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de esclavitud opresora y lacerante; por otra, la peculiar experiencia religiosa de Jesús, su vivencia del Abbá, su trato con Dios, con un Dios que, en su solicitud, es contrario al mal y solo quiere el bien, que no quiere reconocer la supremacía del mal ni conceder a este la última palabra. Esta experiencia de contraste configura en definitiva su convencimiento y predicación de la soberanía liberadora de Dios, que puede y debe realizarse ya en la historia, tal como Jesús lo experimenta en su propia vida. En el caso de Jesús, la experiencia del Abbá no es una vivencia religiosa independiente –aunque en sí sea significativa–, sino más bien una vivencia de Dios como «Padre» que se preocupa de dar un futuro a sus hijos; una vivencia de un Dios Padre que proporciona un futuro a todo aquel que humanamente ya no puede esperarlo. A partir de su vivencia del Abbá, Jesús puede anunciar a los hombres el mensaje de una esperanza que no es deducible de nuestra historia ni de experiencias individuales o sociopolíticas, aunque dicha esperanza tenga que realizarse en el mundo. Lo que llevó a Jesús a tomar conciencia de esa posibilidad y esa certeza llena de esperanza fue la originalidad de su experiencia de Dios, la cual había sido preparada durante siglos en la vida religiosa de los judíos fieles a Yahvé, pero que en Jesús se concentró en una singular experiencia de la paternidad divina 11.

      Esta experiencia de proximidad única con Dios en el plano existencial configuró su vida «desde las relaciones constituyentes de Hijo del Creador y Padre y hermano de los seres humanos, empezando por sus vecinos pobres y despreciados. Vivida desde esas dos relaciones de Hijo de Dios y de hermano de todos, privilegiando a los pobres, esa situación fue capaz de dar completamente de sí y de servir de punto de partida para su misión y su sustrato» 12. Esta experiencia relacional marcó la diferencia sustancial de Jesús con el Bautista en el modo de estar y afrontar la realidad. Y la sigue marcando hoy en día con otras vías de acceso al misterio inabarcable de Dios, es decir, con otras religiones y otras espiritualidades. La recreación actual de la imagen «Padre del Reino» quizá sea muy necesaria con el fin de conservar su sentido y significatividad para hombres y mujeres de un mundo como el nuestro, muy diferente del de Jesús, pero, ¡atención!, tendrá que ser fiel a las características relacionales –«filialidad» y fraternidad– evocadas por la imagen de Dios que él nos transmitió.

      2. Dios, el Padre de un reino de fraternidad

      Todos los estudios del Jesús «recordado» por los evangelios sinópticos coinciden en afirmar la centralidad del reino de Dios y de su anuncio en la vida de Jesús de Nazaret, aunque luego se dispersen en acentos y matices 13. El contenido de ese anuncio no fue el ofrecimiento de un nuevo catecismo para que, una vez aprendido, fuese divulgado por sus discípulos hasta el confín del mundo. Jesús no habla como el conocedor de una doctrina religiosa guardada hasta entonces herméticamente por Dios. Ni siquiera ofrece una definición de lo que el reino de Dios es. Por medio de sus parábolas y de sus obras poderosas, el galileo Jesús de Nazaret, según da cuenta Mc 1,15, comparece públicamente como testigo de un acontecimiento nuevo, último, futuro e inminente («el tiempo se ha cumplido»), protagonizado por Yahvé («el reino de Dios está cerca»), que él comunica a sus oyentes para que lo acojan como una buena noticia que lo puede cambiar todo («convertíos y creed en la Buena Nueva»).

      a) La expectativa de la justicia divina y el anuncio de Jesús

      Este anuncio, ¿qué expectativas evocó en el imaginario de sus contemporáneos judíos? Los europeos del siglo XXI necesitamos volver a la mentalidad bíblica para barruntar los intereses que el anuncio de Jesús pudo despertar en sus oyentes.

