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nombres, oficios y procedencia. Se trató principalmente de comerciantes, hacendados y funcionarios públicos (entre estos, mayormente se trató de militares). Rastreó qué hicieron con el dinero recibido de la consolidación y encontró que no todo fue despilfarro, como rezaba la leyenda. Algunos invirtieron en tierras, en sanear las deudas que aquejaban a sus fundos o en ampliar sus negocios. De tal inversión surgiría más tarde el auge del azúcar y el algodón que permitió al Perú aprovechar los trastornos del mercado de dichos productos, con ocasión de la Guerra Civil en los Estados Unidos y la Revolución cubana de 1868.

      Sin embargo, Alfonso tituló el libro La deuda defraudada. En parte, creo que fue un tributo a su maestro Heraclio Bonilla, quien había dirigido la tesis. Junto con otros autores, como Ernesto Yepes y Julio Cotler, Heraclio había esgrimido en los años setenta la tesis de la falla de la burguesía como un elemento clave del «problema nacional» y del fracaso en el desarrollo económico. ¿Por qué, a pesar de haber contado con la riqueza del guano, el Perú no pudo impulsar su crecimiento económico en el siglo XIX como las grandes naciones del mundo? La tesis de estos autores era que ello había ocurrido debido a que la élite peruana beneficiada con la riqueza guanera no pudo convertirse en burguesía; vale decir, no pudo hacer la transición de una oligarquía de comerciantes y hacendados enriquecidos gracias al monopolio y la explotación de los siervos, a una clase emprendedora que abriese nuevos mercados e industrias, fundase talleres de manufacturas e implantase así el capitalismo por estos lares.

      La consolidación de la deuda interna fue una oportunidad que el Estado le dio a esa élite dirigente, poniendo en sus manos una cantidad de dinero que podría haberse invertido en fundar una base industrial peruana. Sin embargo, Alfonso razonó (más tímidamente en este libro, pero con más seguridad en sus obras posteriores) que el primer deber de una élite económica es la racionalidad en los negocios. Solo debe invertir cuando cree que va a ganar, y las condiciones económicas y sociales para obtener ganancias invirtiendo en una producción industrial en el Perú no estaban dadas, ni por asomo, en la era del guano. Antes, había que hacer todo aquello que Flora Tristán le recitó al coronel San Román en un pasaje memorable de Peregrinaciones de una paria: difundir el consumo «civilizado» abriendo el mercado a las importaciones, asalariar las relaciones laborales fomentando el hábito del trabajo, y comunicar el territorio para hacer viable el comercio. Hoy, cuando la economía del desarrollo ha comprendido los problemas que una nación tiene para aprovechar los auges exportadores con vistas a una diversificación de la economía en el modelo llamado de la «enfermedad holandesa», resulta comprensible la actitud más cauta y sensata de la élite de los consolidados de orientar sus inversiones hacia la agricultura y el comercio, antes que a la aventura de la industria.

      Con el título La deuda defraudada tal vez Alfonso quiso subrayar que la élite de los consolidados no cumplió el papel histórico al que el pago (al parecer generoso) de la deuda la invitaba, y que sería aquel que Bonilla reclamaba: enrumbar al país hacia el desarrollo económico moderno. En el libro hay una cita preciosa de las Memorias de Echenique, en la que este reclama que la idea de la consolidación era, en el fondo, distribuir el dinero del Estado entre los particulares para que la economía se desahogase después de la larga crisis que había supuesto la Independencia, y que volviesen a fluir los capitales y a aflorar los negocios. Que hubiesen ocurrido episodios de corrupción, fraude o acaparamiento eran daños colaterales más o menos inevitables, pues el fruto grande y de largo plazo era poner fin al languidecimiento de la economía y volver a encender la chispa del progreso. Ciertamente, en El capital, Karl Marx había incluido la corrupción en el pago de la deuda pública como una de las vías de las que históricamente se había servido el capitalismo para conseguir su acumulación originaria, pero, en Europa, las élites que lucraron con ella sí habrían cumplido ese papel que en el Perú nuestro de cada día se vio defraudado. Quizás ese fue el sentido de la frase que lleva por título el libro que aquí prologamos.

