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su trasfondo futuro, desde los lugares del tiempo a que su flecha de acontecimiento le hubiese conducido, haciendo que esa carga añadida y virtual de una sucesión interminable de posteridades posibles que ya nunca serán –pero tal vez habrían querido estar–, haga en cierto modo presencia.

      Esa presencia –que ya no se refiere al tiempo, en su sentido más riguroso de punta en permanente desplazamiento del filo del instante– por la que la imagen se carga de fantasma –acaso el fantasma antecesor de todos esos «tiempos otros» que no han llegado a caer en el mundo de su escena– estalla en pura espacialidad, como si el flujo virtual de un innúmero de posibilidades secuenciales se desbordara todo ante nuestros ojos en lo único que, una vez sujeto y congelado el tiempo, puede expandirse –el espacio, claro está.

      Allí, crece hacia nuestros ojos, para teatralizar el misterio de ese tiempo que, ya, no transcurre. Y esa teatralización se dimensiona toda in situ, cargando lo simbólico de la fuerza de instaurar como colectivas estructuras abstractas de experiencia del espacio que se constituyen así para todos nosotros en las efectivas condiciones de posibilidad de nuestra percepción. Allí, una distribución de topologías nos instruye en comprender las coordenadas básicas, las leyes de lectura, toda la ecología de una relación de lo interior perceptivo –y la fuerza de inmersividad que tenga la imagen para atraernos a su fondo dice su potencia– con lo exterior percibido, como conos inversos que tienen en la imagen su membrana de ósmosis. En ello se nos abre a una comprensión de la forma misma del espacio exterior –tal como en adelante, pero por siempre ya, seremos capaces de percibirla– como eco pantografiado de nuestra capacidad interna de distribuir sus formas en algoritmos topológicos. Allí el pensamiento se hace visión intensiva de esas ecuaciones intuitivas, encuadrado todo lo visible en marcos genéricos –epistémicos, podríamos decir– que nos posibilitan su inteligencia: que nos posibilitan relacionarnos con el espacio como algo comprensible, en última instancia.

      Y claro es que esta teatralización intensiva, interiorizadora, fuerza la ceremonialización del todo afuera en que ella ocurre, en que tiene lugar –como si para darle ocasión de suceder fuera del tiempo, pero recargándose virtualmente del acontecimiento que de todos los tiempos posibles se ha extraído, necesitara desde luego ritualizar el lugar, otorgarle a éste un estatus propio, separado del registro ordinario. Así, la propia carga de potencia simbólica de las imágenes no es ajena ni separable de la propia ceremonialización del lugar en que ellas se dan, como alejadas del ritmo y el escenario del día a día, del propio orden cotidiano de la ciudad. Esa ceremonialización, en lo que tiene de exigencia de lugar, se añade a la propia cristalización de la imagen en objeto, para situar siempre nuestra relación bajo una lógica de espacialidad que condiciona además la forma en que su contemplación, su visionado, es posible.

      Templo o museo se llaman los lugares en que tiene lugar ese apartamiento ritual que sirve a la espacialización de la energía simbólica que insufla de tiempo raptado –y, con su rescate, de sentido antropológico– a las imágenes�

      Sin ellos, las imágenes –las producidas en este régimen técnico particular, al menos– nunca habrían sido lo que son, lo que las creemos ser.

      Comercios de la imagen

      Ahora que han venido a habitar el mundo, su sistema de los objetos, ahora que ya no circulan leves como apenas debieran –en tanto que rebotes de mera luz, o en tanto que puros movimientos de la fantasía–, las imágenes entran en el juego de los intercambios lucrados, atrapadas en la regla de la mercancía. Incrustadas en objeto –en tanto que imágenes producidas–, ellas sucumbirán a la mercantización que se apropia del mundo, incapaces de resistirle el paso –al contrario, con el tiempo llegarán a convertirse en sus tal vez mejores cómplices.

