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tiene regularidades en su desarrollo. El estado en que se encontraba el conocimiento de una y otra esfera es lo que explica para Elias la cambiante relación de determinación entre la conciencia y lo económico que se puede encontrar en algunos pasajes de obras de Marx y Engels (Elias, 2009).

      Para Elias, el avance respecto del punto en que Marx y Engels dejaron la discusión requiere, antes que nada, entender cómo la conciencia tiene regularidades en su desarrollo que no pueden ser reducidas a las presentadas en la esfera de los intereses (económicos, políticos, sociales). En este sentido, consideró Elias que su propio trabajo contribuía a este avance en la medida en que mostró que existía un proceso de desarrollo de las estructuras emotivas y que era posible seguirlo en su propia lógica sin tener que reducirlo a ninguna esfera en particular. Por su parte, Günter Dux ha indicado que la relación entre los intereses y el pensamiento se puede entender históricamente como resultado del incremento de la reflexividad del ser humano sobre los medios disponibles para su supervivencia. Es posible constatar que el incremento de la densidad de las interdependencias entre los seres humanos lleva a que las posibilidades de generar los medios de supervivencia dependan más de las formas de organización social que se van configurando y menos del medio físico. En las sociedades primigenias, aquellas que están expuestas directamente a los medios físicos de supervivencia, la presión por generar elaboraciones sobre la situación humana proviene principalmente de la “naturaleza no humana”; en las sociedades contemporáneas la presión proviene, en lo fundamental, de la organización social. La organización social de los “intereses materiales” opera como condición de posibilidad para la producción de conocimiento, no como determinante; en este sentido, el incremento de la reflexividad en las sociedades modernas es la respuesta a una compleja construcción social que ha ampliado la cadena de mediaciones entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza. La reflexividad no necesariamente se da hacia una conciencia de la propia constructividad del ser humano; esto es, la ampliación del rango de distanciamiento para entender que en las sociedades contemporáneas el bienestar o el malestar depende, en buena medida, de lo que los seres humanos mismos han creado. No existe una relación de determinación entre el incremento de la constructividad humana, mayor complejidad de la organización social y la conciencia de esa constructividad, comprensión que conduce a entender que, en las sociedades contemporáneas, los males y bienes provienen de la organización social que se ha construido. Luego de esta sucinta reflexión sobre la relación entre los intereses materiales y la conciencia, se puede volver a la situación latinoamericana de finales del siglo XIX, escenario en el que se produjo el Ariel, de Rodó.

      Al detenerse en las reconstrucciones sobre lo ocurrido en América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX, se evidencia una región en la que la gran mayoría de los países “habían encontrado” uno o dos productos, con bajos niveles de trabajo incorporado, que ingleses, franceses y alemanes, principalmente, empezaron a comprar con regularidad. Se operó de esta manera la vinculación de las sociedades latinoamericanas al capitalismo internacional, de la mano de las élites instaladas en el poder luego de las luchas más o menos violentas, dependiendo de cada país, del periodo posindependencia. Por supuesto, la movilización de productos para venderles a los europeos también era la de personas, de dispositivos de poder, de “naturaleza no humana”, de símbolos y, en general, de todos los recursos de organización social con los que se contaba. Si bien es cierto que esta movilización no tuvo un impacto uniforme a lo largo y ancho de la estructura social de los países latinoamericanos, sí implicó la transformación de las formas organizativas heredadas de la Colonia. La vinculación como vendedores de productos con bajo trabajo incorporado configuró el take off del capitalismo de los países latinoamericanos y marcó el derrotero dependiente que ha sido ampliamente documentado por la historiografía y las ciencias sociales latinoamericanas. El resultado de las transformaciones operadas en la organización social de América Latina hacia el final del siglo XIX y comienzos del XX puede ser sintetizado, utilizando el sentido y la expresión acuñada por Tulio Halperin Dongui, como la “madurez del pacto neocolonial” (Halperin, 2005), lo cual significa, en otros términos, que los intereses económicos, políticos y sociales jalonados por las élites latinoamericanas configuraron una forma dependiente del desarrollo del capitalismo en estos países que terminaron por constituir un “capitalismo a la latinoamericana”.

