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y es como si me hubiera estado gritando a mí.

      –¿En qué pensabas, Dibra, en qué pensabas?

      Y Dibra no decía nada. Ni yo tampoco.

      ONCE

      Esa es la historia de Dibra. La mía es más simple, pero también más confusa, porque no son más que imágenes que saltan.

      Recuerdo un valle. Una aldea.

      El valle era azul. La aldea, marrón.

      Recuerdo mis manos teñidas de rojo y recuerdo caminar junto a alguien en la madrugada.

      Recuerdo el vapor de nuestras respiraciones. Las risas de los niños.

      Recuerdo que alguien caminaba a mi lado una mañana. Y entonces bum.

      Bum y el sonido se convirtió en un gusano y el gusano entró por mi nariz y bajó hasta mi garganta y se anudó allí.

      Después todo es más confuso aún.

      Una mujer alta camina a mi lado por una carretera rojiza.

      Hay gritos, angustia. Voy en la parte de atrás de un camión. Y luego soldados. Disparos. Algo cayendo a mi lado. Como un saco que alguien hubiera dejado caer desde una ventana.

      ¿Y entonces?

      Nada. Silencio. Un silencio de dentro de mí. Y siluetas. Siluetas que avanzan y, de pronto, la tierra acabándose.

      Yo pensé que era otro valle azul.

      Pero era el mar.

      Alguien lo dijo: «El mar, el mar».

      Y ya.

      Después, un día, estaba aquí.

      Otro día bajé por la carretera hasta las dunas y me encontré de nuevo con el mar.

      Dibra me dijo que estábamos al otro lado.

      Esa es mi historia.

      DOCE

      Wole había levantado la mano y había puesto dos dedos. Y nosotras, claro, le dimos los dos días. ¿Qué otra cosa había que hacer en el campo?

      Dos días en el campo quiere decir que haces dos veces cola para desayunar y dos para comer y dos para cenar. Que dos veces te dan un plátano pocho y dos veces comes arroz con cosas y dos veces te dan una hamburguesa fría y envuelta en plástico por la noche. Luego te buscas un rincón para comértelo.

      A ratos, también, te pierdes y bajas a las dunas y miras al mar. A ratos miras al cielo o miras para los montes que quedan al norte. A ratos te refugias del calor insoportable del mediodía y te desespera el canto interminable de las chicharras.

      Pero sí pasó algo esos dos días. Y fue que Wole, después de haber levantado los dedos y de que yo hubiera estado tan contenta que habría podido cantar, se marchó rumbo a su tienda y ya no lo vimos más.

      No estaba en su puesto al día siguiente ni tampoco al otro. Nosotras, al pasar, mirábamos hacia allí y nos encogíamos de hombros.

      –Ya vendrá –decíamos.

      Pero llegó la tarde en que él tenía que comparecer con las jaulas y tampoco estaba en su puesto. Luego empezó a atardecer y vino Nadia con unas tijeras plateadas y se sentó con Dibra y conmigo. Dibra miraba a lo lejos.

      –¿Qué hago? –dijo Nadia.

      –Espera.

      Dibra entró en su contenedor y sacó su baraja y ahí estuvimos pasando el rato hasta la hora de hacer cola para la cena. Después cenamos. Después nos volvimos a sentar y a jugar a las cartas, pero Wole seguía sin aparecer. Se hizo de noche y la luna empezó a caminar por el cielo y los sonidos se hicieron más escasos y más nítidos. Los hombres oían la radio y fumaban. Luego se paró la música y vimos llegar al padre de Dibra y al padre de Nadia. Nos miraron.

      –¿Qué hacéis aquí las tres? –dijeron.

      –Tomamos el fresco –dijo Dibra.

      Los padres se miraron y se encogieron de hombros. Aún estuvieron ahí un minuto, hablando. Luego nos volvieron a mirar y se despidieron, y el padre de Nadia le hizo un gesto a su hija y Nadia se fue tras él. El padre de Dibra entró en el contenedor y lo oímos lavarse los dientes y acostarse. La oscuridad era cada vez más profunda y nosotras la perforábamos con nuestros ojos, pero eso no hacía que Wole viniera. Al final, el padre de Dibra se enfadó.

      –Dibra, ya –dijo desde dentro.

      Ella me miró muy triste y me dijo que me fuera a acostar yo también. Después entró y la puerta del contenedor se cerró. Yo me acurruqué en la puerta como si fuera un perrillo y ahí mismo, después de dar muchas vueltas, me dormí.

      Pero eso tampoco hizo que Wole viniera.

      TRECE

      –Es raro –dijo Dibra una mañana.

      Estábamos en la cola para llenar las garrafas de agua y Dibra había seguido con la mirada a un niño que llevaba una camiseta amarilla. Por supuesto, yo sabía a qué se refería, pero Nadia no.

      –¿El qué?

      –Lo de Wole –dijo Dibra.

      –Lo de Wole, ¿qué?

      –Que no aparezca.

      –Ah, eso –Nadia pestañeó, se encogió de hombros–. Bueno.

      Dibra me miró y yo le enseñé mi mano con mis cinco dedos abiertos. Todos esos días hacía que Wole no aparecía con su mercancía y ponía su puesto. Y era muy extraño. Porque podía faltar un día o dos, pero nunca había pasado que faltara tantos. La conversación se reinició por la tarde. Habíamos atravesado la garita y habíamos cruzado la carretera y nos habíamos adentrado hasta lo más alto de las dunas para poder contemplar el mar. Cerca de nuestros pies se movían escarabajos acorazados y brillantes como metal y Dibra había arrancado un par de manzanitas. Una higuera nos daba sombra.

      –Lo que pasa –trataba de explicar Nadia– es que Wole sabe que la ha fastidiado. Y le da vergüenza, por eso no viene.

      Dibra se quedó pensativa.

      –Ya, pero eso tendría sentido si hubiera aparecido los días antes de que se cumpliera el plazo. Y no lo hizo, ninguno de los dos.

      –No sé, a lo mejor está enfermo –dijo Nadia, a quien no le interesaba lo más mínimo la cuestión. Después se echó a reír y Dibra la fulminó con la mirada–. Imagínate –dijo.

      –¿El qué?

      –Imagínate que te hubieras cortado la trenza.

      A Dibra no le hizo gracia ni a mí tampoco. Quedó un silencio largo que solo estremecían las hojas de la higuera. Un par de chorlitejos llegaron desde la parte alta de la playa y empezaron a pajarear cerca de nosotras. Los escarabajos habían huido. Abajo, cerca de la orilla, jugaban al fútbol un grupo de niños. Habían hecho una pelota con trapos y habían clavado unas cañas en la arena y habían dejado los viejos zapatos a un lado. Gritaban y se animaban unos a otros y eran como pájaros de colores. Dibra los miraba y yo sabía por qué.

      Y es que eran todos igual de flacos y de tizones que Wole.

      –Vamos –dijo Dibra de pronto.

      –¿Adónde? –dijo Nadia, pero yo sí lo sabía.

      –Ahí –señaló Dibra.

      Así que nos levantamos las tres y echamos a andar playa abajo. De cerca, las pieles de los niños brillaban al atardecer y olían como el mar. Si uno marcaba un gol, echaba a correr hacia el agua y se zambullía y daba una voltereta.

      Nos miraron mientras nos acercábamos.

      CATORCE

      Dibra llegó hasta los niños, se puso en el centro de su corro y los miró

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