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      Para Jokin Perea y José Ignacio González Faus,

      testigos, maestros y hermanos,

      con toda mi gratitud.

      No hay hombre que viva sin soñar despierto; de lo que se trata es de conocer cada vez más estos sueños, a fin de mantenerlos así dirigidos a su diana eficazmente, certeramente. ¡Qué los sueños soñados despierto se hagan más intensos!, pues ello significa que se enriquecen justamente con la mirada serena; no en el sentido de la obstinación, sino de la clarificación. No en el sentido del entendimiento simplemente observador, que toma las cosas tal y como son y se encuentran, sino del entendimiento participante, que las toma tal y como se marchan, es decir, como debían ir a mejor. Los sueños soñados despierto pueden, por eso, hacerse verdaderamente más intensos, es decir, más lúcidos, más desagradables, más conocidos, más entendidos y más en mediación con las cosas (Ernst Bloch).

      La humanidad ha pasado por muchos y largos períodos de penuria e ignorancia, pero nunca se ha encontrado con problemas y crisis –desde la actual pandemia, las crisis financieras, el desastre ecológico o los efectos sociales de la inteligencia artificial– en relación con los cuales el saber disponible sea tan insuficiente. Ha habido otros antes que, sabiendo menos, han sabido lo necesario. Nosotros, en cambio, parecemos incapaces de generar la enorme cantidad de conocimiento que necesitaríamos para hacer frente a unas situaciones tan volátiles, crisis tan complejas, en entornos acelerados y para regular unas tecnologías cuyos efectos no controlamos absolutamente (Daniel Innerarity).

      Yahvé dijo a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?». Contestó: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9-10).

      [Dios] no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos [...] Porque somos también de su linaje (Hch 17,27-28).

      PREFACIO

      Todo parece indicar que el futuro es algo que no podemos conocer, y la incertidumbre nos quema. Los observadores más lúcidos del presente, y especialmente del futuro, del mundo añaden más leña al fuego de nuestra perplejidad. En el prólogo de su último y póstumo libro, Ulrich Beck escribe:

      El mundo está desquiciado. Tal como lo ven muchas personas, esto es cierto en ambos sentidos de la palabra: el mundo está desencajado y se ha vuelto loco. Vagamos confusos y sin rumbo, argumentando razones en favor de esto y en contra de aquello. Pero una afirmación en la que la mayoría de la gente coincide, más allá de cualquier antagonismo, y en todos los continentes, es la siguiente: «Ya no comprendo el mundo».

      Y enfatiza esta situación de incertidumbre cuando a continuación afirma que el objetivo de su libro no es explicar el mundo actual, sino, más modestamente, esclarecer el porqué de nuestra confusión; es decir, «intentar comprender y explicar por qué ya no entendemos el mundo». Y advierte que esa confusión ya no puede conceptualizarse con las nociones de cambio de que dispone la sociología (evolución, revolución y transformación) y propone acudir a una nueva: metamorfosis 1.

      También Daniel Innerarity, desde la perspectiva de la filosofía política, aborda la cuestión de la incertidumbre. El futuro es más difícil de conocer que nunca. Esta dificultad para escudriñar el futuro tiene que ver con la peculiar volatilidad que caracteriza al mundo en que vivimos y comportarnos razonablemente con él. No nos encontramos en medio de estructuras especialmente estables, y cualquier factor puede entrometerse en cualquier momento en nuestras vidas: las pandemias, la inestabilidad financiera, un ataque terrorista, el cambio climático, el espacio abierto de las redes sociales, la comunicación instantánea en la que parece no haber lugar para el secreto o la intimidad, etc.

      Este panorama no es algo ocasional, sino que nos tendremos que acostumbrar a vivir en un cierto desorden, cuyas peculiares incertidumbres deberemos aprender a gestionar. Casi nada está asegurado contra el desgaste y protegido definitivamente frente a la intemperie en la que vamos a tener que vivir.

