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después de dictada una sentencia refrendada por ti mismo? ¿Es posible eso? Estamos acostumbrados a que el Procurador romano escoja las palabras antes de decir algo ¿No nos escuchará alguien, Hegémono?

      Pilato miró al sumo sacerdote con mirada fría y enseñando los dientes hizo como que sonreía.

      —¿Qué cosa, sumo sacerdote? ¿Quién nos puede escuchar aquí? ¿Acaso me parezco al joven vagabundo loco que ejecutarán hoy? ¿Soy un muchacho? Sé lo que digo y dónde lo digo. Cercados están el jardín y el palacio y ni un ratón puede penetrar por un agujero. Pero no solamente un ratón, incluso ese, ¿cómo se llama?... de la ciudad de Karioth. ¿Por cierto, lo conoces tú, sumo sacerdote? Sí... si penetrara aquí lo lamentaría amargamente. Eso, por supuesto, ¿me lo crees? Sabe, sumo sacerdote, que desde ahora no habrá tranquilidad para ti. Ni para ti ni para tu pueblo —Pilato señaló a lo lejos, a la derecha, allí donde en la alto fulguraba el templo—. Te lo digo yo, Poncio Pilato, caballero lanza de oro.

      —Lo sé, lo sé —contestó sin temor Caifas barbanegra, cuyos ojos relampaguearon, y alzó la mano hacia el cielo—. El pueblo judío sabe que tú lo odias con odio feroz y mucho dolor le infligirás, pero, a pesar de todo, no lo destruirás. Lo defenderá Dios. Nos escuchará, nos escuchará el todopoderoso César que nos protegerá del destructor Pilato.

      —Oh, no —exclamó Pilato y con cada palabra le era más fácil. Ya no tenía necesidad de fingir, no necesitaba elegir las palabras—. Demasiado te has quejado con el César de mí y ahora ha llegado mi turno. Ahora llegarán noticias mías y no al gobernador general en Antioquia ni a Roma, sino directamente a Caprea, al mismo emperador. Noticias sobre cómo en Jerusalén salvan de la muerte a los más notorios sediciosos. Y no será con agua del lago de Salomón, como hubiese querido para vuestro bien, como les serviré entonces. No, no con agua. Recuérdate que, por ustedes, tuve que retirar de las paredes los escudos con la esfinge del emperador, mover a las tropas, venir personalmente para ver qué pasaba aquí. Recuerda mis palabras, sumo sacerdote, aquí verás mas de una cohorte. Bajo los muros de la ciudad entrará toda la legión fulminante y la caballería árabe. Entonces escucharás el amargo llanto y los gemidos. Recordarás entonces al salvado Barrabas y lamentaras haber enviado a la muerte al filósofo de la pacífica predicación. El rostro del sumo sacerdote se cubrió de manchas y sus ojos ardieron. Al igual que el Procurador, sonrió enseñando los dientes y respondió:

      —¿Crees tú. Procurador, en lo que estás diciendo ahora? No, no crees. No es la paz, no es la paz lo que nos ha traído ese seductor del pueblo y tú, caballero, lo sabes perfectamente. Querías liberarlo para que después soliviantara al pueblo, injuriara la religión y condujera al pueblo bajo las espadas romanas. Pero yo, sumo sacerdote judío, mientras esté vivo no permitiré que se veje la religión y protegeré al pueblo. ¿Me escuchas, Pilato? —Caifás alzó una mano amenazadoramente—. Escucha, Procurador.

      Caifás calló y de nuevo el Procurador oyó algo así como el rumor del mar que se movía hasta las mismas paredes del jardín de Herodes, el Grande. Un rumor que, por abajo, llegaba hasta los pies y el rostro del Procurador. A su espalda, más allá de las alas del palacio, se escuchaba la señal alarmante de las trompetas, el pesado ruido de cientos de pisadas y el metálico tintineo de las armas. Entonces el Procurador supo que, según sus órdenes, la infantería romana ya estaba en marcha hacia el desfile premortal y terrible para los sediciosos y bandidos.

      —¿Escuchas, Procurador? —repitió en voz baja el sumo sacerdote—. No me dirás que todo esto ha sido provocado por el infeliz bandido Barrabas —las manos del sumo sacerdote se elevaron y su oscuro capuchón cayó de la cabeza.

