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mañana, Dibra y Nadia no hacían más que mirarse. Al final fue Nadia la que le preguntó:

      –Oye, Gina, imagínate que hubiera desaparecido un niño…

      –Sí, ¿qué?

      –¿Qué habría que hacer para buscarlo?

      –¿Buscarlo? A qué te refieres, ¿oficialmente?

      –Sí.

      –Bueno, yo iría y pondría una denuncia en el Comisariado. Y también se lo diría a la policía de aquí.

      –Ah.

      Luego seguimos trabajando. Gina nos miraba y nosotras sabíamos que ella nos miraba y ella sabía que nosotras sabíamos que nos miraba. Aguantamos así un rato. La bolsa que estábamos clasificando era pesada y oscura. Un ventilador zumbaba cerca de nuestras cabezas. Gina no aguantó más.

      –¿Ha desaparecido alguien? –preguntó.

      Dibra levantó la cabeza de lo que estaba haciendo como si acabara de despertarse de un profundo sueño.

      –¿Desaparecido? No, no que yo sepa –dijo.

      Dibra dijo eso y luego se quedó muy pensativa el resto del tiempo que estuvimos trabajando. Por supuesto, yo sabía lo que estaba tramando. Y cuándo iba a hacerlo.

      Por supuesto, ella no se iba a librar tan fácilmente de mí.

      DIECIOCHO

      Así que esa noche, cuando terminamos de cenar, me bebí un montón de agua porque sabía que eso era lo que iba a hacer Dibra. Luego me acosté y luego me desperté cuando todavía era de noche con muchas ganas de orinar. En mi reloj decía que eran las cuatro y cuarto. Salí corriendo para el retrete. En la cola, una cola muy corta, estaba ya Dibra. Me vio llegar a la luz de la farola y me sonrió.

      –Eres una chica lista, Isata –me dijo, y me acarició la cabeza y se quedó pensativa–. De algún modo me lees la mente, ¿no es cierto?

      Aquello pareció divertirle y nos quedamos las dos, la una al lado de la otra. Luego hicimos nuestras cosas y fuimos a desayunar. Sobre las seis y media, ya estábamos libres y corrimos hasta la verja que separaba la zona de los refus de la de la gente de Acnur. Por supuesto, ahí había otra cola y nos sentamos a esperar. Había amanecido ya hacía rato cuando abrieron la verja y eran más de las nueve cuando al fin entramos en las oficinas. Yo nunca había estado allí.

      Era un sitio muy grande y con un suelo muy limpio y con aire acondicionado. Había macetas y sillones y mesas y pantallas y grandes mapas en las paredes. También había cinco personas detrás de cinco mesas. Cada una tenía su ordenador y su montón de papeles. Una chica nos dijo a qué mesa teníamos que ir. El funcionario tenía los ojos casi verdes.

      Nosotras nos acercamos y yo ya vi que todo iba a ir mal. Porque Dibra es como es. Y el tipo era como era. E hizo justo eso de mirarnos como si fuéramos un par de niñas que hubieran perdido su bolsa de caramelos.

      Justo lo que más cabreaba a Dibra.

      –¿Qué tal, niñas? ¿Qué queréis?

      Y dijo «niñas» con aquel tono. Dibra procedió a levantar la nariz. A tomar aire. Luego le fue contando: Wole desaparecido desde hacía tantos días y nosotras preocupadas. Él nos miraba. No llevaba gafas, pero me dije que debería llevar unas. Luego suspiró.

      –OK, ¿sabéis los apellidos de vuestro amigo? ¿Su número de identificación?

      –No.

      –Ah.

      Luego hubo un silencio en nuestra mesa. Alguien hablaba en una de las otras; un tipo muy alto. Nuestro funcionario tamborileaba con los dedos en la mesa y nos observaba como si aquello fuera muy divertido, como si estuviera deseando que saliéramos por la puerta para acercarse a los otros funcionarios y contarles: «Si vierais esas niñas que acaban de salir…».

