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de los campesinos de la zona de que ha aparecido en el páramo una extraña criatura. En dos ocasiones he escuchado ya un sonido que recuerda el aullido distante de un sabueso. No puede tratarse de algo ajeno a las leyes ordinarias de la naturaleza. Un sabueso espectral que deje huellas visibles y que llene el aire con sus aullidos es sin duda impensable. Quizá Stapleton acepte esa superstición y a Mortimer tal vez le suceda lo mismo; pero si yo tengo una cualidad es el sentido común y nada logrará convencerme de una cosa así. Hacerlo sería rebajarse al nivel de esos pobres campesinos que no se contentan con un simple perro asilvestrado, sino que necesitan describirlo arrojando fuego del infierno por ojos y boca. Holmes nunca prestaría atención a semejantes fantasías y yo soy su representante. Pero los hechos son los hechos y ya he oído dos veces ese aullido en el páramo. Supongamos que hubiera realmente un enorme sabueso en libertad; eso contribuiría mucho a explicarlo todo. Pero, ¿dónde se escondería, dónde conseguiría la comida, de dónde procedería, cómo sería posible que nadie lo hubiera visto durante el día?

      Hay que confesar que la teoría del perro de carne y hueso presenta casi tantas dificultades como la otra. Y además, dejando de lado al sabueso, queda la intervención del individuo del cabriolé en Londres y la carta en la que se advertía a Sir Henry del peligro que corría. Eso por lo menos es real, pero tanto podría ser obra de un amigo deseoso de protegerlo como de un enemigo. ¿Dónde está ahora ese amigo o enemigo? ¿Se ha quedado en Londres o nos ha seguido hasta el páramo? ¿Podría ser..., podría ser el desconocido que vi sobre el risco?

      Es verdad que sólo lo contemplé unos instantes, pero hay algunas cosas de las que estoy completamente seguro. Como conozco ya a todos nuestros vecinos puedo afirmar que no es ninguno de ellos. El individuo que estaba sobre el risco era más alto que Stapleton y más delgado que Frankland. Cabría que se tratara de Barrymore, pero lo dejamos en la mansión, y estoy seguro de que no pudo seguirnos. Por lo tanto hay un desconocido que nos sigue aquí de la misma manera que un desconocido nos siguió en Londres. No nos hemos librado de él. Si pudiera ponerle las manos encima, tal vez resolviéramos todas nuestras dificultades. A esta única finalidad debo consagrar todas mis energías a partir de ahora.

      Mi primer impulso fue contar mis planes a Sir Henry. El segundo y más prudente ha sido hacer mi juego y hablar lo menos posible. El baronet está silencioso y distraído. El aullido en el páramo lo ha conmocionado extrañamente. No diré nada que contribuya a aumentar su ansiedad, pero tomaré las medidas oportunas para lograr lo que me propongo.

      Esta mañana tuvimos una pequeña escena después del desayuno. Barrymore pidió permiso para hablar con Sir Henry y se encerraron en el estudio del baronet durante unos minutos. Desde mi asiento en la sala de billar oí más de una vez cómo ambos alzaban la voz y reconozco que tenía una idea bastante exacta del motivo de la discusión. Finalmente Sir Henry abrió la puerta y me llamó.

      —Barrymore considera que tiene motivos para quejarse —dijo—. Opina que no hemos sido justos al dar caza a su cuñado cuando él, libremente, nos había revelado el secreto.

      El mayordomo se hallaba delante de nosotros, muy pálido pero muy dueño de sí mismo.

      —Quizá haya hablado con demasiado calor —dijo— y, en ese caso, le pido sinceramente que me perdone. Pero me ha sorprendido mucho enterarme de que han regresado ustedes de madrugada y de que han estado persiguiendo a Selden. El pobrecillo ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de que yo contribuya a crearle más.

      —Si nos lo hubiera usted revelado por decisión propia, habría sido distinto —dijo el baronet—. Pero nos lo contó (o más bien lo hizo su mujer) cuando le obligamos y no tuvo otro remedio.

      —Nunca pensé que se aprovechara de ello, Sir Henry; nunca lo hubiera creído.

