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rebelde corazón.

      Aquello conmovió al conde y tuvo que hacer esfuerzos para no llorar.

      Después de buscar en los cajones de la mesa papel de cartas, Baselga dictó y la joven fué escribiendo sin oponer ninguna protesta ni hacer gesto alguno de desagrado.

      "Sr. D. Esteban Alvarez:

      Todo ha concluído entre nosotros. Comprendo que nuestras relaciones amorosas nunca podrían llegar a ser formales no mereciendo la aprobación de mi familia, y por esto me apresuro a romperlas. Juzgue usted mi conducta como quiera, pero le ruego que no me exija explicaciones. Mi resolución es en interés de la felicidad de ambos. Usted podrá ser feliz lejos de mí y yo, después de este rompimiento, seré dichosa cumpliendo los deseos de mi familia.

Enriqueta."

      – Así está bien – dijo el conde cuando su hija terminó de escribir – . Cierra la carta y dámela. Yo la entregaré a Tomasa, que se ha atrevido a ser la medianera de vuestros amores, y ella se la dará a ese joven. Junto con ésta le entregará sus cartas amorosas que están sobre la mesa.

      Enriqueta hizo un gesto que manifestaba sus deseos de protestar.

      Había admitido el rompimiento resignada, pero le parecía una crueldad sin límites desprenderse de aquellas cartas, eterno poema de amor, cuya lectura podía consolarla y devolverla momentáneamente su perdida felicidad.

      – No te opongas, hija mía – añadió el conde – . Es por tu bien por lo que quiero yo alejar de ti esos testimonios de tu pasión que estarán recordándotela a todas horas.

      Enriqueta nada dijo. El conde recogió la carta escrita por su hija y aquella correspondencia amorosa.

      – Esta misma tarde – dijo – se encargará Tomasa de llevar estos papeles a su destino y mañana tu confidenta amorosa tomará el retiro. Voy a asegurarla un porvenir enviándola de administradora a mis fincas de Castilla. Así no seré desagradecido y evitaré al mismo tiempo que viva junto a nosotros esa buena Tomasa, cuyos únicos defectos son reñir a todas horas con Fernanda e interesarse demasiado en tus asuntos amorosos.

      Enriqueta estaba ya en pie junto a la puerta y como, ansiosa por salir cuanto antes.

      Porque la verdad era que estaba violenta.

      Aquella atmósfera, por decirlo así, la ahogaba.

      Comprendía que había obrado mal no oponiéndose resueltamente a lo que su padre la propuso.

      Reprochábase su debilidad.

      Remordíale la conciencia porque tenía la íntima convicción del profundo dolor que había de experimentar su amante al recibir aquella carta, que únicamente en un momento de inconcebible ceguedad pudo escribir.

      El conde la contemplaba fijamente.

      Y tal vez llegó a leer lo que en su corazón pasaba, porque le dijo al par que la estrechaba cariñosamente entre sus brazos:

      – Hija mía, para tranquilidad de tu conciencia, basta solamente que reflexiones que has seguido los consejos de tu padre, y un padre sólo apetece el bien de sus hijos.

      XIX

      La fuerza y la astucia

      Estaba el capitán Alvarez muy lejos de figurarse que Enriqueta le abandonase, así es que, cuando recibió su carta, experimentó una sorpresa sin límites.

      Tomasa, que había recibido de su señor la orden para marchar a sus posesiones de Castilla, entregó al amo de su sobrino la consabida carta y toda la correspondencia amorosa en que el capitán había depositado sus sentimientos.

      Alvarez sintió mucho aquella herida mortal, y buscó con ahinco al que se la producía.

      Conocía que aquella carta no podía ser obra de Enriqueta, y quería saber de quién procedía para descargar en él su furor.

      Pronto encontró lo que buscaba, pues desde mucho antes conocía la gran influencia que el padre Claudio ejercía en casa de Baselga.

      La mano jesuítica era la verdadera autora de aquella resolución fatal que él nunca esperaba de Enriqueta.

