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recuerda alarmantemente al trastorno obsesivocompulsivo. Convirtió el alfabeto en un código básico en el que a cada letra le corresponde un número (A, B y C equivalen a 1, 2, y 3, etcétera). BACH. B=2, A=1, C=3, H=8. Si lo sumamos, nos sale 14. Si le damos la vuelta, tenemos el 41. Y el 14 y el 41 aparecen continuamente en su obra: en el número de compases, en el número de notas de una frase. Son una secreta rúbrica musical situada en puntos esenciales de sus piezas. Es probable que esto le sirviese para sentir seguridad, de esa forma rara en que la sienten aquellos a los que les da por pulsar interruptores, contar y dar golpecitos de manera compulsiva. Cuando se hace bien.

      Con doce años bajaba a escondidas al piso inferior mientras todos dormían, robaba un manuscrito que el gilipollas de su hermano no le dejaba consultar, lo copiaba, lo escondía, a continuación dejaba con cuidado el original en su sitio y volvía a la cama para dormir unas pocas horas antes de levantarse a las seis para ir a clase. Estuvo haciendo eso durante seis meses, hasta que tuvo la partitura completa y pudo estudiarla, fijarse en todos los detalles, empaparse de ella.

      Le gustaba tantísimo la armonía que cuando los dedos no le alcanzaban se metía un palo en la boca para pulsar más notas del teclado y así lograr el subidón que buscaba.

      Os hacéis una idea.

      Volvamos a la chacona. Cuando murió su mujer, el gran amor de su vida, compuso una pieza musical en su memoria. Es para un violín solo y se trata una de las seis partitas (cómo no) que compuso para dicho instrumento. Aunque no solo se trata de una composición. Es una puta catedral musical erigida para recordar a su mujer, la torre Eiffel de las canciones de amor. Y el punto culminante de esta partita lo constituye el último movimiento, la chacona. Quince minutos de desgarradora intensidad en la conmovedora tonalidad de re menor.

      Imaginad todo lo que os gustaría decirle a alguien a quien queréis si supierais que va a morir, hasta las cosas que no podéis expresar con palabras. Imaginad que condensarais todos esos sentimientos y emociones en las cuatro cuerdas de un violín, que los concentrarais en quince minutos llevados al límite. Imaginad que de un modo u otro descubrieseis la forma de construir todo el universo de amor y dolor en que existimos, que le dieseis forma musical, que lo pusieseis negro sobre blanco y se lo regalaseis al mundo. Eso es lo que él logró, con creces, y todos los días esta pieza basta para convencerme de que en el mundo existen cosas que son más grandes y mejores que mis demonios.

      Bueno, ya me he puesto bastante hippie.

      Pues en la casa de mi infancia encontré una casete. Y en esa cinta había una grabación en vivo de esta pieza. Este tipo de grabaciones siempre son indiscutiblemente mejores que las de estudio. En ellas se nota cierta electricidad, la sensación de peligro y la intensa emoción de un momento concreto que ha quedado registrado solo para ti, el oyente. Y, evidentemente, los aplausos del final me ponen algo palote porque me van esas cosas. La aprobación, la recompensa, las alabanzas, el baño de ego.

      Escuché la cinta en mi viejo y destartalado walkman Sony (con auto-reverse; ¿os acordáis de la alegría casi mágica ante esa función?), y en un abrir y cerrar de ojos volví a evadirme. Esta vez no subí volando al techo ni me alejé del dolor físico de lo que me estaba pasando, sino que llegué al interior de mí mismo. Como si estuviera helado y me hubiera metido debajo de un edredón megacaliente e hipnóticamente confortable, sobre uno de esos colchones de tres mil libras diseñados por la NASA. Jamás en mi vida había experimentado algo semejante.

      Se trata de una pieza oscura; no cabe duda de que el comienzo es lúgubre, una especie de coral fúnebre, llena de solemnidad, pena y dolor resignado. Variación tras variación, su intensidad va aumentando y disminuyendo, se expande y se repliega sobre sí misma como un agujero negro musical, igual de desconcertante para la mente humana. Algunas de las variaciones están en tonalidad mayor, otras en menor. Algunas resultan audaces y agresivas, otras traslucen resignación y cansancio. Transmiten alternativamente heroísmo, desesperación, alegría, sensación de triunfo y de derrota. Logran que el tiempo se detenga, se acelere, retroceda. No supe qué coño estaba pasando, pero fui incapaz de moverme. Aquello fue como entrar en trance mediante uno de los trucos del mentalista Derren Brown mientras vas puesto de ketamina. La música logró tocar algo en mi interior. Esto me recuerda a esa frase de Lolita en la que ella le dice a Humbert que él ha desgarrado algo dentro de ella. Yo tenía algo destrozado en mí, pero esto lo arregló. Sin esfuerzo y al instante. Y supe, del mismo modo que supe en cuanto lo tuve en brazos que dejaría que me atropellara un autobús para salvar a mi hijo, que era aquello en lo que iba a consistir mi vida. Música y más música. La mía iba a ser una existencia dedicada a la música y al piano. Lo supe sin cuestionármelo, feliz, sin el dudoso lujo de poder elegir.

