con los tres toreros, cuatro prójimas que estaban con ellos, más algunos amigos que se les incorporaron. Ambularon por unos cuantos callejones silenciosos y desiertos para llegar por fin al colmado que había de ser escenario de la juerga. Una vez allí, en vez de penetrar por la tienda, cruzaron el portal, internáronse por un pasillo largo y oscuro, atravesaron un patinillo lóbrego, húmedo y sórdido, donde, de unas cuerdas, pendía ropa puesta a secar; luego otro pasillo, otro patio, y, por fin, llegaron a los reservados, construidos al fondo de la casa para mayor garantía de discreción. Al ver el lugar, casi temeroso, donde les conducían, el Arcángel anunciador buscó con sus ojos inquietos los de su amiga, pero ella, posando de valiente, sacole la lengua con un gesto delicioso de burla, y se echó a reír.

      Ahora, en el gabinete con tabiques de madera que les servía de cenáculo y en que apenas cabían las trece personas que formaban el elenco, a la menguada luz de la bombilla eléctrica, prensábanse en torno de la mesa cargada de botellas.

      Nieves, deliciosa de inconsciencia, en sus labios carmesíes una sonrisa de chicuela que, prisionera en la jaula de las fieras, creyese dominar a los leones con una caricia de sus manitas de marfil, presidía entre Joselete y el Marrón. Frente a ella, Jimmi era disfrutado como una presa—presa de juventud, de gracia y de vida—por la Ansiosa

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