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espacio integrado del conocimiento y de los problemas de nuestra sociedad, como un campo expandido nuevo que nos permite entender el mundo que vivimos de manera más profunda y precisa, con claridad, sin suprimir la complejidad que lo conforma.

      En esta publicación entablamos un diálogo entre temas, que aparentemente no dialogan, pero que conviven circunscritos al interior del territorio sin fronteras del Estrecho y, por lo tanto, confluyen en su dimensión patrimonial común.

      NOTAS

      MAGALLANES: PAISAJE CULTURAL DE LA HUMANIDAD

      Joaquín Sabaté

      Doctor arquitecto y economista. Catedrático de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Catalunya. Doctor honoris causa por la UNC (Argentina).

      En el texto de introducción precedente se parte de la idea de frontera como límite y fecundo terreno de intercambio, para reivindicar Magallanes como territorio sin fronteras.

      Es en los intersticios entre campos diferentes donde suelen producirse los principales avances del conocimiento. Consideremos, pues, el Estrecho como uno de dichos quiebres que, habiendo sido barrera de ideas y tradiciones, nos convoca hoy a reflexionar desde miradas, disciplinas y culturas diversas, y a dejar atrás conflictos y explotación seculares para construir, sobre un palimpsesto de culturas, un lugar de encuentro e intercambio.

      Una acotación necesaria

      Conviene definir en primer lugar Magallanes como un paisaje cultural, tal como lo señaló Umberto Bonomo, y acotar dicho concepto. Sus orígenes podemos rastrearlos en escritos de historiadores o geógrafos alemanes y franceses de finales del XIX: desde los alegatos deterministas de Friedrich Ratzel o la atención que Otto Schlütter reclama sobre la idea de Landschaft, como área definida por una inter-relación armoniosa y uniforme de elementos físicos. Y, asimismo, los encontramos en la interpretación de la incidencia mutua entre naturaleza y humanidad de Vidal de la Blaché, o de otros sociólogos y filósofos franceses (Emile Durkheim, Frédéric Le Play) que defienden la relación entre formas culturales de vida y territorios acotados, entre paisaje y paisanaje.

      Pero la acepción actual del concepto “paisaje cultural” es del profesor Carl Sauer, que revisa en 1925 aquella idea de Landschaft, analizando las transformaciones del paisaje natural debido a la acción del ser humano, estudiando la relación cambiante entre hábitat y hábitos. Según Sauer, el paisaje cultural es el resultado de la acción de un grupo social sobre un paisaje natural.

      Se trata de un registro humano sobre el territorio, un palimpsesto, un texto que se puede escribir e interpretar –pero, asimismo, reescribir– entendiendo el territorio como un artificio, el resultado de una construcción humana. Por ello sugerimos una definición algo más sencilla: paisaje cultural como un ámbito geográfico asociado a un evento, a una actividad o a un personaje históricos, que contiene valores estéticos y culturales. O, dicho de una manera menos ortodoxa, pero más sencilla y hermosa, el paisaje cultural es la huella del trabajo sobre el territorio.

      Un paisaje cultural extremo

      Creemos que Magallanes es además un paisaje cultural extremo, tanto por las formas antrópicas que han modelado su territorio como por su imaginario, posición, clima o geografía, una geografía que se nos muestra aquí en estado puro. La idea de vastedad, de pisar el confín de un continente que se ha roto en pequeños fragmentos, nos remite al concepto de paisaje extremo. Incluso en verano, el viento es gélido y puede alcanzar temperaturas muy bajas, mostrar cambios continuos, de fuertes vientos a calma total, o de un sol espléndido a aguaceros intempestivos. Un recorrido por este territorio despierta una sensación de infinitud. Muestra un horizonte llano, cuyo límite lejano apenas se puede distinguir, por aquel sol escaso y oblicuo, que cuando brilla lo hace con una luz cegadora. Pocos caminos lo surcan, y al recorrerlos se descubre la belleza del vacío, la soledad absoluta. Nos lleva a imaginar que se pisa un territorio por vez primera, aun sabiendo que muchas culturas lo han fertilizado.

      La singularidad del clima, la rotunda belleza de la geografía, la lejanía y aislamiento, la enorme longitud de las sombras, la atracción fatal que ejerció sobre tantos viajeros de allende los mares –que siglos atrás querían descubrir esta tierra incógnita y cerrar el recorrido alrededor del mundo, o que desde capitales lejanas querían alcanzar este sur lejano y mítico–, las singulares condiciones de vida y la historia de tantos establecimientos fracasados, las formas de ocupación de su territorio, la práctica desaparición de los vestigios de sucesivas culturas que lo enriquecieron, frente al enorme esfuerzo de tantos cartógrafos por recogerlos en cientos de bellas estampas, o de estudiosos como Darwin, Agostini, Martín Gusinde, por rescatar su historia y su cultura en documentos extraordinarios, así como la percepción de inmensidad, de vacío..., todo nos remite a la imagen de un paisaje extremo; de hecho, un paisaje cultural extremo.

      Magallanes, ¿paisaje cultural de la humanidad?

      Siendo este un paisaje cultural tan singular, cabe preguntarse si encuentra acomodo en alguna de las categorías, si reúne las condiciones de integridad y autenticidad que exige la Unesco, y si es posible dotarlo de un sistema de protección y gestión adecuado que garantice su salvaguarda. O, previamente, si existen otros ya reconocidos de características y valores similares.

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