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todo sobre los OVNIs y le encantaba escuchar las explicaciones de Fabio Zerpa, el principal favorecedor local. Su mente y su inconsciente pedían a gritos más casos de avistamientos, más testimonios de abducciones, más interrogantes sin respuesta de un gobierno encubridor. A los 12 años Pablo fue a ver la película “Encuentros cercanos del tercer tipo”, y concluyó que allí descansaba la confirmación irrefutable de que el fenómeno era real. Él era una enorme disonancia cognitiva caminante, y daba por buena solo la evidencia que se correspondía con sus prejuicios. Poco tiempo después, el ingreso al secundario (en un colegio público de cierto prestigio) lo cruzó con compañeros inteligentes que no tardaron en remarcarle los huecos en sus razonamientos y lo poco confiable de sus sueños alienígenas. Era pues una cuestión de tiempo hasta que Pablo abandonara éstas y otras teorías e ideologías absurdas que hoy le daría vergüenza revelar.

      Lo que Pablo no imaginó es que esta bocanada de aire escéptico lo acompañaría en los cuarenta años siguientes, y que le serviría para desenmascarar muchos fenómenos que damos por descontados. Cumpliendo la mayoría de edad comenzó su educación como economista (sí, junto a Gerardo Rovner), y paralelamente explotaron sus intereses por la literatura que dudaba de todo. Primero cayeron en desgracia los visitantes extraterrestres (los de ahora y los que hicieron las pirámides), y pronto se derrumbaron también los fenómenos psíquicos y telepáticos (cuyos intérpretes principales eran el israelí Uri Geller y, en Argentina, el inefable Tusam), el monstruo del Lago Ness (en Argentina, el barilochense Nahuelito), la alquimia, la astrología, y varias otras truchadas. También aprendió que las fantasías podían tener consecuencias negativas sobre la salud: curas energéticas, medicinas alternativas y cirugías psíquicas (esas que te sacaban el cáncer con la mano y sin incisión alguna). Pablo se suscribió a la revista Skeptical Inquirer (hoy Skeptic, dirigida por el talentoso Michael Shermer), y participó brevemente de una institución local escéptica escribiendo un par de notas en su revista Pensar. En nuestro país, el movimiento escéptico tuvo su minuto de gloria gracias a Raúl Portal, que allá por 1994 empezó a desenmascarar a gente que decía contar con poderes mentales, que practicaba la astrología, o que incluso vendía curas mediante técnicas no probadas. Los llamaba “los manochantas”.

      Gerardo, mientras tanto, no era un fan del escepticismo, pero des­puntaba el vicio de cazar fraudes escuchando los audios del Dr. Tangalanga (Julio Victorio de Rissio), que denunciaba a través de sus desopilantes llamadas telefónicas a estafadores de servicios espurios, simpáticos cazafantasmas, y a profetas de barrio que por unos pesos adivinaban el premio mayor del gordo de navidad. Si bien hoy varias de estas prácticas son consideradas una curiosidad, hace tan solo veinte años proliferaban, en especial en el universo del espectáculo.

      Con el tiempo, las lecturas escépticas de Pablo continuaron (complementadas con ciencia divulgativa), pero su interés se concentró en la economía (de algo había que vivir). Los puntos de cruce entre ambas pasiones parecían lejanos, pero profundizando se dio cuenta de que la economía también tenía sus aristas científicamente dudosas. Por ejemplo, varios economistas consideraban que el llamado “análisis técnico” de los mercados de valores era una pseudociencia. Esta técnica se basa en predecir el comportamiento de la Bolsa de Valores a partir de formas imaginarias que aparecen al dibujar las series, como cuando aparece la representación hombro-cabeza-hombro. Las finanzas también han abusado de otros signos supuestamente informativos, como la sofisticada espiral dorada que se menciona en la película “π” . Pero sacando estos casos claramente pseudocientíficos, en general a la economía le cuesta distinguir entre lo que es cierto y lo que no, pues no tiene mecanismos simples de falsación, ni tampoco las herramientas de testeo de disciplinas más duras, por su propia naturaleza de ciencia social.