      Toda esta perplejidad no puede convertirse en excusa para la resignación o la improvisación, sino en estímulo para mejorar nuestros instrumentos de anticipación del futuro y de estrategia para alcanzarlo. Existe relación directa entre la incertidumbre acerca del futuro y la obligación de esforzarnos para anticiparlo: a mayor incertidumbre, mayor obligación. Y Daniel Innerarity concluirá:

      Si mantenemos el ideal de una convivencia regida por los valores de justicia, entre los vivos y con las generaciones venideras, hemos de preguntarnos por los efectos en el futuro de aquello que hacemos en el presente y si les vamos a dejar una sociedad equilibrada y justa, un medio ambiente sano y un sistema de protección sostenible 2.

      «Éramos pocos y...». La pandemia de la COVID-19, iniciada a finales de 2019 y desarrollada durante 2020, sin que de momento podamos predecir su final, ha contribuido a incrementar y socializar estos sentimientos de incertidumbre y de confusión a la hora de enfrentarnos razonablemente con nuestro porvenir. Al mismo tiempo, crece exponencialmente nuestra obligación de anticipar y configurar el «futuro deseable»: «La crisis del coronavirus sería un acontecimiento pandemocrático, como todos los riesgos globales. Se da la paradoja de que un riesgo que nos iguala a todos revela al mismo tiempo lo desiguales que somos y pone a prueba nuestras democracias» 3.

      Participo de esta incertidumbre ante el futuro y de la obligación consiguiente de anticiparlo. Mi condición de teólogo no me convierte en un vidente. Participo de la misma incertidumbre sobre el futuro que el sociólogo y el filósofo político. La fe no da ventajas. Pero sí se ofrece como perspectiva propia a la hora de divisar el futuro de este presente perplejo y de esclarecer qué es lo razonable a la hora de anticiparlo. El cristianismo del siglo XXI asume la tarea de afrontar el futuro desde la memoria passionis, mortis et resurrectionis Iesu Christi. Este quehacer, ineludible para él, de ninguna manera debiera sustanciarlo en el testimonio de una esperanza barata, sino en una auténtica rendición de cuentas o justificación práctica de esta. La esperanza cristiana no es el reverso del optimismo histórico moderno. Tampoco un reconstituyente para vivir en la posmoderna sociedad del cansancio 4 o estimular nuestros anhelos en esta era del desánimo 5. La esperanza, equipada con las señas de identidad de Jesús resucitado, es interrupción del presente y anticipación en él de un futuro humano para quienes no tienen esperanza: los excluidos, los fracasados, los «desiguales», los discriminados, los crucificados de este tiempo perplejo 6. La esperanza cristiana es un antídoto para no ser vencido de antemano por la incertidumbre.

      Desde ese punto de vista, me propongo aportar materiales reflexionados de la tradición cristiana. Tienen, por una parte, la capacidad de responder a las preguntas que está planteando la pandemia; y, por otra, de regenerar y nutrir energía espiritual –que suelo denominar mística– en quienes nos encaminamos «confusos y sin rumbo» hacia el futuro. Se trata de una mística pobre (es decir, de una esperanza en el futuro sin Mesías que garantice su llegada a buen puerto); matriz, soporte y aguijón de un modesto convencimiento de la posibilidad de afrontar el futuro y comportarse con él «divinamente» o «como Dios manda».

      Con el uso del adverbio «divinamente» no quiero negarle a esa conducta ni un ápice de la razonabilidad que Daniel Innerarity reclama. Al contrario, yo también solicito conductas razonables en nombre de Dios. Me parecen muy lamentables las muchas veces que la mística –sea cristiana, religiosa o revolucionaria–, como si fuera un alcohol o una droga, ha favorecido y alentado fugas ciegas hacia adelante de la realidad, con los resultados que todos conocemos: «violaciones de las condiciones históricas», con tremendos daños colaterales incluidos, o sonoros y heroicos fracasos en el intento. Pero sí pretendo poner la mística cristiana en favor de aquellos a quienes hoy se les niega un presente y un futuro digno de la condición humana: «la humanidad sobrante». Se trata de una «mística de ojos abiertos», en expresión muy querida de J. B. Metz, que asume la tarea crítica de «cepillar [el pasado y el presente de] la historia a contrapelo» (W. Benjamin). Se trata de una mirada «desde los de abajo»; es decir, desde la perspectiva de la sabiduría del Dios de la tradición cristiana, que suele resultar tan poco razonable y tan insensata

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