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por una especie de armoniosa unidad, capaz de convertir este «otro» universo paralelo tanto al del hombre simple como al del faraón o del sacerdote.

      En este mundo convivían divinidades veneradas en todo el país con otras menores, que desempeñaban funciones específicas.

      Téngase en cuenta que la cultura religiosa egipcia estuvo marcada por dos periodos importantes, diferentes y sucesivos. El primero estaba ligado al mundo de los nómadas y de los cazadores, al que se remontan las muchas divinidades asociadas a los animales, domésticos y salvajes. El segundo, más amplio, que caracterizó el periodo en que se fue afirmando la civilización agrícola. En esta etapa se veneraban divinidades que se consideraban la expresión de los elementos naturales, de la Tierra, del Cielo, de la Luna, etc.

      La lucha entre el bien y el mal, que corresponde a oposiciones concretas de figuras divinas, aparece varias veces en la religión egipcia. Uno de los dioses del universo es Horus, el «lejano», porque está alejado de los otros dioses, tiene forma de halcón o cabeza de halcón, y su opositor es Apofis. Lucha contra las fuerzas hostiles que tienden a destruir el orden cósmico fundado en el calor y en la luz. Por esto aleja las tormentas, la lluvia, el granizo, las heladas y derrota finalmente a Apofis.

      La emergencia de energías tenebrosas y destructoras aparece todavía más claramente en el mito de la lucha entre Osiris y Seth. Seth es el hermano de Osiris, y es un dios eminentemente guerrero. Se le representa de muchas maneras, con cabeza de pájaro, y está acompañado de animales (cocodrilo, cerdo negro, hipopótamo…), entre los que destaca el característico lobo salvaje, con largas orejas, una flecha en lugar de cola y un collar[6].

      Un aspecto importante de la religión del antiguo Egipto era la importante afirmación de la zoolatría: el culto a los animales, que se consideran sagrados y están divinizados.

      La religión egipcia se basaba en la idea de que cada una de las expresiones de la naturaleza era, de un modo u otro, una demostración divina y, como tal, merecía ser objeto de veneración, y se consideraba una presencia esencial en la vida de los seres humanos.

      El complejo universo religioso de esta civilización estuvo, sin duda, condicionado por el peso que ejerció el culto a los muertos. Originariamente, este culto estaba reservado sólo a los faraones, que ostentaban el mismo rango que las divinidades. Sin embargo, posteriormente esta devoción se difundió también por las clases más bajas, hasta alcanzar todas las capas sociales.

      También había divinidades egipcias que presentaban características demoniacas. En este sentido debemos recordar a la diosa Pakhet, con cabeza de leona, que según la tradición tenía su morada en el desierto y tenía el poder de provocar las tormentas. La diosa Sekhmet era parecida a Pakhet, y tenía la prerrogativa de generar odio entre los hombres y favorecer las guerras.

      Los antiguos habitantes de Egipto utilizaban unas fórmulas exorcistas para alejar a los demonios, que desde el universo de las sombras intentaban penetrar en el mundo de los vivos.

      Sobre ello encontramos indicaciones interesantes en el Libro de los muertos, una recopilación de textos funerarios que se llama así de forma incorrecta, ya que su verdadero nombre es Libro para salir a la luz del día. Este libro se basa en los Textos de las pirámides que, ampliados y retocados, fueron escritos en el Reino Medio y se introducían en el interior de los sarcófagos.

      Normalmente, el Libro para salir a la luz del día se colocaba en un cofrecillo especialmente decorado con la estatua de Osiris; aunque algunos textos se colocaban también en el ataúd y entre las venas de la momia. Los arqueólogos han encontrado muchísimos, escritos en jeroglífico y demótico.

      Generalmente eran recopilaciones de encantamientos, completadas con dibujos, cuya lectura tenía la función de favorecer el viaje hacia el más allá. Leía el texto un sacerdote siguiendo un procedimiento ritual muy preciso, cuyo objetivo era garantizar al difunto la «libertad de movimientos» en el mundo de los muertos y ayudarlo a procurarle «lo que era útil» en su casa eterna.

