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demuestra a través de múltiples análisis que los «pequeños» ganan mucho más de lo que se cree. Al estudiar las guerras de los últimos doscientos años, concluyó con que el pequeño ganó el 30 % de las veces, incluso cuando su oponente lo superaba diez a uno en número. En opinión de Arreguín-Toft, el desinterés de los grandes y el pensar que su supervivencia no está en juego es la principal razón por la que pierden las guerras. Por otro lado, para los pequeños es cuestión de vida o muerte. La resolución y determinación de vencer es lo que les da efectivamente la victoria.

      Siguiendo con los ejemplos bíblicos, queremos hacer referencia a otro uso de la coma que nos parece muy hermoso: el del vocativo. «No temas; te he llamado por tu nombre», nos dice Dios, a través del profeta Isaías (43,1), a nosotros, a cada uno de nosotros. Y al hacerlo usa la coma:

      • «José, hijo de David, no tengas miedo de abrazar a María como tu esposa, porque el que Dios concibió en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,21).

      • «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4).

      • «Mujer, ¡qué grande es tu fe!» (Mt 15,28).

      Santa Teresa y la coma

      La coma lleva un ritmo activo, pero digerible. Te permite matizar, tener en cuenta el paisaje, lo que enriquece la vida. Es decir, la coma es el signo que nos recuerda que hemos de llevar la vida con garbo y disfrutando. En esa coma de la actividad y la contemplación está inserta la escuela de Teresa de Jesús. Gente sencilla, inquieta, andariega, servidora como ella, nos muestra la sabiduría que brota del Evangelio (cf. Mt 11,25). Aproximarse a la santa de Ávila es entrar en una escuela de oración y de amistad con Jesús. Ella llevó con suavidad el yugo del Maestro y descansó en su humilde corazón. Incansable, llegó a encontrar a Dios en los pucheros, en el camino y, sobre todo, en la Palabra y en la eucaristía. «Aunque tuviera más tiempo no tendría más oración», le explica Teresa a su hermano Lorenzo. Encontraremos a Dios no en el tiempo, sino en la donación que hacemos de nuestra persona a los demás. A veces, Dios da, en breve y sin que sepamos muy bien cómo, lo que queremos experimentar en muchos tiempos de oración. El trabajo, las ocupaciones, la agenda no son el obstáculo, sino nosotros mismos, que no actuamos con amor y gratuidad.

      La coma, además, «reparte juego», en expresión de Álex Grijelmo. Dentro «de su papel de guardia urbano distribuye las dependencias en la oración». ¡Qué importante que circule adecuadamente el tráfico en las oraciones y en la propia vida! Fijémonos: «La trabajadora social de Cáritas, que tan volcada estaba en el proyecto de juego de niños el año pasado, cayó enferma». «La trabajadora social de Cáritas que tan volcada estaba en el proyecto de juego de niños, el año pasado cayó enferma».

      Colocar bien una coma es sinónimo de estar atento y de sensibilidad. Eso pasa también con los pequeños detalles de nuestro día a día. Cuesta muy poco ser detallista y pensar en los demás. Es una pequeña actitud, como la de la coma, que hay que activar y no desprenderse nunca de ella. La historia nos recuerda nuevamente el valor de esta pequeñez: se dice que el zar Pedro el Grande tenía unos impresos preparados en los que ponía «matar no tener piedad» con los que firmaba las penas de muerte o sus conmutaciones. Si quería ejecutar al reo, ponía la coma tras «matar»: «Matar, no tener piedad»; si, por el contrario, quería que la pena no fuera llevada a cabo, ponía la coma tras «no»: «Matar no, tener piedad».

      Son ricos los matices de la coma. Nos proporcionan información puntual y adecuada. Y no utilizarla bien puede llevar a confusión. Del mismo modo, si no tiene papel que cumplir, es inadecuada la ultrapuntuación. Todo siempre con equilibrio, sin caer en los excesos, que no son buenos compañeros de viaje. Carecería de lógica escribir: «El apóstol Pedro es, mayor que el apóstol Juan». En la lógica de la buena puntuación, del uso equilibrado, podríamos insertar la escritura vital de Teresa y Juan de la Cruz, desde una mística encarnada en lo cotidiano, donde la desmesura se convierte en la cordura del Amor, que activa y embarga la vida del alma. Disfrutemos de un conocido poema teresiano, «Vivo sin vivir en mí», cincelado por las pausas de un corazón apasionado:

      Vida, ¿qué puedo yo darle

      a mi Dios, que vive en mí,

      si no es el perderte a ti

      para mejor a él gozarle?