      Otro elemento valioso de este libro de Alfonso fueron las imágenes que lo acompañan. Él siempre tuvo un gusto especial y fecundo por las ilustraciones. Estas eran una parte importante de su investigación, y por ello sus libros llevaron siempre imágenes gráficas de gran valor. En este caso se trató de algunos grabados del Atlas geográfico del Perú, de Mariano Paz Soldán, impreso por el Gobierno peruano en París en 1865; y de las caricaturas del francés Leon Williez, que este publicó en Lima en 1855 en un álbum titulado Adefesios. Hoy son imágenes más conocidas que en los años ochenta, ya que el Atlas de Paz Soldán fue hace pocos años reeditado por el Instituto Francés de Estudios Andinos, la Universidad de San Marcos y la Embajada de Francia, y las caricaturas de Williez han sido difundidas en exposiciones y libros posteriores, precisamente a partir del hallazgo de Alfonso, quien no solo las publicó en este libro, sino que les dio el contexto que las volvía elocuentes.

      Es una pena que no esté Alfonso entre nosotros para aclarar los debates que suscita su libro e iluminarnos con su talento y conocimiento profundo del Perú del siglo XIX, pero contamos con la compañía invalorable de sus obras, que son hitos sólidos en el camino de la comprensión de nuestro pasado económico y político.

      Carlos Contreras Carranza

      Lima, junio de 2019

      A Edith Norris

      por su paciencia

      Introducción

      La noticia circuló en periódicos y de boca en boca con gran entusiasmo; era marzo de 1850 y por fin se anunciaba que gracias a los ingresos del guano, el Estado peruano podría indemnizar a sus atribulados acreedores. Se promulgarían leyes que garantizarían el pago puntual y justo de la deuda interna descuidada por décadas de morosidad. Se otorgarían intereses a los valores de reconocimiento que emitiría el Estado. En otras palabras, la deuda flotante se consolidaría. La consolidación, es decir, la homologación de deudas de distintos orígenes bajo un solo tipo de obligación contra el Estado y con un solo fondo especialmente destinado para la amortización de su principal, abriría las puertas para restituir el desprestigiado crédito público al interior del país.

      Así se difundió la idea de emplear socialmente los réditos fiscales providencialmente proporcionados por el guano en su temprana explotación y comercialización. La balanza comercial favorable, el presupuesto del Gobierno bajo control, la pacífica transmisión de mando asegurada por las vías democráticas de la época, hacían pensar que, conjuntamente con la medida de la consolidación, se iniciaba un proceso regenerador en el Perú. Atrás quedarían, según el optimismo reinante, los largos años de lucha caudillesca, el caos social y la zozobra económica que se produjeron después de la Independencia.

      Sin embargo, pronto se delinearon los contornos en materia económica, política y social que hicieron del periodo de la consolidación uno de los de mayor desasosiego para la joven República. La más cruenta guerra civil desde las luchas por la Independencia enfrenta, en 1854, a los generales Ramón Castilla y José Rufino Echenique, los caudillos que pocos años antes habían realizado la transferencia democrática de la presidencia. Se decreta la abolición del tributo indígena en julio de 1854 y la manumisión de esclavos en diciembre del mismo año, al compás de las necesidades bélicas de la renovada lucha entre caudillos. Ocurre una alarmante alza de precios hacia 1855 que afecta sensiblemente a los sectores populares urbanos. En medio del hambre en Lima se alza el clamor del público contra los enriquecidos fraudulentamente gracias a la consolidación. En 1857 Castilla se enfrenta a otro caudillo militar más, el general Manuel Ignacio de Vivanco, con graves consecuencias para la autonomía del país. En 1858 los empobrecidos artesanos protestan violentamente exigiendo medidas proteccionistas en defensa de su oficio.

      En esta agitada coyuntura, los grandes comerciantes nativos y extranjeros logran encumbrarse aún más en las esferas económica, social y política del país. Ellos son los poderosos acreedores que cobran altísimos intereses a hacendados empobrecidos y al propio Estado, bajo severísimas condiciones de escasez de capitales. Estos comerciantes ejercen decisiva presión política y diplomática para revertir la oscilante legislación de la consolidación a su favor, introducir la conversión de la deuda interna a externa, y garantizar el triunfo de una política económica de corte liberal. En medio de este panorama, la cotización libre de los valores de la deuda interna actuaba como termómetro de la situación política

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