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la naturaleza angelical, en el origen, de aquel ser malvado que Juan llama «Príncipe de este mundo» (14, 30).

      El mensaje simbólico del Apocalipsis

      San Juan ofrece una amplia interpretación del papel y de la fuerza del diablo en la obra que puede ser considerada la más representativa de la tradición escatológica judeocristiana: el Apocalipsis.

      Se trata sin duda de una obra bastante problemática, porque es el único texto sobre el fin de los tiempos que contiene el Nuevo Testamento y ha ofrecido muchas ocasiones de profundización bibliográfica, por parte de teólogos e historiadores.

      Como en el Apocalipsis judaico, la estructura de la narración de San Juan se basa en acontecimientos escatológicos ahora ya próximos:

      • el dominio del Anticristo;

      • el retorno del Mesías;

      • el juicio divino contra los adeptos al mal;

      • la beatitud de los elegidos en una nueva era.

      El Apocalipsis según San Juan es un libro dividido en 22 capítulos, agrupados en tres secciones: una introducción (1–3), una parte profética (4–12, 5) y un epílogo (12, 5–21).

      Después de una primera visión introductoria, en la que el autor presenta sus intenciones y la inspiración divina, que están en la base de la obra, el libro se abre con la «Dedicatoria a las siete iglesias de Asia». Este bloque va seguido por la «Visión de los sellos» (5, 7), que precede a la batalla entre Dios y Satanás.

      Los primeros cuatro sellos abiertos representan los caballeros del Apocalipsis, figuras ricas de referencias simbólicas y llenas de angustias y miedos: «Les fue dada la potestad de llevar el exterminio a la cuarta parte de la tierra con la espada, el hambre, la peste y con las fieras de la tierra».

      Con la abertura del séptimo sello se da inicio al sonido de la primera de las siete trombas (7, 11), que provocarán una retahíla de castigos en la tierra, que estructuralmente pueden conectarse con el motivo de las «plagas de Egipto» de tradición veterotestamentaria.

      En el capítulo que va entre el septenario de las trombas y el de las «Copas de la ira», se describe el ataque de las fuerzas infernales que quieren oponerse a Dios y encontrar nuevos adeptos para su obra nefasta (8, 9).

      Estos episodios van seguidos de la «Dominación del dragón», que intenta devorar al hijo de la Virgen, el futuro Mesías. Pero el símbolo del mal encuentra aquí un obstáculo en Miguel. Entonces, el dragón recurre a dos bestias terribles para encontrar una nueva oportunidad para luchar contra Dios.

      La bestia que sale del mar está considerada el símbolo del Anticristo; mientras que la que llega de la tierra se identifica con una especie de seudoprofeta, encargado de preparar la llegada del Anticristo.

      En este momento concreto, irrumpe en la narración la voz celeste que anuncia el juicio ahora ya próximo.

      El cielo se colma entonces con un signo extraordinario: «Siete ángeles con siete trombas que tenían siete plagas, las últimas, ya que con estas la ira de Dios se cumplió».

      Con el último septenario de la ira de Dios, «Las copas» (15, 16), los pecadores conocen los efectos de su comportamiento y de su decadencia moral.

      La primera copa produce plagas horribles que trastornan a los adoradores de la bestia.

      La segunda y la tercera convierten en sangre las aguas del mar y de los ríos. La cuarta copa se vierte en el Sol, lo cual produce un aumento de su intensidad que causa quemaduras terribles en el cuerpo de los hombres.

      La quinta cae violentamente sobre el trono de la bestia.

      La sexta copa tiene la función de preparar el lugar en que tendrá lugar la batalla entre el ejército del Anticristo y el Mesías.

      Y la última copa produce un gran terremoto, que divide Babilonia en tres partes; este cambio geológico indica simbólicamente el preludio de la caída definitiva.

