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—y así por el estilo.

      Massolit no podía haberse instalado en Griboiédov mejor y con más comodidad. Cualquiera que entrara allí se topaba involuntariamente, ante todo, con información sobre diferentes círculos deportivos y con fotos, individuales y en grupo, de miembros del Massolit, las que cubrían las paredes de la escalera que llevaba al segundo piso.

      En la puerta de la primera habitación de este segundo piso, estaba escrito con grandes letras "Sección de pesca y de dachas"y dibujada una carpa tragando un anzuelo.

      En la habitación dos estaba escrito algo no muy comprensible

      "Viaje de creación de un día. Diríjase a M.V. Podlózhnaya".

      La siguiente habitación tenía un breve, pero ya incomprensible escrito: "Pereliguino". Luego, los ojos del ocasional visitante de Griboiédov comenzaban a recorrer los escritos que llenaban sus puertas de nogal: "Inscripciones para la cola del papel, ver a Poklévkina". "Caja. Cuentas personales de los autores de guiones."

      Después de recorrer una larguísima cola, que comenzaba abajo en la portería, se podía ver un letrero sobre una puerta que, constantemente, era forzada por el público "Asunto vivienda".

      Más allá del "Asunto vivienda" se hallaba un lujoso letrero en el cual se veía un peñón sobre cuya cima viajaba un jinete encapotado y con un fusil al hombro. Más abajo había palmas y un balcón donde estaba sentado un joven con cópete, de ojos muy vivos, cuya mirada se perdía en algún lugar en lo alto, que sostenía en la mano una pluma estilográfica. Al pie se leía "Descanso creador completo, desde dos semanas (cuentos, noveletas) hasta un año (novela-trilogía), Yalta, SuikSu, Borovie, Thixindziri, Maxiadshauri, Leningrado (Palacio de Invierno)".Junto a esa puerta también había una cola, no muy exagerada, de unas 150 personas.

      Más allá, siguiendo las caprichosas sinuosidades de subida y bajada de la casa de Griboiédov, continuaba: "Dirección de Massolit", "Cajas 2, 3, 4, 5", "Colegio de Redacción", "Presidente de Massolit", "Billar", varias dependencias de servicios y, finalmente, la misma sala de columnas donde la tía disfrutaba la comedia de su genial sobrino.

      Cualquier visitante que cayera en Griboiédov y no fuera, por supuesto, estúpido, comprendía de inmediato lo bien que vivían los felices miembros de Massolit. Entonces, una negra envidia comenzaba a desgarrarle de inmediato. Y de inmediato, le dirigía al cielo amargos reproches por no haber sido agraciado al nacer con talento literario, sin el cual, como es natural, no se podía soñar con poseer el carné de miembro de Massolit, un carné marrón que olía a costosa piel, con un ancho ribete dorado, conocido en todo Moscú.

      ¿Quién puede decir algo en defensa de la envidia? Es un sentimiento vil, pero, sin embargo, es necesario ponerse en la situación del visitante. Así, lo que vio en el piso superior no era todo y estaba muy lejos de serlo. La planta baja de la casa de la tía estaba ocupada por un restaurante y ¡qué restaurante! En justicia, se consideraba el mejor de Moscú. No sólo porque ocupara dos grandes salas con techos abovedados, pintados con caballos color lila y crines asirías, no sólo porque en cada mesita hubiese una lámpara cubierta con un chai, no sólo porque allí no podía entrar el primero que pasase por la calle, y, finalmente, porque por la calidad de sus provisiones, Griboiédov era muy superior a cualquier otro restaurante de Moscú y tales provisiones se servían a los más módicos precios, nada onerosos.

      Por eso no es sorprendente la siguiente conversación que una vez escuchó el autor de estas lineas junto a las rejas de hierro de Griboiédov:

      —¿Dónde cenas hoy, Ambrosio?

      —Qué pregunta. Por supuesto, aquí, querido Foka. Archibald Archibáldovich me dijo hoy, en secreto, que habrá lucioperca al natural. Una cosa virtuosa.

      —Tú sí sabes vivir, Ambrosio —suspirando, respondió Foka, el flaco, de mal aspecto y con un ántrax en el cuello, al gigantón Ambrosio, el poeta de labios colorados, cabellos dorados y resplandecientes carrillos.

