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un papel blanco había pequeñas manos silueteadas y, recortado en letras de color morado, se leía SR. HUCKLEBERRY.

      —¿Huckleberry? —preguntó Charlie.

      —En realidad es Huckabee. —Le tendió la mano—. Huck.

      Charlie se la estrechó, y se dio cuenta demasiado tarde de que en realidad le estaba pidiendo el teléfono.

      —Perdón. —Le dio el móvil.

      Él le dedicó una sonrisa ladeada que probablemente había desencadenado por sí sola la pubertad de más de una niña.

      —El tuyo lo tengo aquí dentro.

      Charlie le siguió al interior del aula. Las paredes estaban adornadas con mapas, lo que era lógico, dado que, al parecer, era profesor de Historia. Eso parecía deducirse, al menos, del cartel que decía AL SR. HUCKLEBERRY LE ENCANTA LA HISTORIA UNIVERSAL.

      —Puede que anoche estuviera un poco aturdida, pero creía que habías dicho que eras marine.

      —Ya no, pero suena más sexy que decir que eres profesor de secundaria. —Se rio, avergonzado—. Me enrolé a los diecisiete años y dejé el cuerpo hace seis. —Se apoyó contra su mesa—. Buscaba una forma de seguir en guerra, así que pedí una beca, hice un máster y aquí estoy.

      —Apuesto a que recibes un montón de tarjetas manchadas de lágrimas el día de San Valentín.

      Ella no habría faltado a clase de Historia ni un solo día si su profesor se hubiera parecido al señor Huckleberry.

      —¿Tienes hijos? —preguntó.

      —No, que yo sepa. —Charlie no le devolvió la pregunta. Daba por sentado que un hombre con hijo no tendría a su perro como fondo de pantalla—. ¿Estás casado?

      Negó con la cabeza.

      —El matrimonio no me llama.

      —A mí me llamó en su momento. Llevamos nueve meses oficialmente separados —explicó.

      —¿Le engañaste?

      —Seguramente pensarás que sí, pero no. —Charlie pasó los dedos por los libros del estante que había junto a la mesa. Homero. Eurípides. Voltaire. Brontë—. No pareces el típico fan de Cumbres borrascosas.

      Él sonrió.

      —No nos dio mucho tiempo a hablar en la camioneta.

      Charlie hizo amago de corresponder a su sonrisa, pero la mala conciencia se lo impidió. En ciertos aspectos, aquella charla desenfadada y seductora le parecía más transgresora que el propio acto sexual. Era con su marido con quien mantenía conversaciones como aquella. Era a su marido a quien le hacía preguntas absurdas.

      Y la noche anterior, por primera vez desde que estaba casada, había engañado a su marido.

      Huck pareció percibir su cambio de humor.

      —Evidentemente, no es asunto mío, pero está loco si te dejó marchar.

      —Doy mucho trabajo. —Charlie observó los mapas. Había chinchetas azules en casi toda Europa y gran parte de Oriente Medio—. ¿Has estado en todos estos sitios?

      Él asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

      —Marines… —prosiguió ella—. ¿Eras de los Navy Seals?

      —Los marines pueden ser Navy Seals, pero no todos los Navy Seals son marines.

      Charlie estuvo a punto de decirle que no había contestado a su pregunta, pero él se le adelantó.

      —Tu teléfono empezó a sonar a las tantas de la madrugada.

      Le dio un vuelco el corazón.

      —¿No contestaste?

      —No, es mucho más divertido intentar deducir cosas sobre tu vida a partir de tu identificador de llamadas. —Huck se sentó en la mesa—. B2 llamó en torno a las cinco de la mañana. Deduzco que es tu contacto en la tienda de vitaminas.

      A ella le dio otro vuelco el corazón.

      —Es Riboflavina, mi monitora de spinning.

      Él entornó los párpados, pero no insistió.

      —La siguiente llamada llegó alrededor de las cinco y cuarto. Un tal «Papá». Deduzco por el acento final que se trata de tu padre.

      Ella asintió.

      —¿Alguna otra pista?

      Huck fingió acariciarse una larga barba.

      —A eso de las cinco y media recibiste una serie de llamadas de la penitenciaría del condado. Seis, como mínimo, con un plazo de unos cinco minutos entre llamada y llamada.

      —Me has pillado, Sherlock Holmes. —Charlie levantó las manos en señal de rendición—. Soy traficante de drogas. Y este fin de semana han pillado a varias de mis mulas.

      Él se rio.

      —Casi estoy tentado de creerte.

      —Soy abogada defensora —reconoció ella—. La gente suele simpatizar más con los traficantes de drogas.

      Huck dejó de reírse. Volvió a entornar los párpados, pero su buen humor se disipó de repente.

      —¿Cómo te llamas?

      —Charlie Quinn.

      Habría jurado que él daba un respingo.

      —¿Algún problema? —preguntó.

      Él cerró la mandíbula con tanta fuerza que se le marcaron los huesos.

      —Ese no es el nombre que figura en tu tarjeta de crédito.

      Charlie se quedó callada un momento, sorprendida por aquel comentario.

      —Ese es mi apellido de casada. ¿Por qué has mirado mi tarjeta de crédito?

      —No la he mirado. La vi de pasada cuando la pusiste encima de la barra del bar. —Se levantó de la mesa—. Debería prepararme, tengo clase.

      —¿He dicho algo malo? —preguntó ella, tratando de bromear. Evidentemente, era algo que había dicho—. Mira, todo el mundo odia a los abogados hasta que necesita uno.

      —Yo me he criado en Pikeville.

      —Lo dices como si eso lo explicara todo.

      Huck abrió y cerró los cajones de la mesa.

      —Está a punto de empezar la clase. Tengo que preparar mis cosas.

      Charlie cruzó los brazos. No era la primera vez que tenía conversaciones parecidas con vecinos de Pikeville.

      —Hay dos motivos que pueden explicar tu comportamiento.

      Él abrió y cerró otro cajón sin hacerle caso.

      Charlie fue contando con los dedos:

      —Una de dos: o bien odias a mi padre, lo cual es normal, dado que mucha gente le odia, o bien… —Levantó el dedo para indicar la excusa más probable, la que le había colgado una diana en la espalda hacía veintiocho años, cuando regresó al colegio; la razón por la que los simpatizantes del extenso clan de los Culpepper todavía la miraban mal por la calle—. Crees que soy una zorrita mimada que ayudó a inculpar a Zachariah Culpepper y a su inocente hermanito para que mi padre se apoderara de su birriosa póliza de seguros y su caravana de mierda. Cosa que no hizo, por cierto. Eso por no hablar de que yo podría haber reconocido a esos dos cabrones hasta con los ojos cerrados.

      Huck empezó a sacudir la cabeza antes de que terminara de hablar.

      —Ninguna de esas cosas.

      —¿En serio?

      Le había tomado por un partidario de los Culpepper cuando le había dicho que se había criado en Pikeville.

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