      Con el revés de la mano, el Procurador se secó la frente mojada y fría, miró el piso. Después alzó los ojos entornados hacia el cielo y casi sobre su cabeza vio un globo incandescente, mientras que la sombra de Caifás se hacía un ovillo junto a la cola de un león de mármol. Entonces, dijo con indiferencia y en voz baja:

      —El asunto será al mediodía. Nos hemos distraído con la conversación y es necesario continuar.

      Con expresiones rebuscadas y disculpándose ante el sumo sacerdote, le pidió que se sentara en el banco, a la sombra de las magnolias, y aguardara mientras él llamaba al resto de las personas necesarias para la última y breve reunión y daba una orden relacionada con la ejecución.

      Caifás se inclinó cortésmente, se puso la mano sobre el corazón y aguardó en el jardín mientras Pilato volvía al balcón. Allí le ordenó al secretario que convocara al delegado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo que, en la parte baja de la terraza, aguardaban ser llamados.

      Pilato añadió que él, inmediatamente, iría al jardín y entró en el interior del palacio.

      Mientras el secretario preparaba la reunión, el Procurador, al resguardo del sol en una habitación de oscuras cortinas, se reunió con un hombre cuyo rostro estaba oculto en parte por un capuchón, aunque en aquella habitación el sol no podía molestarle. El encuentro sería muy breve. En voz baja, Pilato le dijo unas pocas palabras y el hombre pardo enseguida mientras el Procurador regresaba al jardín a través de la columnata.

      Allí, en presencia de todos los que deseaba ver, el Procurador repitió, seca y solemnemente, que ratificaba la sentencia de muerte de Joshúa Ga-Nozri y, oficialmente, le preguntaba a los miembros del Sanedrín a quién, de entre los delincuentes, le perdonaban la vida. —Muy bien —dijo, al recibir la respuesta de que seria Barrabas, ordenó al secretario que la anotara en el protocolo, y exclamó—: Es tiempo.

      Todos los presentes bajaron por una ancha escalera de mármol entre muros de rosas que exhalaban un olor embriagador y descendieron más y más hasta la puerta del palacio que se abría a una plaza de adoquines, grande y pulida, al fondo de la cual había columnas y estatuas de la palestra de Jerusalén.

      Cuando el grupo pasó del jardín a la plaza y subió a un estrada de piedra que dominaba la plaza, Pilato, mirando con los ojos entornados, comprendió la situación. El camino que acaba de recorrer, desde los muros del palacio hasta el estrada, estaba vacío. Sin embargo, por delante, Pilato no podía ver la plaza porque la multitud se la había tragado. Ésta también hubiera llenado el estrado y el espacio no ocupado a no ser por la triple fila de soldados de la Sevástica y los de la cohorte auxiliar Iturrea que, a la izquierda y derecha de Pilato, contenían al gentío.

      Pilato subió al estrada y bajó los ojos, no porque el sol le molestara. No. Por alguna causa, no deseaba ver al grupo de condenados quienes, como él sabía perfectamente, serían llevados enseguida al estrada.

      En cuanto su manto blanco con forro púrpura apareció en lo alto del peñasco de piedra al final de aquel mar humano, a Pilato, que no miraba, comenzó a golpearle los oídos el sonido "Gaaa..." Primero fue por lo bajo, proveniente de algún lugar a lo lejos, hacia el hipódromo, por unos segundos se hizo muy fuerte y luego empezó a declinar. "Me han visto", pensó el Procurador. El sonido no se apagó del todo y, sorpresivamente, comenzó de nuevo a crecer, incrementándose aún más fuerte que la primera y la segunda vez y, al igual que en las olas del mar bulle la espuma, resonó un silbido y enseguida, separados, a través del ruido, diferentes gemidos femeninos.

      "Los traen al estrada. Los gemidos son de mujeres atropelladas por la muchedumbre al avanzar", pensó Pilato y aguardó cierto tiempo, sabiendo que ninguna fuerza era capaz de acallar a la muchedumbre mientras de ella no saliera todo lo que guardaba en su interior y callara por sí misma.

      Cuando ese instante llegó, el Procurador alzó la mano derecha y la gritería se extinguió.

      Entonces, llenando al máximo sus pulmones del caliente aire, gritó, y su entrecortada voz se arrastró sobre miles de personas. —En nombre del César Emperador...

      En sus oídos resonó el metálico y cortante sonido procedente de los soldados que en las cohortes elevaron sus lanzas y escudos y gritaron con voz terrible:

      —Viva el César.

      Pilato alzó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados estalló un fuego verde que le hizo arder el

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