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mejor, para ser más fiel registro del acontecimiento, para dar vida a un conocimiento mejor constituido sobre él. Pero no nos engañemos: estaba decidido en su misma forma técnica –en ese su torpe estar fabricada mediante esa premiosa «inscritura» en materia que la decidía inmóvil, estatizada, para siempre tediosamente idéntica a sí misma– que ella hubiera de consagrarse a religar la repetición invariada de lo mismo. Que de ello extrajera toda su potencia simbólica era tan inevitable –pues carecía de cualidades otras– como que ésta se desplegara enteramente como fuerza de memoria. Con la forma, en efecto, de las memorias de archivo, de guarda y recuperación, de consigna y reposición, patrimonializadoras. Para extraer de ello el poder de atraer cada pasado a su futuro, con la fuerza de hacernos creer que el destino y la tierra nos pertenecen, como humanidad, por herencia (por coronación de tradiciones sedimentadas). Mucho tiempo habría de pasar –y necesitaríamos antes la aparición de otras formas de memoria, invertidas acaso– para que empezáramos a comprender que, lejos de pertenecernos por herencia de nuestros antepasados, en realidad –esa tierra y ese destino– no son otra cosa que un depósito en préstamo que nos obliga, sobre todo, hacia nuestros descendientes�

      Unicidad: el objeto singularísimo

      También el segundo rasgo técnico que resultará igualmente decisivo para la adquisición de potencial simbólico por las imágenes, puede ser contemplado como resultado de la precariedad con que ellas, en esta su primera forma técnica, podían ser fabricadas. Resultado de un trabajo enormemente esforzado y difícil, ellas no llegaban al mundo como el resto de los objetos –en series, como miembros de una especie, de clan alguno–. Para las imágenes, cada una de ellas definía su propia serie, ejemplares únicos. Impares absolutos, ellas han sido para nosotros durante mucho tiempo lo extremadamente singular, lo más exclusivo pensable, aquello de lo que en el universo sólo habría «uno», ellas y acaso el momento-acontecimiento por ellas retenido.

      Cierto que las imágenes que estaban ya ahí, dadas como cosas del mundo –las imágenes de cosas, reflejos en luz rebotando en las superficies de todo–, se nos aparecían como objetos abundantes, de captura fácil –para nuestra sensibilidad–, y entregadas en un caudal generoso. Pero toda la facilidad de su existencia desbordante como tales imágenes dadas –como algo que está ahí, por todas partes, regalado al ojo– se convierte en gravosa dificultad cuando lo que se quiere es producirlas. El paso del ojo a la mano, y de la mano a esa fábrica ardua y empeñada que las incrusta en materia, poniéndolas de nuevo en el mundo y de nuevo entregadas en dación al ojo –pero ahora ya como imágenes-producidas, como imágenes artificiales, fabricadas por humanos y cargadas entonces de significado antropológico–, es, era entonces, un paso extremadamente lento y premioso, que redunda en una producción muy limitada, artesanal y casi imposible –entonces– de mecanizar.

      En el espacio de lo material construido, ya sistema de los objetos, ellas –las imágenes– son así el fruto de un trabajo manual y extremadamente laborioso que cae de lleno en el horizonte de la tecné –aquí y aún no se cifra diferencia entre arte y técnica–. A ese espacio llegan entonces, y, en efecto, de una en una, distinguiéndose en ello de todo el resto de los objetos por esa condición singularísima, única, como justamente lo irrepetible, lo particular absoluto.

      Aquí la lógica que –como imágenes– las entregaba a una experiencia sensitiva presidida por la condición de lo –como objeto de contemplación– infinitamente repetible (nada soporta mejor que las imágenes estáticas la reiteración de una mirada que pareciera no agotarse en ver lo bien poco que ellas tienen para mostrar: siempre un lo mismo que no difiere ni en cuanto al tiempo ni en cuanto a la información representada), se distrae y explica porque aquello de lo que ellas traen noticia es justamente lo irrepetible mismo, algo tan probablemente singularísimo como ellas mismas lo son.

