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delante. El testigo de plástico se deslizó por la muñeca de Charlie siguiendo la marca roja de la piel desgarrada, igual que había hecho otras veinte veces antes.

      Charlotte gritó. Samantha dio un traspié. El testigo cayó al suelo. Gamma profirió un sonoro exabrupto.

      —Ya está bien por hoy. —Gamma se metió el cronómetro en el bolsillo del mono y echó a andar hacia la casa con paso decidido, las plantas de los pies descalzos enrojecidas por la tierra del descampado.

      Charlotte se frotó la muñeca.

      —Gilipollas.

      —Idiota. —Samantha trató de llenarse de aire los pulmones temblorosos—. No tienes que mirar atrás.

      —Y tú no tienes que rajarme el brazo.

      —Se llamaba «traspaso a ciegas», no «traspaso a lo loco».

      La puerta de la cocina se cerró de golpe. Miraron ambas la casa de labranza centenaria, un extenso y destartalado monumento a los tiempos en que no eran necesarios arquitectos colegiados ni permisos de obra. El sol poniente no suavizaba precisamente la desproporción de sus ángulos. Con el paso de los años, apenas se había aplicado la obligada mano de pintura blanca. Lacias cortinas de encaje colgaban de las ventanas manchadas. La puerta delantera, descolorida por más de un siglo de amaneceres de Georgia del Norte, había adquirido un tono gris semejante al de la madera que el mar arrojaba a las playas. El tejado se combaba hacia dentro, como una manifestación física del peso que soportaba la casa desde que los Quinn se habían instalado en ella.

      Dos años y una vida entera de discordias separaban a Samantha de su hermana de trece años, la menor de las dos. Sabía, sin embargo, que en aquel momento al menos las dos pensaban lo mismo: «Quiero irme a casa».

      Su casa era un rancho de ladrillo rojo, más cercano a la ciudad. Eran sus habitaciones infantiles, decoradas con pósteres y pegatinas y, en el caso de Charlotte, también con rotulador fluorescente de color verde. Su casa era un pulcro cuadrángulo de hierba como jardín delantero, no un descampado árido y arañado por las gallinas, con un camino de entrada de setenta y cinco metros de largo para poder ver desde lejos quién se acercaba.

      En su casa de ladrillo rojo, nunca veían por anticipado quién venía de visita.

      Solo habían pasado ocho días desde que sus vidas se vinieron abajo, pero parecía que hacía siglos. Esa noche, Gamma, Samantha y Charlotte habían ido andando al colegio, a una competición de atletismo. Su padre, Rusty, estaba trabajando, como siempre.

      Más tarde, un vecino recordó haber visto un coche negro desconocido circulando lentamente por la calle. Nadie, en cambio, vio el cóctel molotov cruzar el ventanal de la casa de ladrillo rojo. Nadie vio el humo salir por los aleros del tejado, ni las llamas lamiendo el tejado. Cuando se dio la voz de alarma, la casa de ladrillo había quedado reducida a un foso negro y humeante.

      Ropa. Pósteres. Diarios. Animales de peluche. Deberes escolares. Libros. Dos pececitos. Dientes de leche perdidos. Ahorros de cumpleaños. Barras de labios robadas. Cigarrillos escondidos. Fotos de boda. Fotos de bebés. Una cazadora de cuero de chico. Una carta de amor del mismo chico. Cintas grabadas. CD, un ordenador, un televisor y una casa.

      —¡Charlie! —Gamma apareció en el umbral de la puerta de la cocina. Tenía los brazos en jarras—. ¡Ven a poner la mesa!

      Charlotte se volvió hacia Samantha y le dijo:

      —¡Última palabra! —Y echó a correr hacia la casa.

      —Imbécil —masculló Samantha.

      No se decía la última palabra sobre algo con solo decir «última palabra».

      Avanzó más lentamente hacia la casa, con las piernas embotadas, porque ella no era la idiota que era incapaz de estirar el brazo hacia atrás y esperar a que le pusieran el testigo en la mano. No entendía por qué Charlotte era incapaz de aprender aquel sencillo pase.