      Pero la forma en que ingresan en esa economía de los objetos no es sencilla, no es simple. Ellas no son objetos cualesquiera del mundo y hacen valer su singularidad tensando el régimen de las economías ordinarias –acaso para dejar ver en grotesco espejo, una vez convertidas ellas mismas en mercancía absoluta, lo más espurio de esa lógica–. Sometidas a ella, su circulación en tanto que objetos sigue la norma del intercambio oneroso: hay una dación recíproca entre sujetos –el uno entrega un bien, el otro el valor económico que le equivale según mercado– que implica cambio de propiedad para el objeto. Éste –y hay algo que repugna esta lógica si la decimos de las imágenes– deja de ser la «propiedad» de un primer sujeto para devenirlo del segundo. Para entonces, las imágenes han entradode lleno en los reglamentos de las economías de comercio, de mercado, que ordenan las transacciones ordinarias de los objetos cualsea, de los bienes de producto.

      Para ellas allí rige entonces la ley de la oferta y la demanda que las hace extremadamente valiosas. En tanto que objetos singularísimos, y portadores del máximo de fuerza de individuación, tienden a acumular el máximo de valor de intercambio imaginable, convirtiéndose en epítomes del sentido mismo de las economías de escasez. Coronándolas, estas imágenes producidas de una en una y atrayendo escenificaciones siempre par-

       ticulares –concentradoras de toda la tensión de temporalidad que querría recorrerlas en un tiempo también singularísimo– acaban por encarnar el valor máximo que se otorga a aquello que sólo existe en el mundo una vez, como absoluto único.

      Esto sitúa de lleno a las imágenes y su comercio en el registro de los bienes escasos, determinando que el horizonte de su consumo propietario se realice siempre bajo la forma propia del lujo, del gasto suntuario –y siempre en el marco de escenarios de opulencia. En ellos, el peso de su valor social se incrementa exponencialmente por la acumulación de capital simbólico que se concentra sobre ellas: tanto más valen cuanto que 1) son más escasas y más retratan singularidades extremas; y 2) el valor de ellas, aun restringido a la propiedad de un sujeto único, no puede decirse únicamente en privado, extendiéndose, en cambio, a una socialidad que identifica en el imaginario administrado por ellas un horizonte de reconocimiento colectivo, una predicación válida de los muchos hacia el singular. Para que esa economía propietaria y del lujo suntuario funcione, necesita entonces, y en efecto, del suplemento de una economía de recorrido público, la inductora de su capacidad de generación de riqueza, en última instancia.

      Así que la de las imágenes producidas, en su encarnación cumplida en tanto que objetos-mercancía, e incluso en esta fase más primitiva de su desarrollo que hasta ahora se articula en un escenario de economías de comercio, se mueve siempre y necesariamente en lo que podríamos designar como una economía mixta, que requiere proyectar sus movimientos a la vez y doblemente en los escenarios de la propiedad privada y el sector público. Aunque sólo sea para asegurar esa potencia del valor simbólico, el recorrido por la esfera pública –en que se negocia el advenir colectivo de los imaginarios– es una necesidad casi ineludible –para el convertirse de la imagen en índice de patrimonio social, antropológico, en fuerza de capital simbólico.

      De tal modo que la retórica bienpensante que quisiera bendecir inocentemente este paso por lo público como único y verdadero momento logrado del arte –postulándolo sustraído a la lógica de la mercancía y cumplimentador del carácter comunitario del puro valor simbólico de las imágenes, de las formaciones de imaginario para ser más preciso–, no debería engañarnos en este punto. No sólo su complicidad es esencial –y absoluta– con el establecimiento y desarrollo de la forma de una economía de lo suntuario alrededor de la obra consagrada como mercancía –cuando el museo se desmarca de la feria, habría que aguzar la sonrisa–, sino que, además, culmina la dinámica de posicionamiento del poder alrededor del estatuto presuntamente alejado –alejamiento interesadamente falseado– entre arte y economía de mercado.

      ¿Lo evidente, a partir de todo ello? Que el supuesto apartamiento del artista del escenario del trabajo productivo –y su actividad de la propia del de la economía– no se realiza sino al servicio de los intereses de poder de la instancia que ya, en cada momento, lo tiene, que ya, y en cada momento, es en efecto dominante –así la Iglesia, las cortes, las aristocracias, la burguesía en su ascenso, la propia instancia devaluada de lo político en su competencia por la expropiación mediática de los restos de una cada día más arrasada esfera ciudadana de lo público–. Eso, y que sin esa aquiescencia servil –que el trabajo del arte presta al poder para instrumentar

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