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a un lado la gramática —comentó Gamma—, algún día será una excelente abogada. Espero. Si no le pagan por discutir, no le pagarán por nada.

      Samantha sonrió al pensar en su hermana, tan chapucera y desordenada, vistiendo chaqueta de traje y portando un maletín.

      —¿Y yo? ¿Qué voy a ser?

      —Lo que quieras, mi niña, pero no aquí.

      Aquel tema salía a relucir cada vez con más frecuencia últimamente: el deseo de Gamma de que Samantha se marchara, huyera de allí, de que se dedicara a cualquier cosa menos a lo que solían dedicarse las mujeres de Pikeville.

      Gamma nunca había encajado entre las madres de Pikeville, ni siquiera antes de que el trabajo de su marido las convirtiera en unas apestadas. Vecinas, maestras, gente de la calle, todo el mundo tenía su opinión acerca de Gamma Quinn y rara vez era positiva. Era más lista de la cuenta. Era una mujer difícil. No sabía cuándo mantener el pico cerrado. Se negaba a integrarse.

      Cuando Samantha era pequeña, a su madre le había dado por correr. Como le sucedía con todo, se había aficionado al deporte mucho antes de que se pusiera de moda. Corría maratones los fines de semana y hacía gimnasia delante del televisor viendo vídeos de Jane Fonda. Pero no eran únicamente sus proezas deportivas lo que exasperaba a la gente. Era imposible derrotarla al ajedrez, al Trivial Pursuit o incluso al Monopoly. Se sabía todas las preguntas de los concursos televisivos. Sabía cuándo usar «le» y cuándo usar «lo». No soportaba las imprecisiones. Despreciaba la religión organizada. Y, en las reuniones sociales, tenía la extraña costumbre de ponerse a hablar de datos rocambolescos.

      «¿Sabíais que los pandas tienen los huesos de las muñecas más grandes de lo normal?».

      «¿Sabíais que las vieiras tienen varias filas de ojos a lo largo del manto?».

      «¿Sabíais que el granito del interior de la Estación Central de Nueva York emite más radiación que la que se considera aceptable en una planta nuclear?».

      Que Gamma estuviera contenta, que disfrutara de la vida, que estuviera orgullosa de sus hijas y quisiera a su marido, todo eso eran fragmentos de información aislados e inconexos dentro de ese puzle de mil piezas que era su madre.

      —¿Por qué tarda tanto tu hermana?

      Samantha se recostó en su silla y miró por el pasillo. Las cinco puertas seguían cerradas.

      —A lo mejor se ha ido por el desagüe.

      —En una de esas cajas hay un desatascador.

      Sonó el teléfono, el nítido tintineo de una campanilla dentro del anticuado teléfono de disco colgado de la pared. En la otra casa tenían un teléfono inalámbrico y un contestador que registraba todas las llamadas entrantes. La primera vez que Samantha oyó la palabra «joder» fue en el contestador. Estaba con su amiga Gail, de la casa de enfrente. Estaba sonando el teléfono cuando entraron por la puerta delantera, pero no le dio tiempo a contestar y la máquina hizo los honores.

      «Rusty Quinn, voy a joderte la vida, chaval. ¿Me has oído? Voy a matarte y a violar a tu mujer y a arrancarles la piel a tus hijas como si estuviera desollando a un puto ciervo, pedazo de mierda hijo de puta».

      El teléfono sonó una cuarta vez. Y una quinta.

      —Sam —dijo Gamma en tono severo—. No dejes que conteste Charlie.

      Samantha se levantó de la mesa, refrenándose para no decir «¿Y yo qué?». Levantó el teléfono y se lo acercó a la oreja. Metió automáticamente la barbilla y apretó los dientes como si se preparara para encajar un puñetazo.

      —¿Diga?

      —Hola, Sammy-Sam. Pásame con tu madre.

