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atrozmente profanada. Igual que necesitamos espacios verdes para contemplar la naturaleza, respirar aire puro y esparcirnos, del mismo modo aspiramos a que nuestras iglesias sean, cada vez más, zonas verdes para atisbar el susurro de Dios en medio de la historia, elevar juntos como hermanos nuestras plegarias y dar gracias al Dueño de la vida por el don de la existencia. Y todo ello envuelto en el ambiente de la fraternidad, el silencio y el canto, nunca en el ajetreo que proporcionan los grandes almacenes o el ritmo imparable de la cultura digital.

      No todo el mundo puede hacer una semana, un fin de semana o algún corto período de retiro. Los jesuitas, expertos en cultivar el espíritu, proponen realizar los ejercicios espirituales o esa búsqueda de zonas verdes en la vida cotidiana. James Martin propone dos metodologías útiles para adentrarnos en la búsqueda del encuentro con Dios. La primera, la contemplación ignaciana, en la que se emplea la imaginación para situarnos en la escena evangélica con estas preguntas que ponen a prueba nuestros sentidos: ¿quién soy yo?, ¿qué veo?, ¿qué oigo?, ¿qué huelo?, ¿a qué me sabe?, ¿qué siento? La segunda, la lectio divina o cómo hallar a Dios a través de la Escritura. Con estos sencillos pasos:

      • Lectura: ¿qué dice el texto?

      • Meditación: ¿qué me dice Dios por medio del texto?

      • Oración: ¿qué deseo decirle yo a Dios a propósito del texto?

      • Acción: ¿qué cambio introducirá en mi vida el texto?

      Además, el padre Martin propone unas preguntas generales, que se pueden aplicar a cualquier texto, para crecer hacia una relación más profunda con Dios:

      • ¿Qué quiere decirme Dios por medio de este pasaje?

      • ¿Qué aspectos de mi propia vida podrían revelarse?

      • ¿Qué preguntas desea Dios suscitar en mi vida?

      • ¿En qué sentido se me está invitando a crecer?

      • ¿Qué me gustaría decirle a Dios?

      En su libro Juntos de retiro. Encontrar a Jesús en la oración 1, James Martin desarrolla tanto la contemplación ignaciana como la lectio divina en tres pasajes evangélicos: la llamada de Jesús a los primeros discípulos (Mc 1,16-20), la pesca milagrosa (Lc 5,1-11) y el desayuno junto al lago (Jn 21,1-19). De una manera sencilla, se nos ofrece una sugerente composición de lugar para encontrarnos con el Señor, acompañado por unas oraciones que sitúan armoniosamente al orante en este tiempo privilegiado de ejercicios en la vida diaria. Creo que el mérito del autor es saber simplificar sin vaciar de contenido la intuición de san Ignacio de Loyola.

      Otra iniciativa flexible para centrarse nos viene de la mano del monje benedictino Bernabé Dalmau 2, quien nos brinda su práctica de ejercicios espirituales durante sesenta años: la suya propia y la de la comunidad de Montserrat. Concentra las cuatro semanas ignacianas en cuatro días. Sabedor de las diferentes formas de hacer ejercicios, subraya la importancia de posibilitar un desierto para encontrarse cara a cara con Dios y con uno mismo. Es un tiempo para centrarse y detenerse en el camino, teniendo como telón de fondo una intensa vivencia litúrgica.

      La propuesta de estas cuatro jornadas está dividida entre mañana y tarde, con los siguientes contenidos: designio de Dios y respuesta del hombre, llamada a la conversión, la muerte, María, discernimiento, centralidad de Cristo, el Espíritu Santo y la Iglesia. Entre las referencias a las que alude el autor están los Ejercicios espirituales de san Ignacio y la Regla benedictina para cuidar la relación de amistad con el Señor Jesús.

