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ellos, toco el instrumento ante cada uno de forma individual. Ellos se sienten mejor, yo ofrezco un aspecto melancólico, todos nos embarcamos en un viaje de descubrimiento personal y llegamos a un lugar mejor.

      Hasta aquí, un buen ejemplo de la fantasía que más cachondo pondría a un ejecutivo televisivo. Qué cosa tan vomitiva.

      Pero se trata de una cinta potente. Lo más destacado del día en todos los periódicos, un documento que hace saltar las lágrimas sin recurrir a la manipulación típica de la cadena ITV. Lo que convierte a este documental en algo especial a ojos de la prensa es el detalle de que no solo lo presento y toco el piano en él, sino que además resulta especialmente conmovedor (es la palabra que utilizan) porque a mí también me ingresaron y pasé varios meses en pabellones psiquiátricos de seguridad. Se vuelven locos con el rollo ese de la víctima que acaba triunfando. La situación me encanta. Voy a promocionarlo todo lo posible. A aparecer en el mayor número de entrevistas de radio y de tele, de reportajes a doble página y fotos de revistas.

      A medida que las cosas vayan avanzando, pienso utilizar mis antecedentes y mi ínfimo talento para promocionar discos, ayudar a asociaciones benéficas, hacer giras, salir más por la tele e intentar cambiar en algo las vidas de aquellos que no tienen voz, de quienes se enfrentan a los síntomas y circunstancias más oscuros y desesperados, de aquellos a quienes nadie presta atención: los ignorados, ninguneados, solos, aislados, perdidos. Aquellos a quienes veis arrastrando los pies por la calle, inmersos en su pequeño mundo, con la cabeza gacha, la mirada perdida, despreciados y arrinconados en una esquina terrible y muda.

      Pero también voy a utilizar todo esto para que se produzca un cambio en mi vida. Para ganar dinero y comprarme chorradas que no me hacen falta, todas mejores que las que tengo ahora. Para convertirme en alguien visible, en el centro de todas las miradas. Mi cabeza me dice que lo necesito. Que lo anhelo. Porque en cierto sentido creo que existe la pequeña posibilidad de que el éxito (comercial), unido a la atención recibida, acabe arreglando lo que falla en mí.

      Y si esto no sucede, me iré a Las Vegas, me gastaré una disparatada cantidad de dinero en un lapso de tiempo aún más disparatadamente corto, y después me volaré la tapa de los sesos.

      Todos vemos el programa. Me siento incómodo y expuesto. Como si hubiera estado escuchando mi voz en un contestador durante una hora delante de una sala llena de gente. Desnudo. No hay nada como ver que tu nombre se ha convertido en trending topic de Twitter, que hay literalmente miles de comentarios, mensajes, tuits y actualizaciones de Facebook sobre ti, para que te entren muchísimas ganas de gozar del aislamiento y la seguridad de una celda acolchada. Es el lado malo de ser un gilipollas que aspira a llamar la atención: te dedicas a gritar «¡mírame!» durante un montón de tiempo y, cuando la gente lo hace, te quedas aturullado y perplejo y te quejas. Si te pones a analizar cualquier cosa que haya surgido de un motivo turbio, esa cosa tiende a esconderse avergonzada.

      Todo discurre de maravilla en mi desordenado saloncito. Como no podía ser de otro modo. Comemos. Ellos hacen comentarios simpáticos porque eso es lo propio de la gente que no es socialmente retrasada, despido a todos menos a Hattie y me voy a la cama.

      Solo puedo pensar en lo mamarracho que parezco en la pequeña pantalla, con unos vaqueros que no son de mi talla, un peinado ridículo, una destreza pianística cutre y una voz de pelota. En que tendría que haberme preparado mejor, en si conseguiré o no sentirme importante cuando me reconozcan mañana en el metro. Y después me aburro y me enfado conmigo mismo y me obligo a pensar en los seis conciertos que tengo programados para los próximos diez días. Llevo a cabo mi habitual rutina nocturna y, mentalmente, empiezo a repasar todas las piezas que voy a interpretar, compás por compás. Reviso todos los ingredientes clave que forman parte de un concierto: la memoria (en mi cabeza, ¿puedo verme tocando, observar cómo mis manos pulsan las notas adecuadas?), la estructura (qué relación existe entre las diversas secciones, dónde están los cambios y giros destacados, qué unifica y relaciona las partes del conjunto), el diálogo (cuál es la historia que se cuenta y cuál la mejor manera de expresarla), la estructura de los acordes (en un pasaje en el que hay distintas melodías ocultas entre las notas, ¿elijo la más obvia o busco voces internas que digan algo nuevo?), etcétera, etcétera. Es como tener en la cabeza un tocadiscos jodido, con un crítico musical incorporado que va haciendo comentarios: empiezo por el inicio de cada pieza y en cuanto cometo un error o percibo un leve fallo de memoria, tengo que volver al principio. Lo cual, tratándose de un concierto con un programa de setenta y cinco minutos, puede llevar un buen rato. Pero esto me resulta útil y me impide pensar en otras cosas que, si no ando con cuidado, me llevarán por un camino que solo conduce al desastre.

