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      –¿Cogiste tu certificado?

      El certificado es lo que los refus tenemos que llevar siempre encima. El papel que dice cuál es nuestro estatus en el campo y cuál es nuestro nombre.

      Yo sonrío y lo saco de mi bolsillo y se lo muestro. Ella sonríe.

      –Muy bien, Isata. No te lo dejes nunca.

      Entonces nos vamos. Recogemos a Nadia y caminamos hasta la primera cola del día. El campo es, más que nada, hacer colas. Hay una cola para el baño, otra para lavar la ropa, otra para la comida, otra para llenar las garrafas de agua, otra para el médico, otra para los documentos…

      La gente viste con ropa de colores, pero todo es feo. Todo es metálico, todo es cuadrado, todo está sucio.

      CUATRO

      Así que recogimos a Nadia y nos pusimos en la primera cola del día. Llegamos a las seis y cuatro minutos y alcanzamos el final a las ocho y doce. Total, dos horas. El desayuno era el mismo de siempre: un bollo industrial, un poco de leche en polvo y una pieza de fruta. Un plátano. De ahí nos fuimos a la cola del baño. Llegamos a las ocho y cuarenta y seis y pudimos entrar a las nueve y media. En el baño nos quitamos las camisetas y sacamos nuestros pedazos de jabón y nos los pasamos por el cuello y los sobacos.

      Nadia se miraba al espejo, siempre lo hace.

      –¿Vamos a ir al locutorio? –dijo. Dibra y yo nos miramos porque, por supuesto, sabíamos a qué se refería Nadia.

      –Sí –dijo Dibra.

      Así que nos pusimos en la siguiente cola. A ratos coincidías con la misma gente en distintas colas. Nadia, una vez que nos colocamos, fue corriendo hasta el locutorio y se asomó. Volvió al poco con una sonrisa.

      –Está –dijo.

      Se refería a Fabio, uno de los voluntarios que solía encargarse de aquella zona. Fabio era alto y rubio y tenía los ojos azules y Nadia se pasaba la vida poniéndole ojitos como una tonta. Como si un voluntario de veinte años fuera a casarse con una niña refu. Y otra vez, esa mañana, empezó igual. Que si era guapo y que si lo otro. Dibra, cada vez que Nadia empieza así, vuelve los ojos hacia dentro y levanta la nariz.

      –Ah –dice entonces–, la verdad, Nadia, no tengo tiempo para esas tonterías. ¿Qué importará que sea guapo o que no?

      Entonces me mira, porque sabe que yo pienso igual.

      Al final, sobre las doce, conseguimos entrar en el locutorio y Fabio nos miró. Los voluntarios siempre ponían la misma cara: como si fuéramos unos preciosos unicornios que hubieran perdido su senda en el bosque de las piruletas, o eso decía Dibra.

      –Una cabina, Fabio, por favor –dijo Dibra en inglés.

      Y ahí nos metimos Dibra y yo, porque Nadia, claro, se quedó fuera a hacer el tonto. Dibra sacó el papel en el que llevaba escrito el teléfono del señor Tahiri, allí en el viejo país, y fue marcando. Le contestaron al poco.

      –Buenos días, señor Tahiri, ¿cómo está? –dijo Dibra, y luego escuchó.

      La conversación siempre era parecida. El padre de Dibra no podía llamar él mismo porque estaba enfermo, o porque le dolía la muela, o por algo. Las preguntas, las mismas: si se sabía algo de la madre o del hermano; si habían llamado al señor Tahiri allí, en el viejo país. Y las respuestas, siempre igual: nada. Ninguna noticia.

      La voz, al otro lado, era una voz profunda y metálica. Yo estaba lo bastante cerca de Dibra como para oírla.

      –Y de dinero, ¿cómo estáis? –decía la voz. Y Dibra me miraba.

      –Ah, bien, no se preocupe.

