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visto a esa niña muerta? —preguntó el policía, señalando pasillo abajo—. ¿Has visto cómo le ha volado el cuello?

      —¿Tú qué crees? —preguntó ella, con las manos llenas de sangre de la pequeña.

      —Creo que te importa más una puta asesina que dos víctimas inocentes.

      —Ya basta. —Greg trató de quitarle el teléfono—. Apaga eso.

      Charlie se apartó para seguir grabando.

      —Metednos a las dos en el coche —dijo—. Llevadnos a jefatura y…

      —Dame eso. —Greg trató de nuevo de arrebatarle el teléfono.

      Charlie intentó esquivarle, pero él se le adelantó. Le arrancó el teléfono de la mano y lo arrojó al suelo.

      Charlie se agachó para recogerlo.

      —Déjalo —ordenó el policía.

      Ella siguió estirando el brazo.

      Sin previo aviso, Greg le asestó un codazo en el puente de la nariz. La cabeza de Charlie golpeó contra la taquilla. Sintió un dolor tan intenso como si una bomba le hubiera estallado dentro de la cara. Abrió la boca. Tosió sangre.

      Nadie se movió.

      Nadie dijo nada.

      Charlie se llevó las manos a la cara. La sangre le brotaba de la nariz como de un grifo. Estaba atónita. El propio Greg parecía estupefacto. Levantó las manos como si quisiera indicar que no lo había hecho a propósito. Pero el daño ya estaba hecho. Ella se tambaleó. Tropezó. Greg estiró el brazo para sujetarla. Pero no lo consiguió.

      Lo último que vio Charlie antes de caer al suelo fue el techo girando sobre su cabeza.

      3

      Estaba sentada en el suelo de la sala de interrogatorio, con la espalda encajada en el rincón. Ignoraba cuánto tiempo llevaba en comisaría. Una hora, por lo menos. Seguía estando esposada. Seguía teniendo la nariz taponada con papel higiénico. Le habían dado puntos en la parte de atrás del cuero cabelludo. Le dolía la cabeza. Veía borroso. Tenía el estómago revuelto. La habían fotografiado. Le habían tomado las huellas. Seguía llevando la misma ropa. Sus vaqueros estaban llenos de salpicaduras rojas, igual que la camiseta de los Blue Devils. Seguía teniendo una costra de sangre seca en las manos, porque del sucio grifo del aseo que le habían permitido usar solo salía un hilillo de agua fría y parduzca.

      Veintiocho años antes, les había suplicado a las enfermeras del hospital que le permitieran darse un baño. Tenía la sangre de Gamma pegada a la piel. Todo le parecía pegajoso. No se sumergía por completo en agua desde el incendio de la casa de ladrillo rojo, y había querido sentir el calor del baño envolviéndola, ver cómo se alejaban flotando la sangre y los fragmentos de hueso, como una pesadilla que perdiera nitidez en el recuerdo.

      Pero nada se disipaba por completo. El tiempo solo conseguía embotar el filo cortante del dolor.

      Charlie exhaló lentamente. Apoyó la cabeza contra la pared, de lado. Cerró los ojos. Vio a la niña muerta en el pasillo, vio cómo había perdido su color, como el invierno, cómo había resbalado su mano de la suya, igual que la de Gamma.

      Estaría aún en el frío pasillo del colegio. Al menos estaría su cadáver, junto con el del señor Pinkman. Ambos muertos. Ambos, sometidos a una última injusticia. Quedarían expuestos, impotentes, desvalidos, mientras la gente trajinaba a su alrededor. Era el procedimiento en los casos de homicidio. Nadie movía nada, ni siquiera el cadáver de una niña o de un entrenador muy querido, hasta que cada palmo de la escena del crimen había sido debidamente fotografiado, medido, catalogado e investigado.

      Charlie abrió los ojos.

      El terreno que pisaba le resultaba tan tristemente familiar: las imágenes que no podía sacarse de la cabeza, los lugares siniestros que su mente recorría una y otra vez, como las ruedas de un coche desgastándose por un camino de grava.

