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acompañante, que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:

      – Este señor, que usted ve aquí, es el capitán Patricio O’Conell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

      Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés, examinando con atención su personilla.

      Baselga, a pesar de que estaba predispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía, y, además, llevaba afeitado el labio superior, demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillas rojas y lacias, que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterlóo.

      Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que en el ejército inglés, aunque había buenos mozos, también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.

      Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.

      – Tanto gusto en conocer a usted, señor conde – decía el capitán, con su acento extranjero, que cuidaba de extremar – . El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan, y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes, pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía, tan sólo por venir a verle.

      – ¡Eh! ¿Qué le parece a usted? – dijo el padre Claudio – . Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted, con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O’Conell, cual buen irlandés, es ferviente católico, como nosotros, y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O’Conell?

      – Así es, reverendo padre.

      Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz, que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.

      Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.

      – ¿Está usted mucho tiempo en la Península, capitán? – le preguntó – . Habla usted muy bien nuestro idioma.

      – ¡Oh! Es usted muy indulgente, pues conozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y, además, conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fué también militar, e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

      Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.

      El tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y, para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O’Conell en ser su auxiliar?

      Llegó para el irlandés el momento de manifestar su pensamiento, que fué bien sencillo y expresado en pocas palabras. El estaba dispuesto a todo, y lo mismo que él todos los irlandeses de la guarnición. Antes que súbditos de la Gran Bretaña, eran vasallos del Papa y fervientes católicos, y, por tanto, se hallaban prontos a ejecutar las órdenes que Dios dictase por boca de sus representantes directos, los jesuítas, los cuales, al mismo tiempo, eran muy buenos amigos de San Patricio, patrón de Irlanda. Además, sentían hacia la vieja Inglaterra, su opresora, perdurables odios, y les gustaba mucho quitarle una plaza de tanta importancia como Gibraltar, creándole, de paso, un conflicto con España.

      La conjuración podía contar con ochocientos soldados esforzados, fuerza con la cual bien podía intentar un golpe de mano el conde de Baselga, de cuya historia militar ya se habían enterado tanto él como sus compañeros, y especialmente de sus estupendas hazañas en la guerra carlista.

      Al conde resultábale extraño que su vida militar fuese conocida de los extranjeros; pero, a pesar de esto, sentíase halagado por las lisonjas, como todo mortal, y se imaginaba ya apoderándose de Gibraltar al frente de los soldados irlandeses, que le aclamaban como caudillo invencible.

      Baselga, cada vez más entusiasmado, en vista de lo segura que era la adhesión de los irlandeses, entraba a detallar su plan, y hacía preguntas al capitán, a las que éste contestaba con su habitual precipitación.

      – ¿Y esos ochocientos hombres forman todos un Cuerpo?

      – No, señor conde. La mayoría están en el batallón de rifles, o sea lo que allí llaman batallón de cazadores, y el resto en los otros cuerpos de la guarnición. ¡Oh! El Gobierno inglés tiene buen cuidado de esparcir a los irlandeses por todos los Cuerpos evitando que formen un regimiento completo, pues saben que éste se sublevaría inmediatamente.

      – ¿Y qué procedimiento cree usted mejor para dar el golpe?

      – El que usted ha expuesto antes es el más aventurado, pero el más seguro. Aguardamos una noche en que entren de guardia en las principales fortificaciones una parte de los nuestros, y en que yo pueda quedarme en el castillo. Usted, al frente de los que estén libres, se apodera del gobernador de la plaza y las principales autoridades; nosotros, desde arriba, apuntamos los cañones a los cuarteles donde estén alojadas las fuerzas no comprometidas, y el hecho queda ya realizado con éxito.

      – Sí; éste es el mejor plan. Además, tiene la ventaja de que las autoridades inglesas no están acostumbradas a esta clase de sucesos, y es, por tanto, más fácil pillarlas desprevenidas.

      – Tiene usted razón. Las sublevaciones militares son tan desconocidas de los ingleses como populares entre los españoles.

      Baselga, cada vez más entusiasmado y deseoso de ultimar su difícil plan, sacó de un cajón de su mesa un plano de Gibraltar, hecho por él mismo, con arreglo a cuanto había visto o estudiado sobre la célebre plaza. Había en él algunos claros que llenar, y deseaba que aquel inesperado y valioso compañero le ayudase a corregir errores y le ilustrase en varios puntos que le resultaban oscuros.

      El conde no obtuvo lo que deseaba. El rojo capitán, con tanto aplomo como precipitación, contestaba a todas sus preguntas; pero a Baselga le pareció que muchas veces hablaba sin saber lo que decía, y únicamente por no demostrar su ignorancia.

      – Este mozo – pensaba el conde – sabe menos aún que yo. Debe ser un militar ignorante, como yo lo era en mis buenos tiempos. Pero esto no importa. Me doy por satisfecho con que sea valiente y sepa hacerse dueño del Peñón, facilitándome la conquista de Gibraltar.

      Baselga guardó el plano y la conversación continuó, mezclándose en ella el padre Claudio, que hasta entonces había permanecido silencioso y mirando a los dos interlocutores con la mayor atención, como si le interesara mucho su diálogo.

      – Me decía el capitán, cuando veníamos aquí – dijo el jesuíta – , que sería necesario que en la empresa entrasen también algunos españoles de corazón, que no vacilaran al iniciar el movimiento.

      – Sí, señor conde – añadió el irlandés – . Cincuenta o sesenta hombres decididos no estarían de más en el primer instante de nuestra santa revolución. Servirían para apoderarse de una guardia que pudiera estorbar nuestros planes, para desarmar una patrulla, o, cuando menos, para guardar la persona de usted, que es muy necesaria y no debe exponerse a caer tontamente en manos

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