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establecido en un solo lugar durante largos periodos de tiempo. Entre ellos había titiriteros y músicos profesionales, afiladores de cuchillos y fabricantes de cestas. Ninguna de estas profesiones son raras para los sinti o los roma.

      Daju fumaba cuando podía conseguir tabaco, aunque nunca en la calle. Los cigarrillos solo se habían convertido en algo común tras el final de la Gran Guerra y no se vendían aún por paquetes en Alemania. Una mujer fumando en público era algo raro (y con el tiempo ilegal una vez que los nazis hubieron llegado al poder). Daju ya era objetivo de suficientes miradas por el solo hecho de ser una mujer gitana, con sus pendientes de oro y su largo pelo negro. Evitaba comportamientos considerados inadecuados para no atraer más atención. La familia evitaba hablar sinti en público mientras hacían esfuerzos por no destacar.

      Las calles vecinas eran el lugar de trabajo de prostitutas y los hombres se paseaban por ellas en busca de acción. A veces las hijas de los Trollmann recibían miradas y comentarios que no eran bien recibidos. Rukeli y sus hermanos jugaban con frecuencia con los hijos de los Weiss, que también eran sinti de piel oscura y vivían cerca. Iban a nadar juntos al río cercano, lo que siempre preocupaba a Daju. No había nada que temer. Rukeli era un fuerte nadador, un buen atleta.

      Cuando Rukeli empezó a ir al colegio, recibió azotes por no responder cuando lo llamaban. No se había dado cuenta de que había sido registrado en la escuela como Johann. Nadie lo había llamado nunca antes por su nombre alemán. El pelo de los niños de tez blanca era corto. Él tenía largos y salvajes rizos negros y agujeros en los zapatos. Encajaran o no en la escuela, Rukeli y sus hermanos aprendieron a leer —principalmente enseñándose los unos a los otros—; pero no las chicas.

      Rukeli no fue criado para ser una estrella que destacara bajo la luz de los focos, sino un miembro de un grupo, compartiendo siempre los momentos de diversión y los recursos con sus siete hermanos. El mayor de los chicos era Carlo. Si se dice con acento alemán suena «kahlo», que significa «negro». Era el que tenía la piel más oscura y responsable de sus hermanos. En primavera y otoño, cuando los granjeros necesitaban ayuda extra, toda la familia se subía a un carromato con otros parientes y buscaban trabajo itinerante. Los hijos iban a la escuela dondequiera que se detuvieran y encontraran trabajo. Rukeli, su hermano Mauso —tres años menor— y su hermano Benny, siete años más joven que Rukeli, eran muy flacos, por lo que llamaban la atención. La compasión a veces traía comidas gratis. Cuando no había trabajo ni caridad, Schniplo recurría a robar un conejo o una gallina. Los roma y los sinti que viajaban se dejaban unos a otros señales a lo largo de los caminos, tronchando hojas y ramas —la propia palabra que se usa para decir «señal» es patrin u «hoja» en romaní— para avisar cuando los lugareños eran malvados o para indicar si eran hospitalarios. Aún hoy, en Norteamérica, hay gitanos que enseñan a sus hijos a leer una patrin e incluso, sinti y roma usan señales mutuamente inteligibles.

      A los siete años de edad, Rukeli y su familia vivían en el número cinco de Haus Tiefenhal, un sitio con baños en la calle y sin agua corriente. Nueve familias compartían tres casas. Esto no se debía a la pobreza de la familia. Los edificios de apartamentos en las ciudades alemanas de la época solían obligar a los inquilinos a compartir tales instalaciones. Cuando un niño quería usar el retrete, cogía un trozo de periódico viejo y una llave colgados de las escaleras y se iba fuera. Los retretes eran tablones con agujeros en la mitad.

      El combustible y el calor se obtenían de la madera y el carbón cuando había suficiente. El carbón se guardaba en una caja en la cocina. En verano, la caja y la estufa se sacaban fuera para hacer sitio.

      Rukeli compartía cama con Carlo y con chinches y ratones. La ciudad tenía planes para derribar el edificio y construir viviendas para familias en mejor situación económica. Los Trollmann y los demás inquilinos vivían con la conciencia de que el momento de buscar una nueva residencia estaba siempre a la vuelta de la esquina.

