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mundial suscita graves preocupaciones sobre el futuro de la familia humana, de la casa común y del ecosistema humano, que son los imaginarios con los que soñamos esta humanidad, según sea el código –el nexo biológico, el pacto social y el cuerpo social– desde el que articulemos la pertenencia común de todos sus miembros 18. Los círculos de identidad –familiar, local, regional, nacional, comunidad internacional, mundial– en los que desplegamos nuestra condición de familia humana sufren las más profundas heridas de nuestro tiempo. Pobreza, hambruna, guerras, xenofobia, exclusión, discriminación de la mujer, racismo, conflicto cultural, nacionalismos excluyentes y fundamentalismos fanáticos son algunas de las tumoraciones producidas por la «pandemia cainita» que nos asola con mayor intensidad y desde hace más tiempo que la del coronavirus. La interdependencia se ha convertido en una nueva frontera para los derechos humanos. En ella, los derechos de la fraternidad «abierta» y «sin fronteras» 19 constituyen seguramente la necesidad mayor de una humanidad que desee vadear las amenazas del presente y coronar sus mejores sueños de igualdad y libertad, tan espléndidamente expresados en las listas de las diversas generaciones de derechos.

      Para quien contempla la realidad con ojos abiertos –lo cual no resulta nada sencillo, como veremos más adelante– o adopta una perspectiva de «honradez con lo real» y «escucha la palabra de la realidad» 20 o cualquier legitimación de esta situación, es fruto de la impostura y un escándalo mayúsculo. Esta disimetría social no se debe principalmente a causas naturales, sino históricas. Ni los infortunios de la naturaleza que con tanta virulencia golpean los pueblos ni las discapacidades físicas y psíquicas que padecen los seres humanos la explican satisfactoriamente. La situación de nuestro mundo, tan enormemente globalizado y tan escasamente fraternizado, tiene principalmente tres causas: las económicas, las políticas y las morales.

      a) El «molino satánico» de la economía capitalista

      Cuando, en 1991, Juan Pablo II publicó la encíclica Centesimus annus, la fisonomía del capitalismo, tal como se practicaba entonces, ya poseía los rasgos que suscitaban el juicio moral absolutamente negativo del papa y no los que integraban la hipótesis pontificia del capitalismo «bueno» 21. El entonces capitalismo triunfante tras el colapso del socialismo (1989), el realmente existente, ya no necesitaba guardar las apariencias y mostrarse con rostro humano.

      Transcurridas tres décadas y tras la crisis de 2008, la actual economía capitalista desregulada y globalizada se ha hecho merecedora del sobrenombre con el que la bautizó Karl Polanyi: el «molino satánico» que destruye la vida en el planeta. Su lógica interna 22 ha hecho desaparecer, enviándolo al contenedor de los objetos viejos, el relato de una vía de desarrollo para las periferias del mundo que universalice el bienestar para el conjunto de la humanidad. Ese imperialismo expansivo que incorporaba territorios y poblaciones a los beneficios del progreso capitalista ha sido sustituido por un imperialismo de la exclusión que declara inservibles y sobrantes para su crecimiento a una masa creciente de individuos y territorios. El régimen actual de acumulación solo es para unos pocos. El bienestar y la riqueza de unos se basa en el malestar y la pobreza de los otros. Se trata, por tanto, de una desigualdad que tiene un origen estructural.

      El «molino satánico» no solo produce y exige desigualdad en el interior de los países periféricos del capitalismo, sino en los centrales. Lo sufren diariamente un número millonario de ciudadanos europeos. Los informes de la Fundación FOESSA sobre exclusión y desarrollo social lo certifican en España. El efecto «ascensor» que dominaba en el capitalismo de prosperidad fordista se ha transformado en un efecto tobogán que convierte acontecimientos más o menos habituales en las trayectorias biográficas o profesionales de cualquier ciudadano en motivos de una caída en el infierno de la exclusión. Muchos ciudadanos europeos han comenzado a sufrir el destino de la «humanidad sobrante». Los mendigos sin techo, cada vez más numerosos en las calles de nuestras ciudades, se han convertido en una especie de memento mori que recuerda el horizonte de muerte social que significa esa condición de «vida sobrante»: la penuria, la desvinculación y la insignificancia levantan muros –administrativos, sanitarios, de protección social, etc.– cada vez más infranqueables para un número cada vez mayor de personas.

      Igualmente produce y exige desigualdad entre los países centrales y los periféricos. En estos momentos, más de dos tercios de la desigualdad mundial se deben a la ubicación geográfica. Primero se desatienden y abandonan a su suerte zonas y regiones devastadas por la(s) violencia(s) económica, bélico-militar y ecocida, que produce masas humanas de desplazados. Cuando se aproximan a las fronteras de los países ricos, tras un penoso e interminable éxodo, son percibidas como amenaza y rechazadas 23. «Aporofobia» –miedo, rechazo u odio al pobre– es como Adela Cortina ha denominado a esta reacción antidemocrática. Con el eufemismo «crisis de los refugiados en Europa» se busca suavizar y hacer decoroso uno de los ejemplos más claros de hasta dónde están dispuestos a llegar los Estados y las ciudadanías del mundo rico para abandonar a su suerte a los que huyen de la miseria y la violencia extrema. La multiplicación de los muros físicos (desde el gigante que pretende construir Trump hasta el pequeño que se ha construido en el puerto de Bilbao, pasando por las concertinas de Melilla), legales y mentales 24, entre la riqueza y la pobreza pone de manifiesto la violencia que se precisa para mantener a raya a la «humanidad sobrante». Las políticas migratorias europeas y las zonas de muerte que han creado en sus fronteras muestran con toda claridad que los grandes principios de la modernidad política, como ciudadanía, derechos humanos, democracia y humanismo, no pueden universalizarse en una sociedad capitalista.

      El capitalismo se ha convertido en «molino satánico», porque, como ha escrito José Antonio Zamora,

      tiene una concepción de la sociedad o la economía que eleva el mercado y su funcionamiento sin cortapisas ni restricciones a criterio último de la actividad económica, justificando desde él el estado de postración de millones de seres humanos, minimizando los sufrimientos de los excluidos, funcionalizando la muerte de tantos inocentes en aras del progreso global supuestamente benefactor a largo plazo o sometiendo el valor inalienable de la vida digna para todos a la lógica del capital, indiferente a lo que no sea su propia autorreproducción 25.

      b) Las «estructuras de pecado»

      Como teólogo, quiero prolongar un poco más mi reflexión sobre la economía recurriendo a la doctrina social de la Iglesia.

      El magisterio pontificio ha calificado de «estructuras de pecado» los mecanismos de este mercado global, que funcionan de modo casi automático y hacen cada vez más rígidas cada una de las situaciones de pobreza y riqueza en el mundo 26. De este modo, el mundo, en lugar de estar configurado por la interdependencia y la solidaridad, se encuentra sometido a las «estructuras de pecado», que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, creando, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar.

      Estas «estructuras de pecado» se fundan en el pecado personal y están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen y hacen difícil su eliminación. Y, así, estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres. Cuando no se cumplen los mandamientos, se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, «introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz» de las «estructuras de pecado».

      A este análisis genérico de orden religioso, Juan Pablo II añade unas observaciones sobre dos actitudes que considera favorecedoras de las «estructuras de pecado»: «El afán de ganancia exclusiva, por una parte; y, por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad». Y a continuación, para caracterizarlas aún mejor, añade la expresión: «a cualquier precio». Y concluye: «En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias. Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran

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