      —Ese hombre es un peligro público. Hay casas solitarias repartidas por el páramo y Selden no se detendría ante nada. Basta con ver su rostro un instante para darse cuenta. Piense, por ejemplo, en la casa del señor Stapleton, sin nadie excepto él para defenderla. Todo el mundo correrá peligro hasta que se le vuelva a poner a buen recaudo.

      —Selden no entrará en ninguna casa, señor. Le doy solemnemente mi palabra. Ni volverá a molestar a nadie en este país. Le aseguro, Sir Henry, que dentro de muy pocos días se habrán tomado las medidas necesarias y estará camino de América del Sur. Por el amor de Dios, señor, le ruego que no informe a la policía de que mi cuñado sigue aún en el páramo. Han abandonado la persecución y será un buen refugio hasta que el barco esté preparado. Y si lo denuncia nos causará problemas a mi mujer y a mí. Se lo suplico, señor, no diga nada a la policía.

      —¿Qué opina usted, Watson?

      Me encogí de hombros.

      —Si Selden saliera del país sin causar problemas los contribuyentes se verían libres de una carga.

      —Pero, ¿qué me dice de la posibilidad de que asalte a alguien antes de marcharse?

      —No hará una locura semejante, señor. Le hemos proporcionado todo lo que necesita. Cometer un delito sería lo mismo que proclamar dónde está escondido.

      —Eso es cierto —dijo Sir Henry—. Bien, Barrymore...

      —¡Que Dios le bendiga! ¡Se lo agradezco de todo corazón! Mi pobre mujer se moriría de pena si lo capturasen otra vez.

      —Supongo que estamos haciéndonos cómplices de un delito, ¿no es eso, Watson? Pero después de lo que acabamos de oír no me creo capaz de entregar a ese hombre, de manera que punto final. De acuerdo, Barrymore, puede usted marcharse.

      Con unas inconexas palabras de gratitud el mayordomo se dirigió hacia la puerta, pero luego vaciló y volvió sobre sus pasos.

      —Se ha portado usted tan bien con nosotros, señor, que, a cambio, quisiera hacer por usted todo lo que esté en mi mano. Sé algo, Sir Henry, que quizá debiera haber dicho antes, pero sólo lo descubrí mucho tiempo después de terminada la investigación. Nunca lo he comentado con nadie. Y tiene que ver con la muerte del pobre Sir Charles.

      Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie.

      —¿Acaso sabe usted cómo murió?

      —No, señor, eso no lo sé.

      —¿De qué se trata, entonces?

      —Sé por qué estaba en el portillo a aquella hora. Se había citado con una mujer.

      —¿Citado con una mujer? ¿Sir Charles?

      —Sí, señor.

      —¿Sabe usted quién era?

      —No le puedo decir el nombre, señor, pero sí las iniciales: L. L.

      —¿Cómo ha sabido usted todo eso, Barrymore?

      —Verá, Sir Henry, su tío recibió una carta aquella mañana. De ordinario recibía muchas a diario porque era un hombre conocido y todo el mundo se hacía lenguas de su buen corazón, así que las personas con problemas recurrían a él. Pero aquella mañana, por casualidad, sólo recibió una carta, de manera que me fijé más en ella. Venía de Coombe Tracey y la letra del sobre era de mujer.

      —¿Y?

      —Verá, señor; yo no hubiera vuelto a pensar en ello de no ser por mi mujer que, hace tan sólo unas semanas, cuando estaba limpiando el estudio de Sir Charles (no se había tocado desde su muerte), encontró las cenizas de una carta en el hogar de la chimenea. Aunque las cuartillas estaban prácticamente carbonizadas había un trocito, el final de una página, que no se había disgregado y aún era posible leer lo que estaba escrito, en gris sobre fondo negro. Nos pareció que se trataba de una postdata y decía lo siguiente: "Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en punto". Debajo alguien había firmado con las iniciales L. L.

      —¿Ha conservado ese trocito de papel?

      —No, señor; se deshizo cuando lo movimos.

      —¿Había recibido Sir Charles otras cartas con la misma letra?

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