      En el enfrentamiento final, la bestia y el falso profeta sufren una gran derrota, a consecuencia de la cual serán lanzados al abismo de fuego. Satanás es encadenado por un periodo de mil años, después del cual es liberado. Entonces, busca entre las gentes de Gog y Magog aliados para reorganizar la lucha contra Dios. Pero el poder de Satanás es siempre limitado y, al final, el demonio también es lanzado al abismo de fuego, en donde se encuentran el Anticristo y el falso profeta.

      Después de la derrota del maligno, llega el momento de la resurrección universal y del Juicio Final, con el advenimiento del Jerusalén celeste. Mientras se espera que llegue el momento, el autor advierte que es importante que el contenido del Apocalipsis sea meditado y, sobre todo, proporcione la ocasión para mirar el futuro con objetividad. San Juan amenaza a quien intente ocultar o falsear el mensaje de sus obras: «Si alguien añade algo, Dios traerá sobre él las plagas que se describen en este libro».

      El diablo de la selva

      La intensa obra de cristianización que ha influido en todos los ámbitos en los que, en los siglos IV–V d. de C., el Verbo todavía no había logrado afirmarse, ha motivado que algunas divinidades del panteón clásico adoptaran el semblante de demonios.

      Por ejemplo, el antiquísimo dios Pan (del que el demonio cristiano ha tomado muchos atributos) era la divinidad de la vida pastoral y agreste cuyo nombre, al parecer, deriva de pacer. Dios de las selvas era expresión de la vida salvaje y carente de reglas. Teócrito lo describía como un ser «poderoso y salvaje» que «dormía al mediodía, reposando en los antros de los rebaños o en la frondosidad de los bosques, y entonces es peligroso despertarlo, ni aunque sea con la zambomba que tanto le gusta».

      La muerte de un sirviente por obra de una bruja (de un dibujo de H. B. Grien)

      En cambio, Estrabón tomó en consideración a los sátiros y a los silenos, divinidades terrestres consideradas por los griegos como demonios, dando inicio a una tradición que se conservará en los siglos siguientes.

      Ovidio destacaba que Fauno, en la época de los romanos, a menudo tenía las características del demonio Incubus, y asustaba a los hombres con sueños y apariciones terroríficas.

      Otras criaturas temidas y demoniacas eran las striges. Varios autores de la Antigüedad nos hablan de estos seres nocturnos que tenían la prerrogativa de infligir a los seres humanos todo tipo de tormento. Una descripción nítida nos llega en el libro Arte poética de Horacio. Ovidio, en los Fastos, las identifica como mujeres-pájaro, cuyo escondite estaría entre los montes Sibilinos. La figura de la strix habría dado lugar a la bruja occidental, que fue objeto de una dura represión entre los siglos XIV y XVII.

      La isla de los herreros

      Transcurridos ocho días, avistamos una isla a poca distancia, desolada, pedregosa y llena de detritus, sin árboles ni vegetación, llena de fraguas de herreros. El venerable padre dijo a los monjes:

      Hermanos, os confieso que esta isla me preocupa, porque no quiero ir, ni tan siquiera pasar cerca, pero el viento nos empuja precisamente hacia ella.

      Esto es el íncipit del capítulo XXIII de La navegación de San Brandano, que propone una escenografía infernal de la isla de los herreros-demonios avistada en el curso del viaje del santo y de su tripulación hacia la «Tierra prometida de los santos».

      Los interesantes detalles de este texto ofrecen la posibilidad de reflexionar sobre una costumbre muy difundida cuando el cristianismo se esforzaba en llevar su voz a aquellas tierras (en este caso el norte de Europa), en donde todavía estaba muy extendida la religión pagana.

      Ritos y prácticas precristianas eran considerados «cultos al diablo», y toda divinidad era vista como uno de los tantos rostros que adoptaba Satanás para inducir al hombre al pecado.

      Si intentamos seguir un tramo del itinerario de San Brandano, veremos claramente que las antiguas divinidades y los diablos cristianos adquieren rostros y características muy

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