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su aplomo. Experimentó la misma impresión de ira que poco antes, pero esta vez no se detuvo, y mirando fijamente al joven, dijo recalcando las palabras:

      – ¡Ya están los millones otra vez en danza! A juzgar por lo presentes que están en su memoria, cualquiera diría que usted es quien les tiene afición y quiere hacerlos suyos casándose con Enriqueta.

      El golpe era maestro; uno de aquellos golpes brutales, pero terribles, que el padre Claudio daba cuando comenzaba a perder su habitual calma. El efecto fué inmediato.

      Nada lograba sublevar de un modo tan terrible el carácter caballeresco y susceptible de Alvarez como la creencia de que aquel amor que tanto le dominaba fuese una miserable especulación. Muchas veces en sus horas de reflexión sentíase conmovido al pensar que alguien pudiese confundirlo con uno de esos explotadores del amor que aprecian a las mujeres por sus fortunas. Ver a Enriqueta pobre y abandonada para entonces amarla más aún era la ilusión que muchas veces acariciaba como la suprema felicidad, y se sentía capaz de aplastar con toda la indignación de un hombre honrado al miserable que osara dudar del desinterés de su pasión.

      Con movimiento nervioso levantóse del banco y clavó una mirada amenazadora en el padre Claudio, apretando los puños convulsivamente y próximo a dejarlos caer sobre el rostro del jesuíta. Este le miraba impasible. Estaba acostumbrado a arrostrar las consecuencias de sus ataques y además se encontraba muy alto y era muy poderoso para asustarse ante la cólera de un pobre militar. Por esto miraba a Alvarez con la impasibilidad con que contempla el ídolo gigantesco las amenazas del esclavo que rebulle furioso a sus pies.

      Alvarez apreció la diferencia de posición que existía entre ambos, y sea que temiese las consecuencias o que no quisiera abusar de su fuerza con un hombre que forzosamente había de ser de costumbres pacíficas, volvió a sentarse en el banco.

      La escena había sido tan rápida que no se apercibió de ella ninguno de los que estaban en los bancos cercanos.

      – Dispense usted mi arranque – dijo fríamente el militar al sentarse – Creía que estaba hablando con un hombre como yo y me olvidaba que usted lleva faldas.

      Tampoco fué mal dirigido el golpe que Alvarez asestó al jesuíta con tal grosería. Aquel Borgia de la Compañía, que no temía a nadie y se sentía con valor para exterminar a todo el género humano, recibió un tremendo latigazo con tan despreciativas palabras. Todos los insultos consentía él antes de que nadie le creyese débil y le recordase su estado. El, que aspiraba a la conquista del mundo y que tenía ánimos para acometer las empresas más imposibles, se avergonzaba justamente ante aquella compasión. Hubiera preferido que Alvarez le diese de bofetadas y lo patease en medio del jardin, antes de tratarle con aquella compasión de superioridad omnipotente, propia para las mujeres y los niños.

      Al recibir tal insulto, en los primeros momentos, sintió tentaciones de contestar con una bofetada, pero se contuvo y todo su furor, todo su odio lo desahogó con una de aquellas miradas que en su despacho hacían temblar a todos sus subordinados.

      Transcurrió algún tiempo sin que hablase ninguno de los dos hombres.

      Alvarez, con la vista fija en unos niños que jugaban a pocos pasos, canturreaba batiendo el suelo con un pie, mientras el padre Claudio le contemplaba con mirada estúpida. A pesar de esto, notábase en él que estaba reflexionando.

      – Oiga usted, hijo mío – dijo por fin – . Hemos sido unos locos insultándonos de este modo. Yo no acostumbro a trabar amistad con las personas de un modo tan extraño y sentiría separarme de usted en este momento quedándonos ambos con tan malos recuerdos. Usted me ha sido simpático, no quiero que sea mi enemigo; y además, le perdono los insultos que me acaba de dirigir. ¡Oh, la juventud! Yo sé bien lo que son esas cosas, pues también he sido joven y he tenido mi sangre ardiente y mis arranques de intemperancia, como cualquier otro. Pensando en esto me siento dominado por la melancolía.

      Y el padre Claudio decía esto con un acento de verdad que sorprendía al capitán. Al mirar a aquel hombre que hablaba con tanta dulzura y benignidad, dudaba Alvarez que fuese cierta la escena violenta ocurrida momentos antes.