      Israel se niega a camuflar sus experiencias de dolor y muerte bajo señuelos idealistas o mistificaciones compensatorias. Moldeado por su cultura mesiánica, el pueblo judío, ante experiencias del mal, no puede refugiarse en abrigos fáciles, como hacen sus vecinos, que recurren a los mitos que todo lo explican y siempre se resignan. No se lo puede permitir. El judío increpa, pregunta y se rebela contra el mismo Dios en el caso de que se pretenda confundir al ser humano con el argumento de que él tiene una explicación inaccesible a la razón humana. El ejemplo paradigmático es Job, que no puede aceptar ninguna justificación del mal que le sobreviene. Y se lo dice a sus amigos, que, pretendiendo hablar en nombre de Dios, le dicen que se calle, porque algo (malo) habrá hecho. Y se lo grita también al mismísimo Dios. En las experiencias trágicas, el judaísmo se inclina más hacia la protesta que hacia la tragedia, más hacia la rebelión que hacia la resignación 14. En este caldo de cultivo de protesta y rebeldía ante el sufrimiento brota en Israel la esperanza en la promesa mesiánica de Dios, a la que Jesús da respuesta con su anuncio, aunque la expresión «reino de Dios» sea poco frecuente en el judaísmo precristiano 15.

      Jesús anuncia la pronta venida de Dios para reinar y hacer justicia con su poder. Se va a cumplir la promesa mesiánica de Yahvé: su justicia absoluta, anhelada durante generaciones en medio del sufrimiento de la historia, va a invertir el orden del mundo, tal y como late en las dos versiones de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). La llegada del Reino no se debe a ninguna posibilidad latente en la historia, sino al advenimiento gratuito de Dios con su justicia. El Reino que llega solamente es de Dios. Ninguna acción humana, ni siquiera la conversión propuesta por el Bautista, lo puede aproximar. El Reino llega de fuera de (las posibilidades de) la historia humana, aunque brote en aquel momento de la historia de la Galilea gobernada por Herodes, siendo emperador Tiberio, gobernador de Judea, Poncio Pilato, y sumos sacerdotes en Jerusalén, Anás y Caifás (cf. Lc 3,1-2). Dios irrumpe en la historia de su pueblo para interrumpir la historia de los sufrimientos y de la muerte, que no son desgracias naturales, sino históricas, provocadas por la transgresión de Adán (cf. Gn 2,17; 3,17-19).

      Sin duda, el Reino futuro que Jesús proclama cercano evocaba en sus oyentes el pronto cumplimiento de la visión de Daniel: el Dios del cielo hará surgir un reino que se opondrá a los imperios de este mundo y jamás será destruido (cf. Dn 2,37-44). El cumplimiento de la esperanza judía acerca de la inversión de toda injusta situación de opresión y sufrimiento, la prometida recompensa a los israelitas fieles y la gozosa participación de los creyentes –¡e incluso de algunos gentiles!– en el banquete celestial con los profetas de Israel (cf. Mt 8,11-12) estaban a punto de alcanzar a sus oyentes 16. Al fin se iban a hacer viables la prosperidad renovada y abundante (cf. Dt 30,1-10), la eliminación de incapacidades y taras (cf. Is 29,18; 35,5-6; 42,7.18), la restauración del paraíso (cf. Is 11,6-8; 25,7-8; 51,3; Ez 36,35), la renovación de la alianza (cf. Is 44,3-4; 59,20-21; Jr 31,31-34; Ez 36,25-29; 39,28-29), la paz mesiánica (cf. Miq 4,3-4) y el festín fraterno universal (cf. Is 25,6-7). Todo podía cambiar, todo iba a cambiar, pues Dios estaba a punto de reinar en el mundo y de instaurar un nuevo y necesario orden de cosas: un Reino de justicia, de paz y de fraternidad entre los hombres.

      b) La conflictividad política latente en el anuncio de Jesús

      Esta «Buena Nueva» que, según los sinópticos, Jesús anuncia es una propuesta que indirectamente 17 resulta descalificante de la teología imperial de Roma. Perspicazmente, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI recuerda que el término original griego «evangelio» (euaggelion) ha sido traducido recientemente por «buena noticia». Sin embargo, aunque este término suena bien a nuestros oídos, su significado queda muy por debajo de la grandeza que encierra realmente la palabra «evangelio». Este término forma parte del lenguaje de los emperadores romanos, que se consideraban señores del mundo, sus salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se llamaban «evangelios», independientemente de que su contenido fuera especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador es siempre un mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino la transformación del mundo hacia el bien. Cuando los evangelistas toman esta palabra y la ponen en boca de Jesús, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían por dioses, reclamaban sin derecho ocurre realmente en el mensaje de aquel judío marginal. La proclama de Jesús es un mensaje con autoridad, porque no es solo palabra, sino también realidad. El Evangelio del Reino no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo. La consecuencia política está servida: no son los emperadores

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