      Habitados por el Resucitado

      Por último, para los que quieran ejercitar sus sentidos en clave pascual, nos aproximamos a la animación conjunta que realizan la religiosa y biblista Dolores Aleixandre y el psicólogo laico Alfonso López-Fando 3. Si es cierto que hay un necesario ejercicio de espiritualidad que es barruntar a Dios en lo cotidiano, no menos cierto es que estamos convocados, por otro lado, a salir de lo cotidiano para atravesar con Jesús diferentes espacios que pueden iluminar nuestra existencia. El texto nos conduce decididamente a cinco escenarios o paisajes de la Pascua, que son: el Cenáculo, el huerto, el patio, el monte y el jardín. Nos brindan, además, unas pistas para encandilarnos con estos lugares a través de unos apartados de pedagogía espiritual, bíblica y psicológica: «Con la mirada atenta», que proporciona otros textos bíblicos que actúan como «caja de resonancia»; «En contacto con el propio corazón», que conduce a la oración; «Ensanchando el horizonte», que ofrece otras perspectivas a nuestra mirada; «Transformados por lo contemplado», que recoge diversos testimonios. Los autores hacen, pues, una propuesta consistente al contextualizar los textos, convidando a poner los sentidos atentos a cada escenario, conscientes de que los lugares condicionan las palabras que se pronuncian en ellos.

      No vamos a desvelar el contenido de esta experiencia espiritual, pero sí resaltaremos algunas pinceladas que nos han cautivado. En ocasiones podemos elegir la posición en la que nos colocamos, otras nos viene dada. No pasa así con la postura, que sí podemos elegir. En la noche de la última cena, los que estaban sentados a la mesa con Jesús compartían un mismo lugar-posición como discípulos, pero no todos estaban en la misma postura-actitud. El pasaje del huerto nos lleva al discernimiento realizado por una religiosa misionera en Ruanda cuando, en el intento de exterminio de la población, fue violada y continuó con el embarazo, llevando África todavía más adentro. En el patio o atrio del palacio de Caifás recreamos la escena en que Pedro niega a Jesús y «sale fuera» (Lc 22,62). Se nos advierte de que también nosotros salimos «fuera» al rendirnos a la adversidad; sin embargo, al arrepentirnos de nuestra traición, podemos, como Pedro, volver otra vez «dentro».

      En el monte del Gólgota descubrimos la desnudez de Jesús y cómo tapamos nuestra propia desnudez. Vislumbramos que «seguir al desnudo» no ha perdido hoy vigencia ni vigor. El capítulo final, enmarcado en el jardín, nos matricula en una escuela de lenguas donde se nos emplaza no a traducir, sino a entrar en el lenguaje nuevo, el del Resucitado.

      Descubramos, transitemos por diferentes zonas verdes, que nos pueden ayudar a trascender lo geográfico para encontrarnos con Aquel que sostiene nuestras vidas. Cuidemos la ecología interior, que nos ayudará a convertirnos y descubrir las maravillas de la creación, tal y como se nos invita en Querida Amazonía:

      Despertemos el sentido estético y contemplativo que Dios puso en nosotros y que a veces dejamos atrofiar. Recordemos que, «cuando alguien no aprende a detenerse para percibir y valorar lo bello, no es extraño que todo se convierta para él en objeto de uso y abuso inescrupuloso». En cambio, si entramos en comunión con la selva, fácilmente nuestra voz se unirá a la de ella y se convertirá en oración: «Recostados a la sombra de un viejo eucalipto, nuestra plegaria de luz se sumerge en el canto del follaje eterno». Esta conversión interior es lo que podrá permitirnos llorar por la Amazonía y gritar con ella ante el Señor 4.

      El acompañamiento, punto de encuentro

      Otra zona verde que podemos buscar es la del acompañamiento, en la vida comunitaria o familiar o a un nivel más espiritual, como veremos. Para que el acompañamiento pueda darse hemos de «dejarnos ver», exponernos, hablar, compartir... Cuando las familias o las comunidades religiosas se convierten en hoteles para dormir o comer, es imposible que se dé este acompañamiento, más bien se apaga la mística del vivir juntos. Unos a otros nos ayudamos con el servicio de la escucha, el servicio de las ayudas domésticas y el soportarnos unos a otros. Estos puntos los resalta magníficamente Dietrich Bonhoeffer en el capítulo cuarto de uno de los mejores libros que se han escrito sobre la vida en comunidad 5.

      Tener un acompañamiento espiritual, alguien con quien podamos compartir de corazón, es una ayuda importante –podríamos decir indispensable– para la vida cristiana actual. Esos amigos del alma nos ayudan a permanecer fieles y consistentes en nuestra relación con el Señor. Este acompañamiento se narra magníficamente en la primera novela de James Martin, La abadía 6, donde Dios se hace sorprendentemente cotidiano. Los personajes:

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