      Así pues, por el momento, este era su hogar. Las mujeres lavaban la ropa en una olla de agua caliente en la cocina. Pensando en la casa, miembros de la familia recuerdan haber tenido una llave pero no haberla necesitado. Siempre había alguien en casa. La familia alquilaba un huerto cercano para cultivar judías. La mayoría de los días comían guisos de judías, patatas y cualquier grasa que pudieran conseguir. Sin el huerto, no habría habido suficiente. Toda la comida se cocinaba en una gran olla de hierro forjado. Rukeli no era lo bastante fuerte todavía para levantarla. A menudo comían chucrut rojo, coloreado con tomates o paprika. La paprika era crucial. A los sinti les gustaba su comida más picante que a otros alemanes.

      La escuela a la que asistía Rukeli era una institución solo para chicos donde los profesores recurrían al castigo corporal. Rukeli era rápido y, cuando veía la mano del profesor acercándose, la esquivaba. Esto enfurecía a la figura de autoridad y empeoraba las cosas. A su profesor no le gustaba tener al resto de la clase riéndose mientras el pequeño gitano se escapaba de su castigo.

      Rukeli, cuando no iba al colegio, cogía erizos para venderlos como comida. Para sinti y roma, un erizo asado es una delicia. Más gordos en otoño, cuando están cogiendo peso para la hibernación, se les pueden quitar las púas haciendo un agujero en la piel con una fina caña o una aguja y soplando después a través de la caña o algún tipo de paja, inflando el cuerpo para separar la piel y las púas fácilmente del carnoso cuerpo. Sinti y roma asan el animal sobre un fuego o lo hacen guisado con salsa. Los manouche tienen la tradición de cocinarlo en una vasija de arcilla, idealmente con tomillo y ajo antes de quitarle las púas y la piel. No es costumbre alemana comer erizo pero aquellos eran tiempos difíciles y la gente del barrio de Rukeli comía la carne que se podía permitir.

      Por las noches la familia se apretaba en el estrecho apartamento. Rukeli miraba por la ventana el farol de gas de la esquina. Los candiles de gas tenían agujeros en el fondo. Por las mañanas temprano un hombre con una pértiga venía y apagaba la llama.

      Rukeli tenía ocho años cuando visitó una sala de boxeo por vez primera. Un amigo lo llevó para que echara un vistazo al gimnasio de la escuela local, donde había estado entrenando durante unas cuantas semanas. Boxear era ilegal, en parte porque muchos lo veían como una importación extranjera, algo inglés. E Inglaterra no era amiga.

      Empezó a ir al gimnasio de la calle Schaufelder, caminando los pocos kilómetros cuando podía y saltando a un tranvía si el tiempo era malo. Los tranvías eran otra novedad y también polémicos. Los tranvías eléctricos acababan de empezar a sustituir en Hannover al transporte tirado por caballos. No todo el mundo estaba de acuerdo en considerarlo un progreso ni todos se sentían seguros en los nuevos medios de transporte. Cuando se movía lentamente por la ciudad, la gente saltaba para subirse o bajarse en cualquier punto, lo que significaba que la gente joven se colaba casi tantas veces como pagaba el billete. Uno siempre podía saltar del tranvía al ver aparecer al revisor. Rukeli viajaba de esta forma.

      Cuando se presentó en el gimnasio de la calle Schaufelder para comenzar a entrenar, los estudiantes mayores que él lo rehuyeron. Parecía demasiado pequeño, demasiado frágil. Lo echaron y pocos días después volvió. No tenía zapatillas de tenis ni ropa de ejercicio pero había vuelto. Cedieron y le dieron un tour por el gimnasio.

      Una descripción de la sala de entrenamiento no sorprendería a nadie que conozca los clubes de boxeo de hoy día. Para Rukeli, todo lo que veía con sus ojos asombrados era nuevo. Había olor a sudor, un vestuario y una ducha. Rukeli, que se lavaba en una palangana en casa, no había visto nunca una. Los otros chicos le enseñaron cómo funcionaba.

      En el área de entrenamiento de boxeadores, Rukeli encontró espacios abiertos, un muro para trepar y anillas que colgaban del techo. No había ring de boxeo. No siempre estaba montado sino que se armaba cuando era necesario.

      Se entregaban guantes a los estudiantes. Los niños no necesitaban comprar ningún equipamiento. Si hubiera habido que comprar algo, habría sido la primera

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