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mercado para la adivinación del futuro hay. Y por supuesto, si hay demanda quiere decir que alguien está dispuesto a pagar, y dado que el costo de producción de inventar el futuro es cero, la oferta aparecerá de inmediato. Pero esto no es suficiente, porque si los que predicen no lo hacen bien (que es lo que esperamos que suceda), irán perdiendo su clientela. ¿Cómo hacer entonces para sostener el negocio en el tiempo? Por un lado, la magia está en la viveza de la adivinadora: utilizar un lenguaje ambiguo, como dijimos anteriormente, tener a mano buenas excusas para los fallos, predecir a muy largo plazo para evitar ser evaluado, son todas técnicas que le permitirán sobrevivir. La oferta debe, de alguna manera, esforzarse para no quedar como una truchada. Por el otro, necesitamos de cierta ingenuidad del cliente o, visto de otra manera, de una tolerancia al engaño suficientemente grande: como ya dijimos, todo agente racional detectaría la trampa con relativa rapidez, tras verificar que el futurólogo no le pega al futuro más de lo que predice el azar.

      He aquí una rápida explicación de por qué persisten durante muchísimo tiempo en nuestra sociedad actividades fraudulentas: un oferente con ingenio más un demandante ingenuo. Insistimos, en un mundo racional como el de los modelos económicos tradicionales, nada de esto debería suceder. Quizás el lector dude de la relevancia cuantitativa de este fenómeno: un conjunto pequeño de “vivos” no es toda la economía, y la mayoría de los consumidores no pueden ser tan incautos como los compradores de futuro.

      Este libro, sin embargo, quiere sembrar una sospecha, y es que estas vivezas podrían estar más extendidas de lo que creemos. ¿Cuántas veces usted compró cosas que no le brindaron la utilidad o la felicidad que esperaba? Ese cuadro carísimo que miró solo un par de veces y ya ni registra; ese libro que prometía hacer de usted una persona más segura; ese auto nuevo que finalmente no tiene un andar tan distinto del anterior. Seguro estas decepciones le han ocurrido, le ocurren, y le seguirán ocurriendo. Mal que les pese a los defensores de la eficiencia de los mercados, lo cierto es que todos nosotros compramos porquerías que parecen prometernos un bienestar enorme, pero que luego se evapora hasta hacernos dudar incluso de la real justificación de la compra. Demandantes ingenuos, oferentes con ingenio… recuerden la máxima y miren a su alrededor. Y también sigan leyendo.

      Gerardo cuenta que, en la proximidad del Día de la Madre, las ideas para un regalo para su esposa eran escasas y sus hijas, muy niñas aún, no podían aportar propuestas. Atribulado por este problema, pasó frente a una casa especializada en productos deportivos, llamándole enormemente la atención unos patines artísticos, esos tradicionales de cuatro ruedas, pero con botas. Su esposa no se dedicaba al patinaje (mucho menos al patinaje artístico) y en la casa jamás se había hablado del tema. Pero por alguna razón él sintió que era el regalo perfecto. Al abrir el regalo, su mujer no sabía si se trataba de una broma, de una indirecta, o de otro inútil intento de su marido por parecer original. Un tipo de cambio que hace regalos que serán para el cambio… ¿Qué fue lo que hizo que Gerardo cometiera semejante torpeza? Un demandante ingenuo, sin dudas, pero también un vendedor de patines que seguramente hizo muy poco por desalentarlo.

      Otro ejemplo de demandante particular son los coleccionistas, esa gente que siente atracción por lo económicamente innecesario. Estampillas, marquillas de cigarrillos, coches en miniatura, monedas, latas y hasta muñecas, no parecieran tener valor económico, a menos que en un futuro alguno de ellos tenga la intención de poner todo a la venta, con la esperanza de que el tiempo valorice lo inútil. Se podría argumentar que un filatelista disfruta de repasar una y otra vez su colección de estampillas. Gerardo, por caso, colecciona películas en DVD y admite que rara vez vuelve a proyectarlas, con excepción de aquellas pocas películas muy buenas (de acuerdo a su propio gusto, ciertamente dudoso). O sea que podría existir un disfrute en el solo hecho de tener y mantener cosas, más allá de la utilidad concreta que uno le quiera dar a lo que adquiere. Para la economía clásica, éstas no parecen ser decisiones del todo racionales. La compulsión a gastar en estas obsesiones puede traernos más de un dolor de cabeza cuando no alcanzamos a llegar a fin de mes.