      Respiraba por la boca. Sentía un dolor pulsátil en la nariz. El paramédico le había dicho que no la tenía rota, pero Charlie no se fiaba de ninguno de ellos. Mientras le daban los puntos de sutura, los policías conspiraban para encubrirse unos a otros, planeando lo que dirían. Se habían puesto de acuerdo para declarar que ella se había mostrado hostil, que se había golpeado sin querer con el codo de Greg, que su teléfono se había roto cuando lo pisó accidentalmente.

      El teléfono de Huck.

      El señor Huckleberry había insistido reiteradamente en que tanto el teléfono como lo que contenía le pertenecían. Incluso les había mostrado la pantalla para que vieran cómo borraba el vídeo.

      Mientras todo aquello sucedía, a Charlie le dolía tanto la cabeza que no había podido moverla. Ahora, en cambio, la sacudió en un gesto de negación. Le habían pegado un tiro a Huck sin que mediara provocación alguna, y él iba a encubrirlos. Había visto aquellos comportamientos en casi todas las fuerzas policiales con las que había tenido que tratar.

      Al margen de lo que hubiera ocurrido, aquellos tipos siempre se tapaban entre sí.

      Se abrió la puerta y entró Jonah. Llevaba dos sillas plegables, una en cada mano. Le guiñó un ojo porque, ahora que la tenía a su merced, le caía mejor. En el instituto era igual de sádico. El uniforme policial solo había sistematizado su sadismo.

      —Quiero ver a mi padre —dijo Charlie, repitiendo lo que decía cada vez que alguien entraba en la sala.

      Jonah le dedicó otro guiño mientras abría las sillas a ambos lados de la mesa.

      —Tengo derecho a un abogado.

      —Acabo de hablar con él por teléfono. —No fue Jonah quien respondió, sino Ben Bernard, un ayudante del fiscal del distrito asignado al condado. Apenas la miró al depositar una carpeta sobre la mesa y sentarse—. Quítele las esposas.

      —¿Quiere que la sujete a la mesa? —preguntó Jonah.

      Ben se alisó la corbata. Miró al agente de policía.

      —He dicho que le quite esas putas esposas a mi mujer ahora mismo.

      Había levantado la voz al decirlo, pero no había gritado. Nunca gritaba. Al menos, en los dieciocho años que hacía que Charlie le conocía.

      Jonah jugueteó con sus llaves para dejar claro que lo haría a su ritmo, tomándose todo el tiempo que quisiera. Abrió bruscamente las esposas y se las quitó sin contemplaciones, pero le salió mal la jugada porque Charlie tenía los brazos tan entumecidos que no notó nada.

      El policía cerró de un portazo al salir.

      Charlie escuchó el eco del portazo al rebotar en las paredes de cemento. Siguió sentada en el suelo. Esperó a que Ben hiciera una broma, como que nadie se mete con su chica, pero Ben tenía dos cadáveres en el centro de enseñanza media, a una asesina adolescente detenida y a su esposa sentada en un rincón, cubierta de sangre, de modo que Charlie solo pudo hallar consuelo en su forma de levantar la barbilla para indicarle que se sentara en la silla, enfrente de él.

      —¿Kelly está bien? —preguntó.

      —Está vigilada para impedir un posible suicidio. Dos agentes, mujeres las dos, veinticuatro horas al día.

      —Tiene dieciséis años —dijo Charlie, aunque ambos sabían que Kelly Wilson sería procesada como adulta. Su única salvación (literalmente) era que a los menores ya no se les sentenciaba a la pena capital—. Si ha pedido ver a sus padres, puede considerarse el equivalente a pedir un abogado.

      —Eso depende del juez.

      —Ya sabes que mi padre pedirá el traslado del sumario a otro juzgado. —Charlie sabía que su padre era el único abogado de la localidad que querría hacerse cargo del caso.

      Las luces del techo destellaron en las gafas de Ben

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