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que los nudillos se le pusieron blancos, pero su voz sonó serena cuando le dijo:

      —Voy a arrancarte los párpados para que veas cómo le corto la pepita a tu hermana con mi navaja.

      Samantha lo miró fijamente a los ojos. El silencio que siguió a la amenaza fue ensordecedor. Sam no podía desviar la mirada. El miedo le atravesaba el corazón como una cuchilla. Nunca había conocido a nadie de una maldad tan pura, tan desalmada.

      Charlie empezó a gimotear.

      —Zach —dijo el otro—, venga, hombre. —Esperó. Esperaron todos—. Teníamos un trato, ¿vale?

      Zach no se movió. Ninguno de ellos se movió.

      —Teníamos un trato —repitió el de las zapatillas de bota.

      —Claro —dijo Zach por fin, y dejó que su compañero le quitara la escopeta de las manos—. Y uno vale lo que vale su palabra.

      Hizo amago de volverse, pero luego cambió de idea. Lanzó la mano como un látigo, agarró a Sam de la cara, asiendo su cráneo como una pelota y la empujó hacia atrás con tal violencia que se volcó la silla y su cabeza fue a estrellarse contra el frontal del fregadero.

      —¿Qué? ¿Ahora también te parezco un pervertido? —Le aplastó la nariz con la palma de la mano. Sus dedos se clavaban en los ojos de Sam como agujas calientes—. ¿Tienes algo más que decir sobre mí?

      Samantha abrió la boca, pero no le quedaba aliento para gritar. El dolor le atravesó la cara cuando sus uñas se le clavaron en los párpados. Agarró su gruesa muñeca y comenzó a lanzar patadas a ciegas, trató de arañarle, de golpearle, de poner fin al dolor. La sangre le corría por las mejillas. Los dedos de Zach temblaban, presionando con tanta fuerza que Sam sintió cómo se le hundían los glóbulos oculares en el cerebro. Notó el arañar de sus uñas en las cuencas vacías.

      —¡Pare! —gritó Charlie—. ¡Pare!

      La presión cesó tan bruscamente como había empezado.

      —¡Sammy! —El aliento de Charlie era un chorro caliente, aterrorizado. Palpó la cara de Sam con las manos—. ¿Sam? Mírame. ¿Puedes ver? ¡Mírame, por favor!

      Con mucho cuidado, Sam trató de abrir los párpados. Los tenía desgarrados, casi hechos trizas. Tuvo la sensación de estar mirando a través de un jirón de encaje roto.

      —¿Qué cojones es esto? —dijo Zach.

      El martillo. Se le había caído de los pantalones.

      Zach lo recogió del suelo. Examinó el mango de madera y lanzó una mirada venenosa a Charlie.

      —¿Te imaginas lo que puedo hacer con esto?

      —¡Ya está bien! —El de las zapatillas de bota cogió el martillo y lo lanzó pasillo adelante. Oyeron el roce de la cabeza metálica al resbalar por el suelo de madera.

      —Solo me estoy divirtiendo un poco, hermano —dijo Zach.

      —Levantaos las dos —ordenó su compañero—. Acabemos con esto de una vez.

      Charlie no se movió. Sam pestañeó, tratando de quitarse la sangre de los ojos. Apenas podía moverse. La luz del techo le quemaba los ojos como aceite caliente.

      —Ayúdala a levantarse —le dijo el de las zapatillas a Zach—. Me lo has prometido, tío. No empeores más las cosas.

      Zach tiró tan fuerte del brazo de Sam que estuvo a punto de desencajárselo. Ella se levantó con esfuerzo y se apoyó contra la mesa. Zach la empujó hacia la puerta. Sam chocó con una silla. Charlie la agarró de la mano.

      El otro abrió la puerta.

      —Vamos.

      No tuvieron más remedio que ponerse en marcha. Charlie salió primero y avanzó de lado, arrastrando los pies, para ayudar a su hermana a bajar los escalones. Al alejarse de la luz de la cocina, el latido doloroso que sentía en los ojos disminuyó en intensidad. No hizo falta que se habituara a la oscuridad. Las sombras iban y venían ante sus ojos.