      Acaso –podríamos imaginar– escrutamos atentos esas superficies inmóviles, estáticas y fragmentadas del mundo, a la espera de detectar en ellas el momento en que, como el resto de todo lo que acontece, se entreguen al cambio, al movimiento, al pasaje, a la diferencia: abandonen su testarudo y ensimismado autorrepetirse. Acaso la ceremonia que atendemos en ellas sea así una que nunca tiene lugar, ni ciertamente podría tenerlo: la de la institución de la diferencia en la mismidad –en tanto que legislada por la repetición–. Por la repetición –debemos inmediatamente añadir– precisamente de aquello que sea lo irrepetible. Toda la fuerza de simbolicidad de que se cargan las imágenes proviene también de este hecho, dado por su misma especificidad técnica. Ellas, veremos, son traídas al mundo para, también, prometernos singularidad –y sólo porque ellas resultan tan irrepetibles, porque están en el mundo como objetos tan únicos, tan ajenos a número o seriación, podían hacerlo.

      Pero –y de nuevo parece innecesario recordarlo– ello es así bajo las condiciones de una historicidad y una episteme cultural específicas, que vienen a encontrar en la especificidad del régimen técnico que regula su producción –la de las imágenes– las condiciones de evocación simbólica más adecuadas�

      Promesa de individuación: el sujeto singularísimo

      A uno u otro lado de estos objetos singularísimos que las imágenes predican ser, el sujeto que los observa –y se ve a sí mismo haciéndolo– pretende también para sí idéntica condición, la de esa individuación rotunda y singularísima. De entrada, la obtiene el propio sujeto que la produce –en su reconocida dificultad, en su escasez, en la especializada habilidad que requiere fabricarlas–, deslizándose a la condición privilegiada de los productores simbólicos. Liberado incluso del trabajo ordinario –a cambio de su gestión productora de los relatos e imaginarios que rendirán valor simbólico a la comunidad–, al productor de imágenes le será rápidamente reconocido un estatuto de sujeto singularísimo, separado, como artista, del resto de la ciudadanía ordinaria. Reconocido en su peculiar talento –la habilidad para producir esas imágenes que se han de cargar de la fuerza que les otorga el poder dar forma al imaginario colectivo–, muy pronto una estética del genio le rendirá el culto, y el trato, del individuo egregio, el más singular. Como si cada una de las imágenes lo fuera de sí –como si todas ellas fueran autorretratos–, la imagen acabará signando de singularidad a su propio fabricante.

      Es esa misma singularidad del individuo egregio –en este caso la del alma bella, sensibilidad educada en la aproximación a estos objetos únicos– la que busca al otro lado el espectador cualquiera: que ella –que las imágenes– le devuelva la mirada en ese acto instituyente y, con ello, le otorgue reconocimiento también a él, a ella, de unicidad, de singularidad profunda. Desde el privilegio de la carga simbólica, las imágenes producidas observan así a sus contempladores –con una mirada espejo, que rebota invertido hacia el mundo el mismo cono escópico que la produjo–, devolviéndoles idéntico privilegio que el que a ellas se les concedió, entretanto.

      Pero aquí no hay todavía auto de fe ninguno, sino una dinámica –que es la propia de lo simbólico– que fija las estructuras más abstractas sobre las que se construye el sistema de comprensión del mundo de una colectividad –partiendo, acaso, de un torbellino oscuro de narrativas desgajadas que disponen toda su potencia, también, por la fuerza misma que irradia el dispositivo que las produce–. Por lo que a la imagen-materia se refiere, y producida necesariamente bajo la enseña de lo singularísimo, ella contamina con la marca de la singularidad todo lo que toca: el espacio que recorta –de una topología neutra de lugares cualesquiera– el instante que privilegia –alejado de la sucesión de los tiempos perdidos, anodinos– al propio objeto en que se asienta –inasequible a un trato de normalidad en el sistema de los objetos a que pertenece– y, cómo no, y desde luego, a los sujetos que a los lados de su producción o consumo la flanquean.

      En ese escenario, bajo esa lógica de lo simbólico, sí, son ellas –las imágenes– las que nos hacen singulares, es en ellas que nos hacemos únicos, individuos. Ellas, sí –y por supuesto que en el entorno preciso de una culturalidad y una historicidad determinadas– nos fabrican�

      Espacialización

      Se diría que toda la energía que brota de interrumpir el curso del tiempo –de «extraer» una «escena» de él y ponerla a ocurrir infinitamente repetida en un lugar

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