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no es así. ¿Qué preferirías, que no viniéramos?

      Dibra sonrió. Era mala. Es mala. Puede morder como una serpiente o picar como un escorpión si se enfada.

      –Preferiría, sinceramente, que hicierais cola conmigo para ir al baño y para que os den de comer. Preferiría que comierais lo mismo que yo como y que durmierais sin aire acondicionado. Y preferiría que os acordarais, cuando me habléis, de que no soy un unicornio rosa que se ha perdido en el bosque de las piruletas.

      Dibra dijo todo aquello y Nadia se quedó de piedra. Porque Nadia siempre dice que esas cosas no se les dicen a los voluntarios. Nadia se quedó de piedra y Gianna y Nico se miraron y sacudieron la cabeza. Porque ellos también conocían a Dibra. Y Dibra podía ser así. Y decir muchas cosas que, en realidad, no pensaba.

      SEIS

      El campo, visto desde las dunas, tiene la forma de una larga estrella que hubiera caído sobre el matorral. De lejos engaña, porque los contenedores podrían parecer verdaderas casas y las tiendas de campaña podrían parecer ropa tendida. De lejos no se distingue la basura ni la chapa. Junto a la carretera está la garita de entrada y, un poco más adelante, las carpas donde te hacen el control la primera vez y donde pones tu dedo para la huella y te hacen el examen preliminar. Después están los almacenes y, después, la zona donde viven los cooperantes. Ahí también está la Cruz Roja.

      Más allá está donde vivimos los refus.

      Hay miles de personas ahí. Y hay miles de niños.

      Estamos Dibra y Nadia y yo. Y también los hermanos de Nadia. Pero hay muchos más. De la mayoría no se sabe gran cosa. De otros, sí.

      Está Suma, por ejemplo, que cruzó la frontera escondida en una maleta y que es una de las niñas que duermen en la misma cama que yo en el barracón de los huérfanos. A veces grita por las noches.

      Está Nadji, que vino con sus siete hermanos y que dos de ellos han desaparecido.

      Está Ainda, que salió una mañana corriendo de su poblado y se unió a una caravana de personas que huían hacia el norte.

      Está Jahan, que llegó escondido en la bodega de un barco de pesca junto con otras treinta personas.

      Está Soufi, que tiene la cara llena de cicatrices.

      Aquí cada uno tiene su historia. De algunos no la conocemos porque hablan en lenguas que no entendemos. También hay muchos niños que están como yo, viviendo sin poder apartarse de su trauma, y que entonces no hablan, o de pronto se ponen a gritar sin que venga a cuento, o van por ahí deambulando como fantasmas.

      Otros niños están mejor. Normalmente los más pequeños. Porque muchos no han conocido otra cosa y, para ellos, todo es juego. Creo que yo también sería así si me apartara de mi trauma. Eso me dice Dibra. El problema de Dibra es que es suficientemente mayor como para acordarse de cómo era ella antes del campo. Y eso la pone muy triste.

      Pero, de todos los niños, el más especial era Wole.

      SIETE

      Wole siempre iba vestido con la misma ropa: una camiseta amarilla, un pantalón marrón tirando a verde y unas sandalias viejas. Wole hablaba poco. Sabíamos que nos entendía y que podía decir palabras en la lengua de Dibra y la mía. Sabíamos que hablaba también algo de inglés.

      Era de alto como yo y muy negro, muy tizón, como dice Dibra. También era muy flaco y tenía una forma rara de andar, como doblado un poco hacia un lado, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Sin embargo, eso no era cierto, porque un día Dibra lo hizo ponerse de pie, y ella y Nadia estuvieron un buen rato mirándolo y midiéndole las piernas.

      –¿Por qué andas así, Wole? –le preguntó Dibra.

      Pero Wole no contestó. Se encogió de hombros y nada más.