      A esa hora deberían estar en la pista de atletismo. Le habían pedido a Gamma que les permitiera saltarse el entrenamiento por primera vez en su vida y ahora su madre estaba muerta y a ellas las estaba sacando de casa a punta de pistola un hombre que había ido allí con intención de saldar sus deudas a tiros.

      —¿Puedes ver? —preguntó Charlie—. Sam, ¿puedes ver?

      —Sí —mintió ella.

      Su vista centelleaba como la bola de una discoteca, solo que, en lugar de fogonazos de luz, veía destellos de gris y negro.

      —Por aquí —dijo el de las zapatillas de bota, conduciéndolas no hacia la destartalada camioneta estacionada en el camino, sino hacia el sembrado de detrás de la casa. Repollos. Sorgo. Sandías. Era lo que cultivaba el granjero. Había encontrado el libro de cuentas en el que llevaba el registro de sus cosechas en un armario de arriba, por lo demás vacío. Sus ciento veinte hectáreas de terreno habían sido arrendadas a la explotación de al lado, una finca de cuatrocientas hectáreas sembrada a principios de primavera.

      Sam sintió la tierra recién removida bajo los pies descalzos. Se apoyó en Charlie, que la agarraba con fuerza de la mano. Con la otra mano, tentó el aire a ciegas, temiendo irracionalmente tropezarse con algo en el campo despejado. Cada paso que se alejaba de la casa, de la luz, añadía una capa más de oscuridad a su vista. Charlie era un cúmulo gris. El de las zapatillas azules era alto y delgado como un lápiz de grafito. Zach Culpepper era un cuadrángulo de odio, negro y amenazador.

      —¿Adónde vamos? —preguntó Charlie.

      Sam sintió que la escopeta se clavaba en su espalda.

      —Seguid andando —ordenó Zach.

      —No lo entiendo —dijo Charlie—. ¿Por qué hacen esto?

      Se dirigía al de las zapatillas. Al igual que Sam, intuía que el más joven de los dos era también el más débil y el que, pese a todo, parecía estar al mando.

      —¿Qué le hemos hecho nosotras, señor? —insistió su hermana—. Solo somos unas niñas. No nos merecemos esto.

      —Cállate —le advirtió Zach—. Callaos las dos de una puta vez.

      Sam apretó aún más fuerte la mano de su hermana. Estaba ya casi completamente ciega. Iba a quedarse ciega para siempre, aunque ese para siempre fuera en realidad muy corto. Al menos, en su caso. Aflojó la mano con que se agarraba a la de Charlie. Rogó para sus adentros que su hermana estuviera atenta a su entorno, que permaneciera alerta, esperando la ocasión de escapar.

      Gamma le había enseñado un mapa topográfico de la zona dos días antes, el día que se instalaron en la granja. Intentando convencerlas de lo maravillosa que era la vida campestre, les indicó todas las zonas que podían explorar. Sam repasó mentalmente los accidentes del terreno buscando una vía de escape. La finca vecina era una llanura despejada que se extendía hasta más allá del horizonte; con toda probabilidad, Charlie acabaría con un balazo en la espalda si corría en esa dirección. El lindero derecho de la finca estaba bordeado de árboles, un denso bosque que, según les advirtió Gamma, estaba probablemente repleto de garrapatas. Al otro lado del bosque había un arroyo seco que, pasado un trecho, desaparecía en un túnel que pasaba serpenteando bajo la torreta de una estación meteorológica e iba a dar a una carretera asfaltada pero que apenas tenía uso. A menos de un kilómetro por el norte había un establo abandonado. Y, a unos tres kilómetros al este, otra granja. Una charca pantanosa. Allí habría ranas. A este lado, mariposas. Si tenían paciencia, quizá vieran ciervos en los sembrados. Pero debían mantenerse alejadas de la carretera. Hojas de tres, huye a todo correr. Hojas de cinco, quédate y pega un brinco.[2]

      «Huye, por favor», le suplicó en silencio a su hermana. «Por favor, no mires atrás para asegurarte de que te sigo».

      —¿Qué es eso? —preguntó Zach.

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