      Consigo dormir tres horas. Y, en cuanto me despierto, lo vuelvo a notar. Eso que casi siempre me acompaña de forma permanente.

      Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos. Algo insidioso, generalizado, que ha alcanzado niveles de epidemia. Es la principal causa de esa actitud de creerse con derecho a todo, de la pereza y la depresión en la que estamos inmersos. Es todo un arte, una identidad, un estilo de vida que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento.

      Es el Victimismo.

      Cuando uno se hace la víctima, tras un período de tiempo extraordinariamente corto se cumplen sus peores pronósticos. Como he pasado largas etapas dejándome llevar por esa actitud, logra adueñarse de mí de ciertas maneras que consiguen instalarme con mayor firmeza en ese infierno construido por uno mismo que es el papel de víctima.

      De pequeño me pasaron cosas, me hicieron cosas que me llevaron a gestionar mi vida desde una posición según la cual yo, y solo yo, soy culpable de todo lo que desprecio de mi interior. Era evidente que una persona solo podía hacerme cosas así si yo ya era intrínsecamente malo a nivel celular. Y todo el conocimiento, la comprensión y la amabilidad del mundo no bastarán para cambiar, jamás, el hecho de que ésa es mi verdad. Que siempre lo ha sido. Que siempre lo será.

      Preguntádselo a cualquiera a quien hayan violado. Si dicen otra cosa, mienten.

      Las víctimas solo alcanzamos un final feliz en destartalados salones de masaje de Camden. No logramos pasar al otro lado. Sentimos vergüenza, rabia, asco. Y la culpa es nuestra.

      Aquella noche de miércoles, en mi enano saloncito de los cojones, mientras me veía por la tele convertido en un tremendo y odioso gilipollas, me di cuenta de que nada había cambiado. En el fondo, como la mayoría de nosotros, incluso ahora con treinta y ocho años, tengo un agujero negro en mi interior que nada ni nadie parece poder llenar. Digo como la mayoría porque..., bueno, echad un vistazo a vuestro alrededor. Nuestra sociedad, nuestras empresas, nuestras estructuras sociales, costumbres, entretenimientos, adicciones y distracciones se apoyan en enormes y endémicos niveles de vacío e insatisfacción. Yo lo llamo sentir odio por uno mismo.

      Odio quien fui, quien soy, en quien me he convertido y, tal como nos han enseñado, me castigo continuamente por las cosas que digo y hago. Son tales los niveles globales de intolerancia, codicia y disfuncionalidad, es tal la sensación de que uno lo merece todo porque sí, que esto no sucede únicamente en una pequeña y dañada parte de la sociedad. Todos vivimos en un mundo de dolor. Si en algún momento del pasado dicho mundo fue distinto, a estas alturas, desde luego, lo que describo ya se ha normalizado. Y esto me inspira tanta rabia como mi pasado.

      Hay una rabia que fluye por debajo de todo, que nutre mi vida y que alimenta al animal de mi interior. Una rabia que siempre, siempre, me impide, por mucho que me esfuerce, convertirme en una versión mejor de mí mismo. Da la impresión de que mi maldita cabeza está dotada de vida propia, que no la puedo controlar en absoluto, que es incapaz de razonar, de negociar o de sentir compasión. Me lanza gritos desde las profundidades. Cuando era pequeño, no entendía sus palabras. De adulto, me espera al pie de la cama y se pone a hablar un par de horas antes de que me despierte, para que, cuando yo abra los ojos, ella ya haya entrado en modo rabia total, para que me diga entre aullidos de mierda lo contenta que está de que me haya despertado al fin, lo jodido que estoy hoy, que me va a faltar tiempo, que la voy a cagar en todo, que mis amigos han organizado un complot contra mí, que no confíe en nadie, que tengo que hacer todo lo posible por proteger

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