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del mundo 53.

      En palabras del papa Francisco, «hemos creado nuevos ídolos», y «la adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano» (EG 55).

      Me temo que los católicos de los países ricos hacemos caso omiso de estas advertencias papales. En consecuencia, el mensaje sobre los peligros de la riqueza no lo hemos recibido como una llamada a cambiar nuestros modos de proceder. Soy consciente de que no aceptar la gradualidad de la «riqueza» sería una estupidez. Obviamente, solamente hay diez ciudadanos en nuestro mundo cuyo patrimonio es superior a la suma de las rentas nacionales de los cincuenta y cinco países más pobres del mundo. Son pocos los empleados, todos altos ejecutivos, que son despedidos de sus empresas con indemnizaciones de 161 millones de dólares o que tienen firmadas primas de salida de 38 millones de euros. No todos los deportistas firman un contrato, como Messi, de 16 millones de euros. Pero sería igualmente estúpido y demagógico no reconocer que, muchas veces, estas conductas las aplaudimos con las dos manos, las envidiamos con el corazón o, más sencillamente, las consentimos y pasamos de ellas, pues bastante tenemos con conservar lo nuestro tan amenazado. De ahí que las palabras de Jesús sobre los peligros de la riqueza nos conciernan especialmente, aunque en diferentes medidas, a todos los cristianos de los países ricos. ¿Qué puede justificar que el patrimonio de las diez primeras fortunas del mundo sea superior a la suma de las rentas nacionales de los cincuenta y cinco países más pobres? ¿Cuándo se pondrá fin a tantas lacras sociales (malnutrición, mortalidad infantil, enfermedades, explotación, crímenes, etc.) que podrían eliminarse si se pusiera fin a un orden social cuyo objetivo principal es aumentar la riqueza de los ricos? ¿Cuándo dejaremos de tolerar tanta ignominia, cuándo pondremos fin a tanta abominación? 54

      Ocurre, sin embargo, que, como los oyentes ricos de Jesús, tampoco nosotros tenemos oídos para oír estas cosas (cf. Mt 13,9). Y así, frecuentemente, acudimos a justificaciones ideológicas de nuestra riqueza y de la pobreza de «los otros» que se asemejan mucho a aquellas otras que denunció Jesús como encubridoras de la injusticia. Jesús se opuso al uso torticero que se hacía de la ofrenda a Dios con el fin de no cumplir con lo que se debe con las personas necesitadas, que, en este caso, eran los propios padres (cf. Mc 7,9-13). Nada hay que pueda contrariar más su experiencia del Abbá del Reino. La sociedad en la que vive Jesús es teocrática y, lógicamente, religioso el argumento encubridor de la injusticia que los ricos utilizan. Generalmente, nosotros no solemos echar mano de excusas religiosas para un encubrimiento semejante, pero sí acudimos a otras «profanas» –sobre todo de racionalidad económica– tan «sagradas» como aquellas 55.

      Algo de esto ha ocurrido con una utilización de la palabra «austeridad», lejana a su concepción como valor ético o como posición anticonsumista, «decrecentista» y respetuosa con el medio ambiente. La austeridad que los poderes económicos y políticos han invocado durante la crisis de 2008 con el fin de asegurar la sostenibilidad del sistema económico ha funcionado en la realidad social como una máquina de disminución del gasto público y de transformación de las expectativas de una vida buena en la condición de privilegios. El resultado ha sido un duro reajuste de los márgenes de la vida digna de los ciudadanos, especialmente de los más vulnerables, mientras crecía y crecía la brecha social entre pobres y ricos en España 56.

      No solo los cristianos, sino también las organizaciones e instituciones cristianas y la misma institución eclesial, deberían sentir esta interpelación de la pobreza asumida de Jesús y de los peligros de la riqueza. Peter Brown, en su investigación sobre el enriquecimiento de la Iglesia a finales del siglo IV y en el siglo V, escribe con ironía que se ve tentado de llamar a ese período la Edad del Camello, en referencia a lo dicho por Jesús: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos» (Mt 19,24) 57. A veces tengo la impresión de que, en la mayoría de los países ricos, la Iglesia y los cristianos no acabamos de abandonar del todo esa época, a pesar de que han transcurrido mil quinientos años.

      José Ignacio González Faus ha insistido en la necesidad de caminar decididamente hacia una cultura de la «sobriedad compartida» como respuesta ética a la interpelación de Jesús sobre el peligro de la riqueza 58. La asunción de esta propuesta nos sitúa en la «elección de ser pobres» en el siglo XXI y actualiza la condición humana que hizo posible la palabra de Jesús sobre la bienaventuranza de los pobres de espíritu (cf. Mt 5,1).

      José Antonio Pagola glosa esta propuesta de la siguiente manera:

      Hemos de desplazarnos poco a poco hacia una vida más sobria para compartir más lo que tenemos y sencillamente no necesitamos. Aprender a «empobrecernos» renunciando a nuestro nivel actual de bienestar para limitar de forma consciente y voluntaria el disfrute de nuestros recursos y poderlos así orientar hacia los necesitados.

      Si nos dejamos interpelar por los que sufren más duramente la crisis, descubriremos que también nosotros, como al joven rico del evangelio, «nos falta una cosa» para seguir a Jesús: liberarnos del poder del Dinero para estar de verdad junto a los pobres. El dinero, inventado para hacer más fácil el intercambio de bienes, ha de ser empleado según Jesús para facilitar la redistribución, la solidaridad y la justicia fraterna [...] Hemos de revisar nuestra relación con el Dinero: ¿qué hacer con nuestro dinero? ¿Para qué ahorrar? ¿En qué invertir? ¿Con quién compartirlo? Hemos de dar pasos eficaces hacia un consumo responsable 59, menos compulsivo y superfluo: ¿qué compramos? ¿Dónde compramos? ¿Para qué compramos? Hemos de redefinir el bienestar que queremos disfrutar y defender: ¿qué bienestar? ¿Para quiénes? ¿Con qué costes humanos? ¿Con qué víctimas? Luis González-Carvajal puntualiza con palabras sencillas el criterio cristiano que ha de orientarnos: «Aspirar a tener todo lo necesario para la vida; algo, no todo, de lo que en nuestra cultura y condición se considera necesario para llevar una vida digna; y, desde luego, no desear tener ni una sola cosa superflua» 60.

      Una civilización de la «sobriedad compartida» verifica una vez más lo afirmado por E. Bloch: «Cuando la salvación está cerca, crece también el peligro». La propuesta nos resulta inquietante: interrumpe la lógica de nuestra cultura del descarte; sacude nuestra indiferencia; invita a salir de nuestro individualismo hedonista; nos coloca bajo la autoridad de los descartados del bienestar, porque somos guardianes de sus vidas. Pero también es indispensable: nos urge a hacernos cargo, encargarnos y cargar con la seriedad, por acción u omisión, de nuestras injusticias. En una palabra, nos plantea una elección práctica decisiva para el futuro de la fraternidad. No hay alternativa: o caminamos en esa dirección e intervenimos en las injustas condiciones de vida de nuestro planeta finito, abriendo camino a la fraternidad, o los ricos y los beneficiarios del sistema defenderemos, si hiciera falta, nuestra «civilización de la sobreabundancia» para unos pocos con las armas, al precio de agrandar su actual insostenibilidad hasta los límites de la catástrofe.

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