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en el curso de aquella investigación, pero ahora vino por fin en mi ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor Frankland que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez rojiza, junto a la puerta del jardín de su casa, que daba a la carretera por la que yo viajaba.

      —Buenos días, doctor Watson —exclamó con insólito buen humor—; permita que sus caballos disfruten de un descanso y entre en casa a beber un vaso de vino y felicitarme.

      Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser amistosos después de lo que había oído sobre su manera de tratar a la señora Lyons, pero estaba deseoso de enviar a Perkins y la tartana a casa, y aquélla era una buena oportunidad. Descendí del coche y envié un mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a pie, a tiempo para la cena. Después seguí a Frankland hasta su comedor.

      —Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos con letras doradas —exclamó, interrumpiéndose varias veces para reír entre dientes—. He conseguido un doble triunfo. Me proponía enseñar a las gentes de esta zona que la ley es la ley, y que aquí vive un hombre a quien no le asusta recurrir a ella. He establecido un derecho de paso que cruza por el centro de los jardines del viejo Middleton, que atraviesa la propiedad a menos de cien metros de la puerta principal. ¿Qué me dice de eso? Vamos a enseñar a esos magnates que no se puede pisotear los derechos de los plebeyos, ¡y que Dios los confunda! Y también he cerrado el bosque donde iba de excursión la gente de Fernworthy. Esos infernales pueblerinos parecen creer que no existe el derecho de propiedad y que pueden meterse por donde les apetezca y ensuciarlo todo con papeles y botellas. Ambos casos fallados, doctor Watson, y los dos a mi favor. No recuerdo un día parecido desde que conseguí que condenaran a Sir John Morland por cazar en sus propias tierras.

      —¿Cómo demonios consiguió usted eso?

      —Mírelo en la jurisprudencia, señor mío. Merece la pena leerlo: Frankland contra Morland, llegamos hasta el Tribunal Supremo. Me costó doscientas libras, pero conseguí que se fallara a mi favor.

      —¿Le reportó algún beneficio?

      —Ninguno, señor mío, ninguno. Me enorgullece decir que yo no tenía interés material alguno en aquella cuestión. Siempre actúo por sentido del deber. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de que los habitantes de Fernworthy me quemarán esta noche en efigie. La última vez que lo hicieron dije a la policía que deberían impedir espectáculos tan lamentables. La incompetencia de la policía del condado es escandalosa, señor mío, y no se me proporciona la protección a la que tengo derecho. Mi pleito contra la Reina servirá para atraer la atención del público sobre este asunto. Les dije que tendrían oportunidad de lamentar la manera en que me tratan y mis palabras se han hecho ya realidad.

      —¿Cómo así? —pregunté.

      El anciano hizo un gesto de complicidad.

      —Porque podría decirles lo que están deseando saber, pero nada ni nadie me persuadirá para que ayude a esos sinvergüenzas en lo más mínimo.

      Yo había estado tratando de encontrar alguna excusa para escapar a su charla incesante, pero ahora sentí deseos de saber más. Sin embargo había tenido suficientes pruebas de su tendencia a llevar la contraria como para comprender que cualquier manifestación de vivo interés sería la mejor manera de poner fin a las confidencias de aquel viejo excéntrico.

      —Algún caso de caza furtiva, imagino —dije, con aire indiferente.

      —Ja, ja; ¡algo mucho más importante que eso, caballerete! ¿Qué me dice del preso escapado?

      Me sobresalté.

      —¿No querrá usted decir que sabe dónde se esconde? —le pregunté.

      —Quizá no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy completamente seguro que podría ayudar a la policía a echarle el guante. ¿Nunca se le ha ocurrido que la manera de atrapar a ese sujeto es descubrir dónde consigue la comida y llegar después hasta él?

      El señor Frankland daba toda la impresión de hallarse incómodamente cerca de la verdad.

      —Sin duda —dije—; pero, ¿cómo sabe que está en el páramo?

      —Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva la comida.

      Se me cayó el alma a los pies pensando en Barrymore. Era un grave problema estar en manos de aquel viejo entrometido y rencoroso. Pero su siguiente observación me quitó un peso de encima.

      —Le sorprenderá saber que es un niño quien le lleva la comida. Lo veo todos los días gracias al telescopio que tengo en el tejado. Siempre pasa por el mismo camino a la misma hora y, ¿cuál puede ser su destino excepto el refugio del huido?

      ¡Una vez más la suerte me sonreía! Y sin embargo evité dar muestras de interés. ¡Un niño! Barrymore me había dicho que al desconocido lo atendía un muchacho. Frankland había tropezado por casualidad con su rastro y no con el de Selden. Si me enteraba de lo que él sabía, quizá me ahorrara una búsqueda larga y fatigosa. Pero la incredulidad y la indiferencia eran sin duda mis mejores armas.

      —En mi opinión es mucho más probable que se trate del hijo de uno de los pastores del páramo y que se limite a llevar la comida a su padre.

      El menor signo de oposición bastaba para que el viejo autócrata echara chispas por los ojos. Me miró con malevolencia y se le erizaron las patillas grises como podría hacerlo el lomo de un gato enfurecido.

      —¿Así que eso es lo que usted piensa? —dijo, señalando al páramo que se extendía delante de nuestros ojos—. ¿Ve allí el Risco Negro? Bien; ¿ve la pequeña colina de más allá en la que crece un espino? Es la parte más pedregosa de todo el páramo. ¿Le parece probable que un pastor se sitúe en un lugar así? Su sugerencia, señor mío, es completamente absurda.

      Le respondí mansamente que había hablado sin conocer todos los datos. Mi docilidad le agradó y ello provocó nuevas confidencias.

      —Puede tener la seguridad de que siempre piso terreno firme antes de llegar a una conclusión. He visto una y otra vez al muchacho con su hatillo. Todos los días, y en ocasiones dos veces al día, he podido... un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos, o hay en este momento algo que se mueve por la falda de aquella colina?

      La distancia era de varios kilómetros, pero vi con claridad un puntito oscuro sobre la monotonía verde y gris.

      —¡Venga, señor mío, venga conmigo! —exclamó Frankland, subiendo las escaleras a toda prisa—. Va usted a verlo con sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.

      El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un trípode, se hallaba sobre la azotea de la casa. Frankland se acercó para mirar y dejó escapar un grito de satisfacción.

      —¡Deprisa, doctor Watson, deprisa antes de que pase al otro lado!

      Allí estaba, sin la menor duda: un pilluelo con un hatillo al hombro, subiendo sin prisas por la pendiente. Cuando llegó a la cresta vi, recortada por un momento contra el frío cielo azul, la figura desaseada y rústica. El chiquillo miró a su alrededor con aire furtivo y cauteloso, como alguien que teme ser perseguido. Luego desapareció por la ladera opuesta.

      —Bien, señor mío, ¿estoy en lo cierto?

      —Se trata sin duda de un muchacho que parece tener una ocupación secreta.

      —Y cuál sea esa ocupación es algo que hasta un policía rural podría adivinar. Pero no seré yo quien les diga una sola palabra, y a usted le exijo también que guarde el secreto, doctor Watson. ¡Ni una palabra! ¿Entendido?

      —Como usted desee.

      —Me han tratado vergonzosamente, ésa es la verdad. Cuando salgan a la luz los hechos en mi pleito contra la Reina me atrevo a creer que un escalofrío de indignación recorrerá el país. Nada me impulsará a ayudar a la policía. Por lo que a ellos se refiere, les daría lo mismo que esos tunantes del pueblo me quemaran en persona y no en efigie. ¡No irá a marcharse

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