      A diferencia de lo que se suele creer, estos textos no eran una especie de libro sagrado de los egipcios, como puedan ser la Biblia, el Corán o el Veda, con los que el único punto de contacto estaba constituido por la afirmación común de la inspiración divina. De hecho, el Libro para salir a la luz del día, introducido por un capítulo sobre «fórmulas para pronunciar el día del funeral, al llegar a la tumba y antes de marcharse», es una larga recopilación de prácticas e indicaciones, que en conjunto constituyen un importante testimonio para conocer el ilimitado universo mítico, antes del religioso, en la cultura de los antiguos egipcios. En el capítulo XXXI del Libro de los muertos aparece la siguiente fórmula de exorcismo:

      Ra te hace volver atrás, tú que eres odioso. Él golpea tu cabeza, afea tu rostro, divide tu cabeza en dos partes y la rompe sobre tu tierra, fracasa tus huesos, descuartiza tus miembros.

      Tú, Apofis, enemigo de Ra, has estado condenado por el dios Aker. ¡Retrocede, demonio, ante las flechas de su luz! Ra ha desafiado tus palabras, los dioses han girado hacia atrás tu rostro, el lince te ha desgarrado el pecho, el escorpión te ha encadenado, Maat ha decretado su destrucción. Los dioses del Sur y del Norte, de Occidente y de Oriente han puesto su cadena en él y lo han encadenado.

      Ra, el enemigo del demonio serpiente Apofis, era la expresión divina del Sol y se representaba con rasgos humanos, pero con cabeza de rapaz, sobre la cual se elevaba un disco solar rodeado por una serpiente con la cabeza erguida, en actitud de estar dispuesta a abalanzarse sobre el adversario.

      En la misma línea de la definición que lo caracterizaba, «aquel que está en su disco», a Ra también se le representaba sentado sobre el disco solar colocado en un barco que viajaba por el «océano del cielo». El sol Ra navegaba con dos barcas. La primera era Maandjet, la barca del día, que era generada por Nut por la mañana, en el horizonte oriental, y luego engullida por la boca de la diosa de la noche. Entonces, empezaba a través del largo cuerpo de Nut el viaje de Ra a bordo de la segunda barca, la nocturna, Masaktet.

      Una tradición que consideraba al Sol y a la Luna hijos de Ra.

      A partir de la IV y especialmente de la V dinastía, el culto de Ra se vinculó a la figura del faraón, llamado a partir del rey Kefrén «hijo de Ra», unión solar que los soberanos de Egipto conservaron en sus títulos hasta el final de la civilización del Nilo.

      En honor de esta divinidad se realizaron muchos monumentos, que tuvieron como particularidad, a diferencia de otros templos, un obelisco cerca del altar, quizá símbolo del rayo solar. La capital de este culto era Heliópolis. En general, todos los hechos que se relacionaban con la figura de Ra tenían una referencia precisa al tema del viaje del sol en el cielo, visto alegóricamente como el viaje de la vida.

      Bes, el dios egipcio de la danza, una figura ambigua y en ciertos aspectos demoniaca, se representaba con el aspecto de un enano, y estaba considerado una divinidad aparentemente de importancia menor. Es probable que su aspecto guarde alguna relación con los pigmeos, como sugiere el hecho de que hacia el 2500 a. de C. un tal Herehuf anunció al faraón Neferkere Pepi II que le había traído del «País de los árboles» – en alusión a la selva virgen africana— un enano danzarín divino. Sufría grandes deformidades físicas, y, además, era burlón, llevaba plumas y se cubría con una piel de león. Su función era proteger a los hombres de las influencias malignas.

      A veces aparecía representado en objetos de uso común, y también en monumentos y templos. Parece ser que sólo con su aspecto tenía el poder de alejar a los demonios. También lo evocaban las parteras para que las protegiera durante el trabajo del parto.

      Como Bes no fue una divinidad mayor, nos faltan indicaciones teológicas específicas de él. Ciertamente, se convirtió en una fuerte presencia y tuvo un gran ascendente entre la población, que a menudo lo utilizaba como guardián de las viviendas.

      Se le atribuyeron virtudes mágicas, y su culto se difundió en la época baja, convirtiéndose en presa fácil de hibridaciones con otras divinidades y figuras externas. Tuvo un reconocimiento discreto en la religión romana.

      Bes, debido a sus representaciones

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DI NOLA, A., op. cit., p. 146.