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en los asuntos íntimos de la familia de Baselga y con qué fin he de obligar a una joven a escribir esa carta de que usted habla? El porvenir de Enriqueta no me es indiferente, pero tampoco soy su padre para inquietarme tanto por su suerte.

      Entonces fué Alvarez quien sonrió con cierta expresión siniestra, y dijo maliciosamente:

      – Los individuos de la Compañía de Jesús siempre tienen “interés” por las familias que visitan.

      – ¿Qué quiere usted decir? Vamos – repuso fríamente el padre Claudio.

      – Quiero decir que Enriqueta tiene muchos millones, es inmensamente rica y esto, en ciertas ocasiones, es una desgracia. Tal vez por esto se quiere impedir que ella ame, y su hermana la baronesa la inclina a entrar en un convento, como mil veces me lo ha dicho la misma Enriqueta.

      El padre Claudio miró fijamente con aire de lástima al gallardo militar, y después, dijo por toda contestación:

      – Indudablemente usted es de los que han leído "El judío errante", del impío Sué.

      – Sí, señor; ¿pero a qué viene esa pregunta?

      – Y del mismo modo habrá leído otros libros en que se calumnia del modo más infame a nuestra santa Compañía.

      – He leído algo de lo mucho que contra ustedes se ha escrito, pero no comprendo el motivo de tales preguntas.

      – Las hago, hijo mío, porque me causa compasión el ver que un militar distinguido e ilustrado, como usted parece serlo, cree en las mil paparruchas que viles escritores vendidos a los judíos y los protestantes, han propalado contra la sublime obra de nuestro santo padre San Ignacio.

      Y el padre Claudio, al nombrar a su santo patrono, llevóse reverentemente una mano al ala de su sombrero de teja.

      Alvarez, en vista del giro que el jesuíta daba a la conversación, no sabía qué decir, pero aquel continuó:

      – Como si yo supiese leer en los corazones, adivino lo que usted piensa en estos instantes. Usted, que se ha empapado en la impía novela de Eugenio Sué, cree que los jesuítas somos gente que nos introducimos en las familias ricas para apoderarnos de su dinero, y está firmemente convencido de que yo entro en casa del conde de Baselga con el propósito de hacer monja a Enriqueta y robarle sus millones. ¿No piensa usted así?

      – Sí, señor; así pienso y mentiría si dijera lo contrario. Toda persona ilustrada que conozca medianamente la historia sabe lo que ustedes han sido y de lo que hoy son capaces. Nada tendría de extraño que usted y los suyos se hubieran introducido en la familia de Baselga con tal propósito, y cualquier otro en mi lugar, viéndose víctima de una miserable intriga, pensaría de igual modo.

      – Alabo la franqueza de usted; al menos no se puede dudar de que manifiesta con claridad su pensamiento. Pero, ¡ay, hijo mío! ¡En qué error tan grande está usted! Lástima me causan su ignorancia y la ceguera de su alma. ¿Sabe usted bien lo que es la Compañía de Jesús?

      Alvarez estuvo a punto de contestar: "¡Una gavilla de malvados!", pero se contuvo, prefiriendo permanecer silencioso.

      – La Compañía de Jesús – continuó el jesuíta en vista del silencio de su interlocutor – es una Institución alejada por completo de los fines terrenales y creada únicamente para la noble empresa de combatir al demonio y a su hijo el pecado, extirpando del mundo las infames herejías. ¡Cuán lejos estamos los hijos de San Ignacio de mezclarnos en las miserias de la vida social! ¡Cuán engañados están los que creen que únicamente buscamos el poder universal en lo que esto tiene de agradable, queriendo con este fin apoderarnos del dinero de todos! Nosotros somos únicamente los humildes soldados de la Fe, los obedientes servidores del Papa, representante de Dios en la tierra; y así como llegamos hasta el martirio cuando se trata de defender los sacrosantos intereses de la religión, permanecemos neutrales e indiferentes en los asuntos sociales, en los cuales nos mezclamos únicamente por casualidad. Nuestra misión es más alta y sublime de lo que cree ese mundo metalizado que en todas las acciones ve siempre un mezquino interés.

      El capitán no parecía convencido por estas palabras, pero reconocía que aquel sacerdote era un actor inimitable, que sabía dar a sus declaraciones un hermoso tinte vehemente y dramático.