      –Niñas, si no me decís más cosas, hay poco que pueda hacer… Ha desaparecido un niño, pero no sabemos cuál. Venís vosotras a reclamarlo, pero no sabéis quién es.

      –Se llama Wole –dijo Dibra–. Tal vez podría teclear eso en el ordenador.

      –Wole, bien. ¿Conocéis su nacionalidad? ¿Cómo se escribe ese nombre? ¿Es con uve doble, con be o con uve? ¿Estáis seguras de que no es Woleh o Wolah, con hache al final?

      –Podría teclear Wole: uve doble, o, ele, e. A ver qué sale. Y luego las otras opciones –dijo Dibra.

      El tipo la miró como si fuera la típica niña lista. Sonrió otra vez.

      –Cariño, necesito más datos –dijo.

      –Ya veo. ¿Puedo, entonces, presentar una denuncia?

      –Claro.

      Él se puso a teclear; luego le dio a un botón para que una impresora empezara a echar papel. Se lo tendió a Dibra, y también un boli, para que lo firmara. Luego le dio una copia y volvió a sonreír de aquella manera.

      –No te preocupes, le daremos el curso que corresponda. Y seguro que tu amigo está bien.

      Sonrió otro poco y puso las manos sobre la mesa, lo que quería decir que teníamos que levantarnos e irnos. Y eso hicimos. Fuera, al acabarse el aire acondicionado, nos golpeó nuestra vida. El sol, el polvo, el brillo de las piedras. Dibra y yo nos fuimos caminando un trecho hasta llegar a la sombra que proyectaba una tapia sobre el arcén. Ahí nos sentamos. El asfalto humeaba. Dibra miró hacia los montes. Luego me miró a mí.

      –A ver, Isata, si fueras un número, ¿qué número serías?

      Yo la miré. Ella sonrió. Yo levanté una mano. El tres. Ella sonrió otra vez.

      –Yo el siete, pero ¿sabes qué? Que no somos números, por más que ese nos trate como si fuéramos. Tú no eres un número, Isata. Yo tampoco. Y Wole tampoco.

      Luego se levantó y se sacudió el polvo del trasero.

      DIECINUEVE

      –Hay muchos niños en los campos. Demasiados –dijo Dibra.

      Y tenía razón. Niños de todos los colores. Más blancos, más rubios. Más negros. Muchos de ellos solos. Porque sus familias desaparecieron por el camino, o se ahogaron en el mar, o los dejaron atrás.

      A veces los niños encuentran amigos en el campo. A veces no.

      A veces ves que caminan solos entre los barracones. Niños que se sientan y lloran, o que se sientan y solo miran a través de la alambrada. Niños que van solos por la carretera, que deambulan entre las espinas.

      A veces hay niños que no hablan, como yo. Niños con pozos en la mirada.

      Y cada niño es de piel y huesos y sangre. Y cada uno es una historia.

      A veces, en el campo, un niño muere. A veces, en el campo, un niño deja de estar. De repente, una mañana, ya no se le ve por donde se le solía ver. Si ese niño iba solo entre los barracones o por la carretera o deambulando entre las espinas, no hay nadie que se pregunte por él y luego es olvidado.

      Olvidado, el niño de piel y huesos y sangre.

      Yo me aprieto el brazo, me pongo los dedos sobre la frente. Noto mi calor. Noto mis pensamientos. Si yo desapareciera, ¿quién preguntaría por mí?

      ¿Los voluntarios, los de Acnur?

      No, ellos harían una marca en sus libretas de estadísticas.

      Y es que sobre los niños y sobre las mujeres hay una palabra que sobrevuela como un buitre. La palabra es mafia.

      Mafia es lo que tenemos todos los refus en común. Porque todos llegamos aquí a través de la mafia. Mafia para contratar camiones, para viajar escondido, para cruzar el mar, para dejarlo atrás.

      –Mafia significa dólares –decía Dibra.

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