      –Si queréis puedo mandaros algo…

      –No, de verdad, no hace falta –decía Dibra. Lo decía, pero era mentira, era que su padre le había advertido que tenía que decir aquello porque no quería tener que pedirle dinero a nadie. Luego, Dibra colgaba y esperaba un momento. Volvía a marcar, esta vez el teléfono de su hermano Kostandin, el que estaba perdido por algún sitio. Siempre pasaba igual: ella marcaba y una voz informaba de que aquel teléfono no estaba disponible.

      Dibra puso su cara triste y salimos.

      –¿Qué hora es, Isata?

      Yo le mostré el reloj. Más de las doce.

      –Ya es tarde para ir a trabajar –dijo Dibra.

      Así que nos fuimos a la cola para la comida.

      CINCO

      Sobre las cuatro, el calor era tan intenso que el campo se apagaba. La gente buscaba refugio en las sombras y le dejaba el mundo a las chicharras. Solo nosotras, casi, íbamos caminando aquella tarde rumbo al trabajo.

      –Ahí, donde se clasifica la ropa, necesitan gente.

      Eso nos lo dijo, tiempo atrás, el señor Sinami, que era el padre de Nadia y que además había sido arquitecto en el viejo país. Nosotras lo miramos.

      –¿Pagan?

      –No lo sé.

      No pagaban. Nadia y Dibra lo discutieron brevemente.

      –Así hacemos algo –terminaron por decir.

      Y así fue como empezamos las tres a trabajar. La gente de otros países se «preocupaba» por nosotros y nos mandaba la ropa que ya no querían. Esa ropa llegaba a los campos en grandes camiones de las ONG y se descargaba detrás de los almacenes. Lo que nosotras hacíamos era coger las bolsas y llevarlas a la sala donde se clasificaban. Y luego abrirlas y empezar: ropa de hombre, de mujer, de niño, de niña, de invierno, de verano. Ropa de hacía veinte años, de hace diez, de hace cinco. Ropa del norte, ropa del sur.

      Las bolsas, al abrirlas, olían a vino agrio. A veces, en los bolsillos de los pantalones o de los abrigos, aparecían pequeños tesoros. Podía ser una moneda plateada con un grabado que representaba un águila; o llaves de no se sabía qué casa. Podían surgir papeles, cartas. O un lápiz, o un amuleto.

      Dibra y Nadia lo examinaban todo. Algunas de las cosas las guardaban en una caja de metal. Una vez, en un pantalón, encontramos un viejo reloj. La correa de cuero se había desgastado y se había partido, pero la esfera, dorada, era preciosa. Dibra lo tomó en la mano y lo sopesó.

      –Es de cuerda –dijo. Luego accionó la ruedecita y lo puso a funcionar. Yo lo miraba y Dibra me miró a mí y sonrió–. Ten, Isata.

      Y por eso tengo un reloj. Se lo llevé a Samir para que le arreglara la correa. Otra vez, en un abrigo, encontramos una extraña caja de plástico que dentro llevaba otra cosa aún más extraña. Se la enseñamos a los voluntarios y ellos se rieron mucho.

      –Es un casete –dijeron.

      –¿Y para qué sirve?

      –Para grabar sonidos. Música, sobre todo.

      –Entonces, ¿ahí dentro hay música?

      Ellos dijeron que sí y nos enseñaron, con sus móviles, cómo era el aparato que se necesitaba para oír esa música. Nadia dijo que ella había visto alguna vez uno parecido, allá, en casa de sus abuelos. Aquel casete fue luego a la caja de metal. Solo que, después, las chicas se lo cambiaron a Samir por cigarrillos para sus papás.

      A Dibra no le gustó que los voluntarios se rieran de que nosotras no supiéramos lo que era un casete y se enfadó. Dibra es muy sensible para sus cosas. Entonces lo soltó. Porque Dibra habla inglés muy bien y puede entenderse con todos.

      –Y cómo os van las vacaciones, ¿lo pasáis bien? –les dijo a los voluntarios.

      Ellos se miraron. Luego la miraron.

      –¿Vacaciones?

      –Sí, estáis de vacaciones, ¿no? Viviendo nuevas experiencias. Sintiéndoos mejor, ¿no? «Vamos a pasar

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