      – ¡El dinero! – continuó el padre Claudio – . ¡Creer que el móvil de nuestras acciones es el dinero! ¿Para qué lo queremos? ¿Nuestra Orden no es pobre, porque así se lo mandan los sagrados Estatutos? ¿No hacemos nosotros al entrar en la Compañía un solemne voto de pobreza al que no podemos faltar, so pena de ser perjuros y castigados, por tanto, en la eternidad? ¡Oh! Mienten los que nos pintan como seres rapaces que únicamente pensamos en acaparar tesoros. Nuestro género de vida nos hace estar muy por encima de las mezquinas aficiones humanas y despreciamos el dinero, ese vil metal que a los ojos de las almas grandes no tiene ningún valor.

      El padre Claudio hablaba con gran vehemencia y en aquel momento tenían sus palabras una expresión de veracidad. Efectivamente, él, como individuo, despreciaba el dinero; su alma únicamente tenía sed de poder, afán de autoridad, y quería elevarse merced a su talento. El dinero lo despreciaba como medio vil reservado únicamente a los imbéciles para abrirse paso. Pero como individuo de la Orden no apreciaba del mismo modo el asunto, pues consideraba al dinero como poderoso auxiliar. Sabía el aprecio que la Compañía hacía de los millones que entraban en su caja; conocía que una buena operación era el mejor medio de deslumbrar a sus rapaces correligionarios, y buscaba por esto aquel dinero que él despreciaba y que nunca se hubiera tomado el más mínimo trabajo de conquista para su persona.

      Alvarez se sentía molestado por las palabras del jesuíta y por aquellos ademanes dramáticos que fingían veracidad asombrosamente, pues estaba firmemente convencido de lo que era la Compañía y de lo que buscaba su principal agente en casa del conde de Baselga.

      – Usted, padre Claudio – dijo bruscamente el militar – , dirá lo que quiera, pero esté seguro de que yo por ello no dejaré de creer que la Compañía busca los millones de Enriqueta y para ello me quita a mí de en medio.

      El jesuíta hizo un gesto de ira ante este brusco ataque. Sus facciones se colorearon, lució en sus ojos un fugaz relámpago de ira y fué a contestar en tono aún más duro, pero se detuvo, y volviendo a adoptar su actitud dulce y humilde, dijo con mansedumbre:

      – Piense usted cuanto quiera de malo, que yo le perdono. Humilde siervo soy del Señor y las injurias van siempre muy bajas para que toquen en mi corazón, puesto a todas horas en Dios. No guardo rencor a los que me atacan, pues me basta con la satisfacción de mi conciencia tranquila. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir. Yo no tengo con la familia Baselga otras relaciones que una amistad puramente espiritual. En otros tiempos confesaba a la baronesa, y ahora me limito a darla algún consejo sobre la dirección de su conciencia, siempre que me lo pide. A Enriqueta la considero como una niña, y apenas si mi amistad con ella pasa de ese cariño que tenemos siempre a las personas que hemos visto nacer. Nunca me he mezclado en el asunto de su vocación religiosa, y si sabía antes de esta conversación que tenía amores con un militar, fué porque ayer me lo dijo doña Fernanda en una conferencia que tuve sobre la creación de una nueva asociación religiosa.

      – ¿Y no tiene usted arte ni parte en la tal cartita? – preguntó sarcásticamente el militar.

      – No, señor. Se lo aseguro a usted con todo mi corazón.

      El padre Claudio, tan acostumbrado a mentir, cuando le tocaba afirmar por casualidad una cosa cierta, sabía hacerlo con un acento que no daba lugar a dudas. Por esto Alvarez se convenció de que en la tal carta no tenía participación el jesuíta.

      – Lo creo – continuó – ; pero si el rompimiento de mis relaciones no es obra de usted, la preparación sí que será debida a sus consejos. Esa idea de hacer monja a Enriqueta, la reconozco; es producto de los consejos jesuíticos. Doña Fernanda la defiende, y por tanto no es aventurado afirmar que es idea del padre Claudio.

      – ¡Dios mío! Me marea usted con sus sospechas. ¿Y qué empeño he de tener yo en hacer monja a una muchacha que ha tenido novio hace pocos días?

      Alvarez

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