      – Yo quiero que seamos amigos – continuó el padre Claudio – . Quiero que usted no tenga ninguna queja de mí. Mire usted, sería la primera vez que se habría acercado una persona a mí marchándose descontenta de mi carácter. Esto le demostrará a usted quién es este malvado, este “jesuíta”, como dicen ustedes, los impíos, con maligna entonación.

      Y el poderoso clérigo reía bondadosamente al decir esto, como hombre cuya benignidad está por encima de todas las pasiones mundanales.

      – Yo – continuó – tengo empeño en ser su amigo, porque presiento en usted un gran corazón, cuyo único defecto consiste en estar emponzoñado por lecturas impías propias de estos tiempos en que ruge amenazador el espíritu revolucionario. Si somos amigos, como yo espero, ya me conocerá usted más a fondo y sabrá lo que somos nosotros los jesuítas, esos monstruos horripilantes de maldad e hipocresía que con tan negros colores pintan los novelistas enemigos de la Iglesia.

      Y el jesuíta seguía riendo bondadosamente, como si en la inmensidad de su risueña misericordia incluyera también a los escritores enemigos de la Compañía de Jesús.

      – Conque vamos a ver – dijo interrumpiéndose en su bondadosa jocosidad – : ¿qué favor puedo yo hacer a usted? ¿De qué modo debo obrar para que usted sea mi amigo y no me odie? Tengo interés en hacerme simpático a usted, y no crea que esto es desinteresadamente. Tengo la ambición de conquistarlo a usted, arrancándole de las garras del diablo; no quiero que un joven digno de la mejor suerte siga encenagado en la impiedad y tenga sobre nuestra Compañía un concepto tan erróneo e injusto.

      El capitán Alvarez sentía extrañeza ante aquella rápida mutación que había experimentado el carácter del jesuíta; pero la promesa de hacer por él cuanto pudiera le deslumbró hasta el punto de que miró ya con más simpatía al padre Claudio. Alvarez recordó lo que mil veces le había dicho su compañero el vizconde, y tenía la seguridad de que si el jesuíta le ayudaba podría llegar a ser el esposo de Enriqueta. Los jesuítas eran mala gente, y de ello estaba él bien convencido, mas no por esto desconfiaba del padre Claudio. Este podía sentir por él una repentina simpatía; tal vez le hubiese impresionado favorablemente su carácter vivo y arrebatado, y además… nada perdía solicitando su protección.

      Estaba el capitán Alvarez en uno de esos instantes en que el hombre se siente predispuesto a la esperanza y en que, acariciando una risueña ilusión, cierra los ojos a la realidad. No se le ocurrió, pues, desconfiar, y contestó a las promesas del jesuíta:

      – Lo que yo deseo de usted, ya que muestra interés en protegerme, es que no ponga obstáculos a mis amores. Yo sé el inmenso poder que usted tiene, conozco la gran influencia que ejerce sobre la familia de Enriqueta y estoy convencido de que como usted quisiera, sería yo muy pronto el marido de la mujer que amo. Esto nada le costaría a usted, y yo sería feliz.

      El padre Claudio seguía riendo bondadosamente:

      – ¡Ah, juventud, pícara juventud! Siempre lo mismo: el amor sobreponiéndose a todos los sentimientos. Haré cuanto pueda hijo mío; pero lo que usted pide es tan grande, que no sé si llegaré a realizar sus deseos.

      – ¡Oh, usted puede mucho!

      – No tanto como usted se figura. Si en mí consistiera que Enriqueta y usted se casasen, podía ya darlo por hecho; pero, amigo mío, está ahí el padre, el conde de Baselga, viejo como yo, y, por tanto, testarudo y loco. Es muy difícil, por no decir imposible, que un hombre como él, apegado a las rancias tradiciones, consienta en dar su hija a uno que no es noble.

      – Usted tiene sobre él gran ascendiente.

      – Sí, hijo mío, excepto cuando nos tiramos los trastos a la cabeza; pero, en fin, el asunto no se perderá por mi culpa, pues haré cuanto pueda.

      – Si usted cree que la familia de Enriqueta no ha de hacer caso de sus consejos, al menos logre usted, por su parte, deshacer el efecto de esa carta que a mi novia la obligaron a escribir, y haga lo posible porque se reanuden nuestras relaciones. Comprendo que soy

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