      Quiero muriendo alcanzarle,

      pues tanto a mi Amado quiero,

      que muero porque no muero.

      Un jesuita experto en matices

      La coma nos ayuda a exponer matices en una oración, como hemos visto y veremos en el uso opcional y obligatorio de este signo. En nuestra sociedad actual, bien valdría que utilizáramos más las comas, que fuéramos capaces de matizar más. El jesuita José María Rodríguez Olaizola nos invita precisamente a matizar y darnos cuenta de la variedad inmensa donde se desarrolla la fe en su libro En tierra de todos 10. Una fe que no puede quedar sepultada en el foso insalvable de las tendencias, querencias y visiones miopes, porque el Evangelio y la misma fe –que, en realidad, es de lo que se trata– nos invitan a todo lo contrario. Una fe que, según dice el autor, tiene que ser sólida, pero no intransigente.

      La gran pregunta que abre el volumen, ¿por qué seguir en la Iglesia?, nos ayuda a entrar en ese abanico de matices. No se trata de encontrar una respuesta consensuada, sino de buscar respuestas, todos juntos, dentro de la pluralidad que debe ser y tener la comunidad eclesial. Alguien podrá decir que el autor habla de los temas de los que quieren cambiar la Iglesia: las mujeres, las personas en situaciones irregulares, los jóvenes... Sí, claro que habla de todo eso. Porque todas esas personas se sienten Iglesia porque son Iglesia, y los planteamientos del autor –que no dejan de recoger los planteamientos de esas personas– nos llevan a ampliar el horizonte de las reflexiones tradicionales respecto a ellas y su realidad eclesial. Algo que hace sin juzgar a nadie. Y es de agradecer. Sin embargo, también nos transmite palabras de ánimo, esperanza y cordura evangélica.

      José María nos dibuja, además, el amplio mapa de la tierra de nadie, donde tantas personas han de vivir y afrontar sus dudas e inquietudes. Este mapa está diseñado bajo tres coordenadas o actitudes: la rigidez intransigente, la liquidez sin raíz y el rechazo, por los motivos que sean. En medio de todo ello se extiende un mundo mucho más amplio y difícil de definir.

      En el capítulo «Los jóvenes en tierra de nadie» –y en otros tantos–, nuestro jesuita invita a la comunidad eclesial al necesario matiz:

      ¿Es lo mismo hablar de relaciones prematrimoniales para una pareja de adolescentes de catorce o quince años que se acaban de conocer en una discoteca que para una pareja de novios que, teniendo en el horizonte el matrimonio y tras años de relación, han ido alcanzando niveles de intimidad mayor, pero que, a veces por la misma precariedad laboral y económica, aún no se ven con la capacidad de afrontar un proyecto conjunto? ¿Es lo mismo el uso de anticonceptivos en relaciones sin compromiso que en relaciones estables donde se quiere evitar la transmisión de enfermedades o su uso vinculado a la búsqueda del control de la natalidad y el ejercicio de una paternidad responsable dentro de la misma relación matrimonial? ¿Es lo mismo el sexo sin amor que el sexo sin matrimonio? ¿Es lo mismo una cita para tener sexo a través de una aplicación sin volver a verse que el sexo como parte del conocimiento progresivo de dos personas que van dando nuevos pasos en su comunicación?

      Si no hay matices a la hora de responder a estas preguntas, sucede que algo desafina inevitablemente. Lo sabemos muy bien por la experiencia en tantas conversaciones en las que la gente en tierra de nadie se plantea su propia situación vital.

      La coma opcional y la obligatoria

      En algunos casos, la posición de la coma en determinado lugar puede depender del gusto o de la intención de quien escribe, del contexto o de la complejidad del enunciado. En este caso, la posición de la coma no produce cambios sintácticos o semánticos, simplemente afecta al enfoque que se da al mensaje, a los matices que se quieren dar o a la claridad del mensaje.

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