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no solo para lograr entenderse sino también para alcanzar acuerdos normativos racionales. Es decir, a través de acciones comunicativas, que inherentemente se orientan al entendimiento, se constituye la base sobre la cual se puede obtener un acuerdo normativo que legitime el orden social general. Como afirma Durango (2008) «este postulado le sirve a Habermas para introducir el principio discursivo de forma reflexiva, en cuanto los destinatarios de las normas pueden sentirse coautores de estas, convenciéndose unos a otros argumentativamente de que las normas y principios jurídicos y democráticos logrados por la institucionalidad democrática logradas por medios democráticos merecen ser reconocidas por todos los participantes» (p. 37).

      Por otro lado, la propuesta de Habermas tampoco supone un pacto social a la manera de los clásicos ilustrados —es decir, un producto de procesos de aceptación voluntaria (expresa o tácita) de miembros egoístamente autónomos y libres—, sino la posibilidad de que todos los afectados en una colectividad, en condiciones de interacción comunicativa óptima (sin barreras), acuerden la aceptación de las medidas normativas o decisiones políticas básicas emitidas por la sociedad (Soto Navarro, 2003, p. 35). Como dice Adela Cortina, frente al liberalismo contractualista que entiende la justicia desde un pacto de individuos egoístas, la ética del discurso, al partir de la pragmática del lenguaje, entiende la justicia como el resultado de la interacción comunicativa entre seres dotados de esa competencia, dado que el telos del lenguaje apunta al consenso evolutivo, universal y revisable. De ahí la importancia de que los mecanismos institucionales reales de una democracia se aproximen a esas condiciones óptimas de comunicación para todos sus miembros: ello implica, actualmente, a los derechos humanos (con relación a los fundamentos de los derechos humanos a partir de la ética del discurso, véase Cortina, 2000, pp. 571-574).

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