      Por su parte, el escepticismo de Gerardo fue creciendo junto a su fervor por las estadísticas y, especialmente, su interés por el rol del azar en el devenir económico. Mientras desataba su pasión docente de Estadística, fue cayendo en la cuenta del carácter esencialmente complejo de la economía y cómo lo aleatorio jugaba un rol mucho más importante de lo que había aprendido en el transcurso de su carrera, tan influida por el fisicalismo típico de su alter ego ingenieril. Pronto notó que nuestro pensamiento occidental tiene un carácter netamente determinista, asignando a cada efecto una causa, pero que muchas de estas explicaciones eran posteriores a los hechos observados. Y si hay algo relativamente fácil de predecir, es lo que ya sucedió. Las teorías conspirativas son ejemplos bien ilustrativos del sesgo “yo lo sabía”. En cierta ocasión, Gerardo estaba conversando con un economista acerca de algo que no tenía nada que ver con la economía: el clásico River-Boca que se disputaría dos días después. Aparentemente informado de una conspiración oculta, el colega afirmaba que el resultado ya estaba “arreglado”, dados los intereses en juego. Ante la pregunta de Gerardo acerca de quién ganaría, su interlocutor comenzó su respuesta con la típica expresión “Bueno, depende…”.

      En el fondo, ambos llegamos a dilemas similares. El azar y lo social constituían un mismo vínculo con la economía cotidiana e imponían el desafío de discernirlo. Pese a no encontrar el vínculo deseado, no perdimos jamás las esperanzas, pensando en que algún día llegaría la revancha. Este libro es nuestra (pequeña) revancha.

      La vida de economista no resultó como esperábamos. Si bien sospechamos que había algo más detrás de las teorías que habíamos leído, las claves que completasen las piezas de aquel rompecabezas no aparecían. Al fin y al cabo, si la economía era tan “científica” como se decía, ¿cómo era posible que tantas políticas económicas, diseñadas por gente tan estudiosa e inteligente fracasaran una tras otra, sin solución de continuidad? Por otra parte, las diversas crisis económicas, tanto nacionales como globales, tampoco encajaban con la idea de una ciencia infalible. ¿Y qué prestigio podía tener una ciencia cuyo galardón principal es un Premio Nobel trucho1 (porque no lo instituyó originalmente Alfred Nobel), y que se otorga con criterios muchas veces incomprensibles?

      Por eso, la aparición de la psicología en la disciplina fue un soplo de aire fresco. Después de tanta ecuación atormentadora, de tanta discusión de puro corte ideológico, de tanta jerga que ocultaba lo importante, la Economía de la Conducta venía a desenmascarar sin piedad al homo œconomicus, el arquetipo racional que los economistas usamos como punta de lanza de casi todas nuestras ideas. Miles de experimentos de todo tipo descubrieron, y siguen descubriendo, límites claros en nuestras capacidades cognitivas, lo que incluye nuestras habilidades analíticas, esas que los economistas suponemos colosales en los individuos. Como Pablo ya escribió un libro donde habla in extensum de estas cuestiones, evitaremos repetirnos, pero sí explicaremos por qué la economía de la conducta es un buen punto de partida para entender de qué va este libro.

      Supongamos una de esas vendedoras de ilusiones que viven de leerle el futuro a la gente. ¿Qué le espera en un mundo de agentes racionales como los que suponemos los economistas? Seguramente un ingreso magro, o quizás nulo. Un agente racional jamás pagaría por algo que, en esencia, no tiene valor. Se podría pensar, en acuerdo con la famosa Apuesta de Pascal (ver Box 1) que arriesgarse a pagar para que le adivinen el futuro puede ser una jugada sensata, pero repensemos el asunto. Un individuo racional debería preguntarse por qué una persona está dispuesta a brindar una información valiosísima por tan poco dinero. Conocer el futuro equivale a llevarse al pasado una libreta con los resultados deportivos, como sucede en “Volver al Futuro II”. Como conocer el futuro vale casi infinito, la señal de que alguien está dispuesto a malvender esta capacidad debe ser interpretada entonces como lo que es: un vulgar engaño.

      BOX 1: EL ¿FALSO? DILEMA DE PASCAL

El argumento de Pascal es así: supongamos que no sabemos si existe Dios o no, y por lo tanto asignamos una probabilidad del 50% a cada proposición. ¿Cómo sopesarías estas probabilidades cuando decides si llevar o no una vida religiosa? Si actúas acorde a estos preceptos y Dios existe, decía Pascal, tu ganancia es infinita (la felicidad eterna). Pero si Dios no existe, tu pérdida es mínima (los sacrificios hechos para respetar la religión). Pascal propuso calcular la expectativa matemática del beneficio de vivir religiosamente, que es la mitad del infinito (la ganancia si Dios existe) menos la mitad de un número

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