      La creencia de que el padre Claudio había mediado en sus amores para estorbarlos poníale loco de furor, y paseándose febrilmente por su cuarto, miraba de vez en cuando su sable colgado de la pared, terror de los moros en la pasada guerra, y que ahora pensaba esgrimir contra la negra y maligna chusma.

      Aquella maldita carta puso enfermo al capitán. El, que por su gran apetito era motivo de justa alarma para la patrona, mostróse inapetente hasta el punto de excitar la compasión de la interesada pupilera.

      Perico, el asistente, no estaba menos preocupado por aquella situación extraña de su señor, cuyo secreto conocía por su tía, mujer incapaz de guardar ocultas las noticias por mucho tiempo.

      El buen muchacho, que se mostraba triste por estarlo su señorito, con su solicitud habitual, buscó un medio para impedir que el capitán pasase el tiempo encerrado en su cuarto y huyendo de la conversación de sus compañeros cuando asistía a los actos de servicio, y un día arregló, no se sabe cómo, que el alférez Lindoro fuese a visitar al amigo Alvarez.

      Aquel vizcondesillo insustancial, por pertenecer a la misma clase que Enriqueta y ser amigo de su familia, gozaba de gran prestigio con Alvarez y lograba que éste pasase el rato muy entretenido con su conversación.

      El capitán estaba en estado tal de ánimo, que le era indispensable confiar sus penas a alguien, y relató al vizconde cuanto le había sucedido, enseñándole la carta.

      El aristocrático alférez fué de la misma opinión que su amigo.

      Aquello era obra de los jesuítas, y si el mismo padre Claudio no había dictado la carta, por lo menos se había mezclado en el asunto. Esto lo aseguraba él, que como visitante de la casa conocía la influencia que sobre toda la familia Baselga ejercía el jesuíta.

      – Mira, chico, créeme – continuó el vizconde – . Mientras no pongas de tu parte a ese cura, no conseguirás nada absolutamente en tus amores. Si él te protegiera, a estas horas estarías ya casado con Enriqueta. Conozco muy bien el poder que tiene ese pájaro. Es capaz con su sonrisa y sus palabras melosas de trastornar el juicio de todas las muchachas, y a la más enamorada hacerla que olvide a su novio.

      – ¿De modo que tienes seguridad de que el autor de mi desdicha es el padre Claudio?

      – Completa, mi querido “Séneca”. Si no es él, ¿quién puede ser? De Quirós, gran amigo de la casa, no puedo sospechar. Es un buen muchacho que sólo piensa en hacerse célebre y únicamente se ocupa en amores fáciles. Del conde tampoco puede ser. Aunque él es quien ha dado a la tía de su asistente la tal carta, no debe de haber sabido nada de tus amores hasta el momento del rompimiento. Aquí los que han descubierto todo y han destrozado tus relaciones, son, indudablemente, el famoso jesuíta y doña Fernanda, que están empeñados, como tú sabes, en meter monja a Enriqueta, sin duda para apoderarse de sus millones.

      Alvarez, después de reflexionar mucho y de fruncir las cejas, preguntó a su amigo:

      – ¿Y dónde podría yo encontrar a ese padre Claudio?

      – Mira, querido Esteban – se apresuró a decir el vizconde, comprendiendo la intención de la pregunta – . Te conozco bien y, por lo mismo, te advierto que no hagas ninguna tontería. El padre Claudio está hoy muy alto y no es un cualquiera a quien se le dan cuatro palos así que nos estorba.

      – Sólo quiero hablar con él. No estoy loco y sé que un hombre como yo no se rinde con un enemigo de tal clase que dispone de la astucia como única fuerza. Dime dónde podré verle.

      – Difícil resulta encontrarlo, pues es tal vez el hombre más atareado de Madrid. Sin embargo, hay una hora en que es fácil verlo. Casi todas las mañanas va a las diez a Palacio para visitar a la reina, y si el día es bueno, es fácil verle a pie, pues según él dice, es el único instante en que puede hacer ejercicio.

      – Mañana iré.

      Y efectivamente, a

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