      —No hay nada especial en mí, no tengo nada —replicó Ambrosio— sino el simple deseo de vivir como un ser humano. Me pudieras decir que el lucioperca se puede hallar en el Coliseo, pero allí, una ración cuesta 1 3 rublos y cincuenta kopeks y, aquí, cinco cincuenta. Además, en el Coliseo, el lucioperca es de hace tres días y no tienes ninguna seguridad de que en el Coliseo no recibas en la jeta, la mano borracha del primer joven que regresa de la calle de los Teatros. No. Categóricamente estoy en contra del Coliseo —tronó en toda la avenida el sibarita Ambrosio—. No me convenzas, Foka.

      —No te convenzo, Ambrosio —pió Foka—. Se puede comer en casa.

      —Eso sí que no —vociferó Ambrosio—. Imagínate a tu mujer tratando de preparar en una cazuelita, en la cocina colectiva del departamento comunal, una ración de lucioperca. JiJi.Ji. Au revoir,(16) Foka —canturreando, Ambrosio se dirigió a la terraza bajo el toldo. —Ay, vaya, vaya. Sí, fue, fue. Recuerdan los antiguos habitantes de Moscú al célebre Griboiédov. ¿Qué es eso de lucioperca hervido a la carta? Menudencias esas, mi querido Ambrosio. ¿Y el esturión, el esturión en cacerola de plata, el esturión en porciones, con cangrejo y caviar fresco? ¿Y los huevos a la cocotte,(17) en tácitas, con puré de champiñones? ¿No le gustan los filetitos de sinsontes? ¿Con trufas? ¿Y las codornices a la genovesa? Nueve cincuenta. Y el jazz y el servicio exquisito. En julio, cuando toda la familia se hallaba en la dacha y a usted le detenían en la ciudad impostergables asuntos literarios, en la terraza, bajo el sol dorado, a la sombra de una parra ondulante, en el más limpio mantel, para usted había un plato de sopa printanier.(18) ¿Lo recuerda, Ambrosio? Pero para qué preguntar. Por sus labios veo que lo recuerda. Vaya con sus tímalos y luciopercas. ¿Y las becadas, los chorlitos, los chorlitos del bosque, la chochaperdiz, de temporada, la codorniz? ¿Y el agua mineral burbujeante en la garganta? Pero, basta ya, distraemos al lector. Prosigamos.

      A las diez y treinta de esa misma noche en que Berlioz pereció en los Estanques del Patriarca, en los altos de Griboiédov sólo estaba alumbrada una habitación en la cual se aburrían doce literatos que, reunidos en sesión, esperaban a Mijaíl Alexándrovich.

      Dentro del despacho de la Dirección de Massolit, sufrían el sofocante calor, doce literatos sentados en las sillas y las mesas e incluso en el poyo de las dos ventanas abiertas, a través de las cuales no llegaba ni una gota de aire fresco. Moscú devolvía el calor acumulado durante el día en el asfalto y estaba claro que la noche no traería alivio. Desde el sótano de la casa de la tía, donde se hallaba la cocina del restaurante, llegaba el olor a cebolla. Todos deseaban beber, estaban nerviosos y molestos.

      El novelista Beskúdnikov, un hombre tranquilo, bien vestido. con ojos atentos y, al mismo tiempo, impenetrables, sacó su reloj. Las agujas se acercaban a las once. Dando un golpecito en la esfera del reloj, Beskúdnikov se lo mostró, a su vecino, el poeta Dvybratskii, sentado sobre la mesa, que, por aburrimiento, balanceaba los pies, calzados con unos zapatos amarillos de suela de goma.

      —Vaya, hombre —refunfuñó Dvybratskii.

      —Seguro que se demoró en Kliasma —respondió con voz gruesa Natasia Lukínichna Nepreménova, huérfana de un comerciante moscovita, convertida en escritora de relatos sobre batallas navales, con el seudónimo de "Navegante Georges".

      —Permítame —dijo sin vacilación Zagrívov, autor de muy populares libretos—. Yo mismo con muchísimo gusto estaría ahora en el balcón, tomándome una taza de té, en lugar de estar aquí, asándome. ¿No estaba la reunión convocada para las diez?

      —Y lo bien que se estaría ahora en Kliasma —pinchó a los presentes Navegante Georges, sabiendo que en Kliasma se hallaba Perelíguino, la colonia de dachas veraniegas de los literatos, un asunto en general molesto—. Probablemente, los ruiseñores estarán cantando aUí en este momento. Por algo, yo siempre prefiero trabajar fuera de la ciudad, especialmente en primavera.

      —Llevo ya tres años dando dinerito para llevar a mi mujer, enferma de bocio, a ese paraíso, pero no veo nada en el horizonte —dijo amarga y venenosamente el novelista leronim Poprixin.

      —Eso es porque algunos tienen suerte

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