      Wole era un negociante. Cada pocos días, llegaba y ponía su tenderete debajo de los palos de la luz, ahí donde está la frontera entre el sector dos y el sector tres. Su tenderete era una vieja manta sobre la que colocaba su mercancía. Lo mismo zapatos que juguetes para niños que tarjetas de móvil que perfumes que cigarrillos que pasta de dientes que chocolate o que pastillas de jabón. Ahí se sentaba y ahí negociaba.

      A veces, claro, nosotras íbamos. Porque necesitábamos de sus cosas.

      –A ver, Wole, dos pastillas de jabón. Y esas bolsitas de té. Y si pudieras conseguir un poco de azúcar…

      Y él nos miraba con sus ojos tan negros y trapicheaba.

      –¿De dónde sacas todo esto, Wole? –le preguntábamos.

      Él no decía nada; si acaso, señalaba hacia el pueblo.

      –¿Tú vas al pueblo y te traes esto, Wole? No nos lo creemos.

      Pero él se encogía de hombros. Porque Wole, cuando estaba trabajando, era muy serio. Solo que a veces llegaba con cosas especiales.

      Juguetes construidos con pedazos de lata.

      Cometas.

      Y, sobre todo, sus jaulas.

      ¿Y cómo puede ser que a niños que viven en una jaula les interesen las jaulas? Pues porque Wole lo que hacía era capturar bichos en el saladar que rodea el campo. Se metía ahí, entre las manzanitas, las sabinas y los lentiscos, y volvía con grillos, chicharras y luciérnagas. Después, con pedazos de madera y trozos de alambre, les hacía las jaulas. Entonces uno puede tener dentro de su barracón un grillo que le cante toda la noche. O una luciérnaga que le dé luz.

      Wole no siempre traía jaulas. Pero, cuando lo hacía, todo el mundo se las quería comprar.

      Solo que Wole no aceptaba cosas a cambio de las jaulas. No, él quería dinero y nada más. Y ese era el gran problema. ¿Tenías dinero? Entonces podía haber una jaula con una luciérnaga junto a tu cama. Y si no, pues no.

      OCHO

      La tarde en que empezó todo, había hecho el acostumbrado calor y había sido el mismo atronar de chicharras que todas las tardes. Esto, a veces, duraba hasta las ocho o las nueve. Entonces era cuando solía refrescar un poco y la gente volvía a respirar y se encendían las primeras hogueras junto a los contenedores. Los niños se arrancaban las legañas y empezaban a jalear y del contenedor en que se juntaban los hombres llegaban sus discusiones o el sonido de algún violín.

      Nosotras, esa tarde, nos habíamos aposentado a la puerta del contenedor de Nadia. Yo miraba cómo ellas dos se desenredaban el pelo.

      Entonces llegó Wole.

      A veces lo hacía. Recogía su manta y, si nos veía, se acercaba y se sentaba cerca de nosotras. Dibra, con todo el pelo larguísimo suelto, lo miró y sonrió.

      –Wole, esas dos jaulas que te quedan… –dijo.

      –¿Qué?

      –Son muy feas, seguro que las vas a tirar –dijo Dibra.

      Wole sonrió.

      –Veinte. Diez y diez.

      –¿Veinte euros, Wole? Tú estás loco.

      –Tú tienes cuenta corriente en tu país, seguro –dijo Wole–. Saca.

      Dibra puso los ojos en blanco.

      –Tú no entiendes, Wole. Mi tío Gjon era diputado en el congreso y mi padre profesor en la universidad. Así que mi familia fue declarada enemiga del régimen. Toda ella. Y nos quitaron todo y nos embargaron las cuentas y nos las bloquearon. ¿Y tú sabes cuánto le dan a mi padre al mes aquí, en el campo? Cincuenta euros para los dos. Entonces, ¿qué hago, Wole? ¿Dejo de comprar jabón y pasta de dientes y de llamar por teléfono a ver si encuentro a mi madre? O ve tú, Wole, a decirle a mi padre que tener una jaula con un grillo es una «necesidad básica». Ve tú, Wole. Aquí te espero.

      Esa era la situación de Dibra. Y la de Nadia, parecida.

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