      —Papá —dijo Samantha con un suspiro, y entonces vio que Gamma le hacía un gesto negando con la cabeza—. Acaba de subir a darse un baño. —De pronto cayó en la cuenta de que era la misma excusa que le había dado horas antes—. ¿Quieres que le diga que te llame?

      —Parece que nuestra Gamma se preocupa mucho por su higiene últimamente —comentó Rusty.

      —¿Desde que se quemó la casa, quieres decir? —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera morderse la lengua.

      El agente de su seguro de hogar no era el único que culpaba a Rusty Quinn del incendio.

      Su padre se rio.

      —Bueno, te agradezco que no hayas hecho ese comentario hasta ahora. —Se oyó el chasquido de su encendedor al otro lado de la línea. Por lo visto, su padre había olvidado que había jurado sobre la Biblia que iba a dejar de fumar—. Oye, cielo, dile a Gamma cuando salga de la bañera que voy a decirle al sheriff que os mande un coche.

      —¿Al sheriff? —Samantha trató de transmitirle su pánico a Gamma, pero su madre no se dio la vuelta—. ¿Es que pasa algo?

      —No, nada, cariño. Solo que aún no han cogido a ese mal bicho que nos quemó la casa y hoy ha salido en libertad otro inocente y hay algunas personas que tampoco se lo han tomado a bien.

      —¿Te refieres al hombre que violó a la chica que se mató?

      —Las únicas personas que saben lo que le pasó a esa chica son ella, el que cometió el crimen y Dios, que está en los cielos. No pretendo ser ninguna de esas personas y creo que tú tampoco deberías pretenderlo.

      Samantha odiaba que su padre pusiera aquella voz de abogado de pueblo haciendo su alegato final.

      —Papá, se ahorcó en un granero. Eso es un hecho probado.

      —¿Por qué todas las mujeres de mi vida me llevan la contraria? —Rusty tapó el teléfono con la mano y habló con otra persona.

      Samantha oyó la risa ronca de una mujer. Lenore, la secretaria de su padre. A Gamma nunca le había caído bien.

      —Bueno —dijo Rusty—, ¿sigues ahí, tesoro?

      —¿Dónde iba a estar, si no?

      —Cuelga el teléfono —dijo Gamma.

      —Nena. —Rusty expelió una bocanada de humo—. Dime qué puedo hacer para que las cosas mejoren y lo haré inmediatamente.

      Un viejo truco de abogado: dejar que fuera el otro quien resolviera el problema.

      —Papá, yo…

      Gamma apretó bruscamente la palanca del teléfono, poniendo fin a la llamada.

      —Mamá, estábamos hablando.

      Gamma siguió con los dedos apoyados en el teléfono. En lugar de explicarse, dijo:

      —Piensa de dónde viene la expresión «colgar el teléfono». —Le quitó el teléfono de la mano y lo colgó del soporte—. De este modo, la expresión «descolgar el teléfono» tiene su sentido. Y, naturalmente, tú ya sabes que este gancho es una palanca que, al bajar, abre el circuito indicando que puede recibirse una llamada.

      —El sheriff va a mandar un coche —dijo Samantha—. O papá va a pedirle que lo mande.

      Gamma puso cara de escepticismo. El sheriff no sentía mucha simpatía por los Quinn.

      —Tienes que lavarte las manos para cenar.

      Samantha sabía que era absurdo tratar de seguir hablando con ella, a menos que quisiera que su madre buscara un destornillador, abriera el teléfono y le explicara cómo funcionaba el circuito, lo que había sucedido con incontables aparatos domésticos en el pasado. Gamma era la única madre del barrio que cambiaba el aceite de su coche.

      Aunque ya no vivían en un barrio.

      Samantha tropezó con una caja en el pasillo. Se agarró los dedos de los pies como si apretándolos pudiera extraer el dolor. Tuvo que ir cojeando hasta el cuarto de baño. Se cruzó con su hermana por el camino. Charlotte le dio un puñetazo en el brazo porque

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