      Dejó los zapatos y los calcetines junto a los de Charlotte, en el escalón de la cocina. Dentro de la casa, el aire parecía estancado y húmedo. «Inhospitalaria», fue el primer adjetivo que se le vino a la cabeza al entrar en la casa. Su anterior ocupante, un soltero de noventa y seis años, había muerto el año anterior en el dormitorio de la planta baja. Un amigo de su padre les había prestado la granja hasta que arreglaran las cosas con su compañía de seguros. Si es que podían arreglarlas. Por lo visto, había cierto desacuerdo respecto a si la conducta de su padre había dado pie al incendio o no.

      El tribunal de la opinión pública ya había emitido su veredicto, razón por la cual, posiblemente, el propietario del motel en el que se habían alojado la semana anterior les había pedido que buscaran otro lugar donde alojarse.

      Samantha cerró de golpe la puerta de la cocina porque era el único modo de asegurarse de que se cerraba del todo. Sobre el fogón de color verde aceituna reposaba una cazuela con agua. Sobre la encimera de melamina marrón había un paquete de espaguetis sin abrir. En la cocina, el lugar más inhóspito de la casa, el ambiente era húmedo y sofocante. En aquella habitación, ni un solo objeto convivía en armonía con el resto. La vieja nevera pedorreaba cada vez que abrías la puerta. El cubo que había debajo de la pila temblaba espontáneamente. En torno a la temblorosa mesa de aglomerado había un batiburrillo de sillas desparejadas. Las torcidas paredes de yeso presentaban manchas blancas allí donde antaño habían colgado viejas fotografías.

      Charlotte le sacó la lengua mientras arrojaba platos de papel sobre la mesa. Samantha cogió un tenedor de plástico y se lo lanzó a la cara a su hermana.

      Charlotte sofocó un grito, pero no de indignación.

      —¡Ostras! ¡Ha sido alucinante!

      El tenedor había volado por el aire describiendo un elegante bucle y había ido a incrustarse entre sus labios. Cogió el tenedor y se lo ofreció a Samantha.

      —Friego los platos si consigues hacerlo dos veces seguidas.

      —Si tú consigues hacerlo una sola vez, yo los friego una semana —replicó Samantha.

      Charlotte entornó un ojo y apuntó. Samantha estaba intentando olvidarse de lo estúpido que era invitar a su hermana pequeña a tirarle un tenedor a la cara cuando entró su madre llevando una caja de cartón grande.

      —Charlie, no le tires los cubiertos a tu hermana. Sam, ayúdame a buscar esa sartén que compré el otro día.

      Gamma dejó la caja sobre la mesa. Por fuera ponía TODO A UN DÓLAR. Había varias decenas de cajas todavía medio llenas dispersas por toda la casa. Formaban un laberinto por pasillos y habitaciones, llenas de cachivaches comprados por unos centavos en tiendas de segunda mano y chamarilerías.

      —Pensad en la cantidad de dinero que nos estamos ahorrando —había proclamado mientras sostenía una camiseta de color morado en la que se leía: ¿Verdad que soy especial?

      Por lo menos eso creía Samantha que ponía en la camiseta. Estaba demasiado concentrada en esconderse en un rincón con Charlotte, avergonzadas ambas porque su madre esperara que se pusieran la ropa de otra gente. Los calcetines de otras personas. Hasta la ropa interior de desconocidos, hasta que, por fortuna, su padre le había puesto coto.

      —¡Por amor de Dios! —le había gritado Rusty a Gamma—. ¿Por qué no nos coses unos vestidos con tela de saco y ya está?

      A lo que Gamma había respondido mordazmente:

      —¿Ahora también quieres que aprenda a coser?

      Ahora sus padres discutían por cosas nuevas, porque ya no quedaban cosas viejas por las que discutir. La colección de pipas de Rusty. Sus sombreros. Sus libros de Derecho desperdigados por toda la casa, acumulando polvo. Las revistas y los artículos de investigación de Gamma, cubiertos de subrayados rojos, de círculos y anotaciones. Sus Keds, que siempre se quitaba junto a la puerta de entrada. Las cometas de Charlotte. Las horquillas de Samantha. La sartén de la madre de Rusty también había desaparecido. Y la olla verde que les regalaron en su boda. El tostador

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