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su padre, un demócrata es un republicano que ha pasado por el sistema penal.

      —Mira —le dijo—, quiero mucho a mi padre, pero no me dedico a lo mismo que él. La mitad de los casos que atiendo son casos de menores, y la otra mitad casos de tráfico de estupefacientes. Trabajo con personas idiotas que cometen idioteces y que necesitan un abogado para que el fiscal no les cobre de más. —Se encogió de hombros, extendiendo las manos—. Lo único que hago es nivelar la balanza.

      Huck le lanzó una mirada fulminante. Su enfado inicial se había convertido en furia en un abrir y cerrar de ojos.

      —Quiero que salgas de mi aula. Inmediatamente.

      Charlie dio un paso atrás, sorprendida por la dureza de su tono. Por primera vez pensó que nadie sabía que estaba allí y que el señor Huckleberry seguramente podía romperle el cuello con una sola mano.

      —Muy bien. —Cogió su móvil, que él había dejado sobre la mesa, y se dirigió a la puerta. Pero, mientras se decía a sí misma que debía cerrar el pico y largarse, dio media vuelta—. ¿Se puede saber qué te ha hecho mi padre?

      Él no respondió. Estaba sentado a la mesa, con la cabeza inclinada sobre un fajo de papeles y un bolígrafo rojo en la mano.

      Charlie esperó.

      Huck tamborileó con el boli en la mesa, impaciente. Ella estaba a punto de decirle dónde podía meterse el bolígrafo cuando oyó el eco de una detonación en el pasillo.

      Siguieron tres estallidos más en rápida sucesión.

      No era el petardeo de un coche.

      Y tampoco eran fuegos artificiales.

      Alguien que ha oído de cerca el estruendo que produce una escopeta al matar a una persona nunca confunde un disparo con otra cosa.

      Huck la tiró al suelo, empujándola detrás de una cajonera, y protegió su cuerpo con el suyo.

      Dijo algo. Charlie vio moverse su boca, pero solo consiguió oír el estrépito de los disparos dentro de su cabeza. Cuatro detonaciones; cada una de ellas, un eco aterrado del pasado. Al igual que entonces, se le quedó la boca seca. Al igual que entonces, se le paró el corazón. Se le cerró la garganta. Su campo de visión se estrechó formando un túnel. De pronto todo le parecía pequeño, reducido a un punto insignificante.

      Volvió a oír la voz de Huck.

      —Ha habido un tiroteo en el colegio de enseñanza media —susurraba con calma, hablando para su teléfono móvil—. El tirador parece estar cerca del despacho del…

      Otro estruendo.

      Otro disparo.

      Y luego otro.

      Después, sonó el timbre de entrada.

      —Dios mío —dijo Huck—. Hay como mínimo cincuenta chicos en la cafetería. Tengo que…

      Un grito espeluznante interrumpió sus palabras.

      —¡Socorro! —gritó una mujer—. ¡Ayúdennos, por favor!

      Charlie pestañeó.

      El pecho de Gamma saltando en pedazos.

      Pestañeó otra vez.

      La sangre brotando de la cabeza de Sam.

      «¡Corre, Charlie!».

      Salió del aula antes de que Huck pudiera detenerla. Sus piernas se movían como pistones. Su corazón latía con violencia. Sus deportivas se agarraban al suelo encerado, y sin embargo tenía la sensación de que la tierra rozaba sus pies descalzos, de que las ramas de los árboles fustigaban su cara, de que el miedo se le enroscaba en el pecho como un rollo de alambre de espino.

      —¡Socorro! —gritó de nuevo la mujer—. ¡Por favor!

      Huck la alcanzó cuando dobló la esquina. Charlie solo vio una figura indistinta que corría a su lado cuando su visión volvió a estrecharse, enfocando a las tres personas que había al fondo del pasillo.

      Los pies de un hombre apuntaban al techo.

      Detrás de él, a su derecha, se veían otros pies, más pequeños, separados sobre el suelo.

      Zapatos rosas. Con estrellas blancas en las suelas. Y luces que se encendían al caminar.

      Arrodillada junto a la niña, una mujer mayor se mecía adelante y atrás, gimiendo.

      Charlie también sintió el impulso de gemir.

      La sangre había salpicado las sillas de plástico que había frente a la oficina, había manchado las paredes y el techo, se había extendido por el suelo.

      Aquella carnicería le resultaba tan familiar que una especie de embotamiento se apoderó de sus miembros. Aflojó el paso hasta dejar de correr y siguió caminando enérgicamente. No era la primera vez que veía aquello. Sabía que más tarde puedes meterlo todo en un estuchito bien cerrado; que puedes seguir con tu vida a condición de no dormir demasiado, no respirar más de lo preciso, no vivir en exceso para que la muerte no vuelva a buscarte de una vez por todas.

      En algún lugar se abrieron de golpe unas puertas. Se oyó el retumbar de unas pisadas por los pasillos. Voces. Chillidos. Llantos. Alguien gritaba, pero Charlie no entendía las palabras. Estaba sumergida. Su cuerpo se movía despacio, sus piernas y brazos flotaban, pugnando contra una gravedad excesiva. Su cerebro catalogaba en silencio todo aquello que su conciencia se negaba a ver.

      El señor Pinkman estaba tendido boca arriba. Tenía la corbata azul echada sobre el hombro. La sangre se había extendido desde el centro de su camisa blanca. Tenía abierta la cabeza por el lado izquierdo y la piel colgaba como jirones de papel alrededor del cráneo blanco. Había un profundo agujero negro donde debía estar su ojo derecho.

      La señora Pinkman no estaba junto a su marido. Era la mujer que gritaba. La mujer que había dejado de gritar bruscamente. Acunaba la cabeza de la niña en su regazo al tiempo que oprimía contra su cuello una sudadera de color azul pastel. La bala había desgarrado algún órgano vital. Las manos de la señora Pinkman estaban teñidas de rojo. La sangre había convertido el diamante de su alianza en el hueso de una cereza.

      A Charlie le fallaron las piernas.

      De pronto se halló en el suelo, junto a la niña.

      Se estaba viendo a sí misma tendida en el suelo del bosque.

      ¿Doce? ¿Trece años?

      Las piernecillas delgadas. El cabello corto y negro, como el de Gamma. Las pestañas largas, como las de Sam.

      —Ayuda —musitó la señora Pinkman con voz ronca—. Por favor.

      Charlie estiró los brazos sin saber qué tocar. La niña movió los ojos y luego, de pronto, los fijó en ella.

      —No pasa nada —le dijo Charlie—. Vas a ponerte bien.

      —Antecede a este cordero, oh, Señor —rezó la señora Pinkman—. No te apartes de ella. Date prisa en socorrerla.

      «No vas a morirte», pensó Charlie frenéticamente. «No vas a rendirte. Acabarás el instituto. Irás a la universidad. Te casarás. No dejarás un desgarro en tu familia, donde antes estaba tu amor».

      —Apresúrate a guiarme, oh, Señor, mi salvación.

      —Mírame —le dijo Charlie a la niña—. Vas a ponerte bien.

      Pero la niña no iba a ponerse bien.

      Sus párpados aletearon. Sus labios azulados se abrieron. Dientes pequeños. Encías blancas. La puntita rosa de su lengua.

      Poco a poco, el color comenzó a abandonar su semblante. Charlie se acordó de cómo descendía el invierno sobre la montaña; de cómo las hojas rojas, naranjas y amarillas se volvían de color ámbar y después pardo, y de cómo empezaban a caer, de modo que, cuando los gélidos dedos del frío alcanzaban las colinas de las afueras de la ciudad,

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