      La forma como despegó el capitalismo en América Latina y la consecuente configuración socioproductiva y política constituyeron el desafío al cual se enfrentó el pensamiento latinoamericano de comienzos del siglo XX. Así como la organización social generada tenía un “sello latinoamericano” y no fue el traslado de la forma organizativa del capitalismo europeo a la región, también la respuesta dada por quienes se ocuparon de hacer la reflexión sobre ella produjo un pensamiento que no fue simple réplica del europeo. Sin embargo, hasta su carácter de no réplica llega la semejanza, porque en la esfera del pensamiento hubo, por lo menos, el intento de hacer una elaboración de lo ocurrido respecto de ser una región enfrentada a dar cuenta de sí misma. Por esta vía se puede empezar a entender cómo al final del siglo XIX surge desde la región un movimiento como el modernismo que tuvo reconocimiento más allá de las fronteras regionales. Los intelectuales latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX desarrollaron su obra en medio de unas sociedades, cuyas élites se vieron abocadas a un balance de las transformaciones socioproductivas y políticas que habían realizado por su cuenta, pero en estrecha dependencia con los parámetros europeos. Si, como ha indicado Leopoldo Zea, el positivismo fue el instrumento del cual se valieron las élites de final del siglo XIX para adelantar su proyecto modernizador, el americanismo fue la “forma de pensamiento” de la cual intentaron “echar mano” para tomar las riendas de las sociedades latinoamericanas. En este sentido, el Ariel, de Rodó, es una especie de boceto del americanismo en el que quedaron expuestas ideas que por el momento histórico terminaron teniendo “aire de familia”, con pensares y sentires que recorrían la región en la primera mitad del siglo XX y que fueron la materia prima para las elaboraciones intelectuales del periodo.

      Bolívar, en la Carta de Jamaica, “echando una ojeada al pasado” para “presentir la suerte futura del Nuevo Mundo”, dejó planteado un problema sobre el cual ha vuelto una y otra vez el pensamiento social latinoamericano. Se preguntaba cuál era el camino que había que tomar en una región donde sus habitantes no eran ni europeos, ni africanos, ni indígenas, y llegaba a la conclusión: “Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos” (Bolívar, 2009, p. 129). Dejó así planteado el interrogante ¿quiénes somos?, del que se va a ocupar el pensamiento social latinoamericano con más intensidad durante periodos en que la región se ha replegado sobre sí misma, en respuesta al agotamiento de oleadas de modernización.

      De acuerdo con el filósofo y ensayista chileno Eduardo Devés Valdés, históricamente el pensamiento social latinoamericano se ha movido a través de oleadas en las que en unos momentos predomina lo que él llama lo identitario, y en otros lo modernizador. Para el pensador chileno, en los periodos en los que es prevalente lo identitario, el pensamiento producido se caracteriza por la reivindicación y defensa de lo americano, de lo latino, de lo indígena, de lo propio; la valoración de lo cultural, lo artístico, lo humanista en desmedro de lo tecnológico (sea por olvido o por desprecio); el no intervencionismo de los países más desarrollados en América Latina, la reivindicación de la “independencia” y de la “liberación”; la acentuación de la justicia, de la igualdad, de la libertad; la reivindicación de una manera peculiar de ser, distinta de la de los países más desarrollados, en la cultura y en el tiempo propios; el énfasis en el encuentro consigo mismo, con el país, con el continente (Devés, 2001). Los ciclos modernizadores, por el contrario, predominan: el afán de seguir el ejemplo de los países más desarrollados, acentuación de lo tecnológico y lo mecánico en desmedro de lo cultural, lo artístico y lo humanista; la convicción de que son los países más desarrollados o sus habitantes quienes pueden en mejor forma promover la modernización de nuestros países y, por ello, se propician formas de intervencionismo o de radicación de ciudadanos de dichos países para que importen con ellos sus pautas culturales; el énfasis en ponerse al día y la apertura al mundo; el desprecio de lo popular, lo indígena, lo latino, lo hispánico, lo latinoamericano; y el énfasis en la eficiencia, la productividad, en desmedro de la justicia y la igualdad (Devés, 2001).

      Para

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