      Lamentablemente, los costos de una compra equivocada no terminan al notar la ociosidad del producto. Una vez decepcionados, solemos buscar desesperadamente razones para justificar nuestros fallos. Una más o menos inmediata es que no hay posibilidad de determinar si algo funciona o no hasta probarlo. La aspiradora no aspira tanto, el vestido no queda tan bien según otros ojos, el libro nos aburrió demasiado rápido. Algunos plantearán que este es un problema menor, ya que algunas tiendas permiten la devolución de un producto que no nos satisface. Amazon hasta nos invita a hojear parte del libro antes de comprarlo. Pero aun así, la mayoría no utiliza demasiado esta opción. ¿Por qué? Quizás devolver algo semi-usado simplemente nos dé vergüenza. O tal vez no queremos reconocer que nos equivocamos: Roberto Moldavsky, en uno de sus geniales monólogos, afirma que la razón por la que un pueblo como el de EEUU termina con Trump como presidente, es que devuelven el dinero si el producto no te gustó. Cuando los efectos de inacción predominan y no hacemos saber al mercado que ese sillón nuevo no es tan cómodo como lo sentimos la primera vez, las “correcciones” tardan en producirse. O dicho más claramente, el producto trucho se sigue vendiendo y solo dejará de producirse mucho tiempo después. El resultado es que un montón de consumidores terminan poco satisfechos con su compra durante demasiado tiempo.

      Como ya reconocimos previamente, a primera vista esto no parece demasiado generalizable. Dimos ejemplos arbitrarios de compras de bienes de consumo durable, y uno esperaría que al comprar alimentos o servicios el feedback del mercado fuera más rápido y efectivo. Una empresa que vende una marca de leche podrida, definitivamente no durará en el mercado. Y un peluquero que corte el pelo con tenazas probablemente tampoco. Pero en este libro intentaremos demostrar que hay un mundo intermedio que puede sobrevivir gracias a las astucias del oferente, y a nuestra innata cualidad de equivocarnos una y otra vez como clientes.

      Para evitar malas interpretaciones, este libro no es un libro de quejas destinado a denunciar la maldad del capitalismo empresarial y de los daños que infringe sobre el pobre consumidor. La razón es que, según nuestra tesis, para sobrevivir en la jungla capitalista todos tenemos que aprender a ser astutos para vender algo, aprovechando la ingenuidad de nuestra potencial clientela. Es cierto que muchas veces nos compran por los méritos reales de nuestro producto o servicio, pero a los que exageran estos méritos les suele ir mejor. Y como revelaremos enseguida, todos en mayor o menor medida exageramos.

      El filósofo y ensayista Zygmunt Bauman escribió una crítica enérgica a la sociedad moderna en su libro Una Vida de Consumo. Su título en inglés es más explícito: A Consuming Life juega con el doble sentido de una vida dedicada al consumo, y una sociedad que nos compele a hacerlo, consumiendo en ese viaje nuestras vidas. Bauman opina con desdén que el consumo no es más que la cristalización de los excesos de la sociedad. Vivimos, explica Bauman, una economía del engaño basada en la insensatez y la emoción, pero casi nunca en la razón. Lejos de representar un fracaso, indica, este estado de cosas es óptimo para su propia reproducción, fortaleza y expansión. El consumismo, ataca Bauman, es un proceso de desafección, de silenciamiento social, y desactiva la protesta contra el orden imperante. En esta distopía consumista, los objetivos de ser más generosos y de cuidarnos los unos a los otros quedan opacados, nos han dejado sin propósito en la vida.

      Nosotros no estamos en condiciones de ir tan lejos. Compartimos con Bauman que los engaños y autoengaños en esta sociedad de consumo son evidentes y generalizados, pero no estamos tan seguros de las perspectivas sombrías del autor. Y en lugar de juzgar a quienes presumiblemente nos mienten, preferimos ser juzgados junto a ellos, todos formados en una fila interminable de tramposos que, inevitablemente, constituyen una parte indisociable de la realidad, de nuestras relaciones económicas. Y si nos fijamos bien, quizás encontremos al propio Bauman en la misma hilera vendiendo libros que, bueno, al final no eran tan reveladores como pensábamos cuando los compramos.

      Este libro está repleto de hipótesis excéntricas, pero totalmente comprensibles. Algunas de nuestras especulaciones se basan en situaciones perfectamente identificables que vivimos a diario. Otras son teorías que el lector juzgará por sí mismo como conducentes o no. Por si no se entendieron bien los párrafos anteriores, nuestra primera conjetura imprudente es que, en una palabra, todos vivimos engañados y engañando. Pero esto no termina aquí: nuestra segunda

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