      Y sé lo estereotipada que resulta esta afirmación, pero esa pieza se convirtió en mi refugio. Siempre que estaba angustiado (siempre que estaba despierto) se me repetía en la cabeza. Se iban marcando sus ritmos, sus voces se ejecutaban una y otra vez, se alteraban, se sometían a experimentos. Yo me sumergía en su interior como si fuera una especie de laberinto musical y deambulaba por él, perdido y feliz. La pieza determinó mi vida; sin ella habría muerto hace años, estoy convencido. Junto a las otras piezas musicales que me llevó a descubrir, se convirtió en una especie de campo de fuerza que solo el dolor más tóxico y más brutal podía traspasar.

      Imaginad la ayuda que eso supone.

      A esas alturas ya había conseguido encontrar una estrategia de salida del colegio en el que me violaban y había solicitado el ingreso en otro que estaba en el campo, que era una puta mierda y provinciano. Me había convertido en una especie de superhéroe de la música clásica: me marché a un internado con diez años, con la música de piano cumpliendo las funciones de capa de invisibilidad e invencibilidad.

      Aquello fue un poco como salir de las brasas para caer en una trituradora industrial de carne, porque para entonces ya me había convertido en un niño de lo más raro que tenía tics continuamente, se hacía pis en la cama, estaba ido y parecía extraño. Estuve vomitando sin parar durante el trayecto a aquel sitio, tenía tantísimo miedo que tardé varios días en dirigirle la palabra a alguien, anduve errando por allí como si tuviera estrés postraumático, como el superviviente de un bombardeo que se hubiera quedado con el oído hecho polvo y siguiera oyendo un eco en su cerebro.

      También era el único judío del colegio. Tal cual, hasta ese momento jamás habían visto a uno. Yo era como un experimento científico: los niños incluso me tocaban y me clavaban el dedo para ver si «les transmitía una sensación distinta». Y únicamente sabían que era judío porque el gilipollas del director lo había anunciado delante de toda la asamblea escolar la mañana de un día en que yo estaba ausente porque estaba celebrando el Año Nuevo judío. Que cayó más o menos un mes después de que empezara mi primer trimestre.

      Pero eso me dio igual. De verdad. Si lo comparaba con todo lo que me estaba pasando, no era nada. Me pegaban con regularidad, les comía la polla a chicos mayores (y a empleados del colegio) a cambio de chocolatinas Mars (en esa época era más inocente: el dinero no significaba nada para mí, el azúcar lo era todo), me dedicaba a torturar animales (tritones, moscas, nada más grande que yo recuerde, por si eso mitiga la indignación de los amantes de los animales que haya entre vosotros), me escondía y pasaba incontables horas en una cabina cerrada de los aseos mientras sangraba o cagaba o follaba y mamaba. Me insinuaba a hombres de cierta edad y a chicos y hacía todo lo que me pedían porque..., bueno, porque era lo que me parecía lógico. Del mismo modo que estrecharle la mano a alguien era saludarlo, ponerte a disposición de un cabrón y un pervertido porque reconoces «esa» mirada (pederastas: que ni se os pase por la cabeza que podéis pasar desapercibidos para alguien que ha vivido esto) era algo absolutamente normal, lo esperado. Por ejemplo: con diez años, mientras estaba de vacaciones, entré con un tío de cuarenta y tantos (que se encontraba con su familia) en los baños para comerle la polla a cambio de un helado, y ni siquiera hoy considero que fuera un abuso porque yo lo decidí. Yo le hice el gesto con la cabeza. Yo lo conduje. Quería un helado.

      Pero ahora tenía la música. Así que todo eso daba igual. Porque al fin contaba con una prueba definitiva de que todo iba bien. De que existía algo en este espantoso mundo de mierda que era solo para mí y que no tenía que compartir ni justificar,

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