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por la alameda junto al poeta, gritando algo, pero Iván Nikoláievich no entendía sus palabras. Sin embargo, dos mujeres se detuvieron de repente cerca de él. Una de ellas, de nariz afilada y cabeza descubierta, le gritó a la otra mujer, casi en el mismo oído del poeta:

      —Annushka, nuestra Annushka, la de la calle Sadóvaia. Esto es por ella, compró en la tienda un litro de aceite de girasol y al pasar por el torniquete lo rompe. Toda la saya se le manchó y comenzó a echar pestes. Y este infeliz que resbala y se cae a los rieles. De todo lo dicho por las mujeres en el perturbado cerebro de

      Iván Nikoláievich se grabó una palabra "Annushka".

      —Annushka... ¿Annushka? —murmuró y con ansiedad miró hacia todos los lados—. Por favor, por favor.

      A la palabra "Annushka" se unió "aceite de girasol" y enseguida y por alguna causa "Poncio Pilato". A Pilato el poeta lo desechó y con la palabra "Annushka" se puso a hacer una cadena. Enseguida esa cadena se cerró y en ese instante lo condujo al loco profesor. Perdón. Pero si él dijo que la reunión no se celebraría porque Annushka derramó el aceite y, por favor, no se celebró. Todavía es poco, ¿no dijo él claramente que a Berlioz una mujer le cortaría la cabeza? Sí, sí, sí. Una mujer era la conductora. ¿Qué es esto? Ah. No había la más mínima duda de que el misterioso consultante conocía de antemano y con exactitud, el cuadro de la terrible muerte de Berlioz.

      Entonces dos pensamientos penetraron en el cerebro del poeta. El primero file: "De ninguna manera es un loco", y el segundo: ¿No habría él inventado todo aquello?"

      Pero, permítame preguntar ¿de qué manera?

      Oh, no. Esto lo averiguaremos.

      Haciendo un gran esfuerzo, Iván Nikoláievich se levantó del banco y fue hacia el lugar donde había hablado con el profesor. Y sucedió que, felizmente, aquél no se había ido.

      En la caUe Bronnaya ya se habían encendido los fardes y la dorada luna brillaba sobre los Estanques. Bajo su luz, siempre engañosa, a Iván Nikoláievich le pareció que el profesor sostenía en la mano no un bastón, sino una espada.

      El retirado y entrometido ex chantre estaba sentado en el mismo lugar donde poco tiempo atrás estuvo Iván Nikoláievich. Ahora llevaba en la nariz unos innecesarios quevedos en los cuales faltaba un cristal y el otro se hallaba rajada. Por eso, el ciudadano de los pantalones a cuadros resultaba más desagradable aún que cuando le indicó a Berlioz el camino hacia el tranvía.

      Con el corazón encogido, Iván se acercó al profesor y le miró a los ojos, convenciéndose de que ningún rasgo de locura había ni hubo en su rostro.

      —Confiese, ¿quién es usted? —interrogó con sorda voz.

      El extranjero frunció el entrecejo, miró a Iván como si fuera la primera vez que le viera y respondió de forma hosca:

      —No comprender... ruso no hablar.

      —Ellos no comprenden —se entrometió desde el banco el chantre, aunque nadie le había pedido explicar las palabras del extranjero.

      —No contradiga —dijo Iván amenazador y sintió frío en el estómago—. Hace un momento usted hablaba perfectamente en ruso. Usted no es alemán ni profesor. Usted es un asesino y un espía. Muéstreme sus documentos —gritó con rabia.

      El intrigante profesor torció con desprecio la boca, ya de por sí bastante torcida, y se encogió de hombros.

      —Ciudadano —intervino de nuevo el abominable chantre—.

      ¿Por qué molesta al "inturista"(14)? Por eso se le despeluzará severamente.

      El sospechoso profesor, poniendo cara de soberbia, se volvió y se alejó de Iván.

      Iván sintió que se perdía. Sofocado se dirigió al chantre.

      —Oiga, ciudadano, ayúdeme a detener a un delincuente. Usted está obligado a hacerlo.

      El chantre, animándose extraordinariamente, saltó y gritó:

      —¿Qué delincuente? ¿Dónde está? ¿Un extranjero delincuente? —los ojos del chantre brillaron de alegría—. ¿Ese? Pero si es un bandido lo primero que se debe hacer es gritar "auxilio" o si no se escapa. Vamos, gritemos juntos. A la una...—el chantre abrió mucho la boca.

      Confundido, Iván hizo caso del burlón chantre y gritó "auxilio", pero el otro, engañándolo, no gritó nada.

      El solitario y ronco grito de Iván no sirvió de nada. Dos señoritas se apartaron a un lado y él escuchó la palabra "borracho". —¿Y tú estás de acuerdo con él? —gritó Iván encolerizado—.

      ¿Así que te burlas de mí? Déjame pasar.

      Iván fue hacia la derecha y el chantre también.

      Iván a la izquierda y el canalla hizo lo mismo.

      —¿A propósito te interpones? Yo mismo te pondré en las manos de la Milicia —gritó Iván con fiereza e intentó tomar al pillo por el brazo, pero falló y no agarró nada, como si al chantre se lo hubiese tragado la tierra.

      Iván se quedó helado, miró a lo lejos y vio al odiado desconocido que ya estaba a la salida del callejón del Patriarca. Estaba acompañado. El más que sospechoso chantre había tenido tiempo de reunirse con él. Pero eso no fue todo. En aquella compañía, el tercero era un desconocido gato, salido de alguna parte, enorme como un cerdo, negro como el hollín o un grajo y unos enormes bigotes de soldado de caballería. Los tres iban hacia el callejón y, por cierto, el gato caminaba en dos patas.

      Iván intentó alcanzarlos, pero enseguida comprendió que sería muy difícil.

      En un abrir y cerrar de ojos, el terceto pasó por el callejón y salió a la caUe Spiridinóvska y, por mucho que Iván se apresuró, la distancia no se acortó. Luego de la tranquila Spiridinóvska, y antes de que el poeta pudiera reaccionar, ya se hallaban en la tumultuosa Plaza Nikítskaya donde la situación empeoró. Iván chocó contra alguien y fue insultado. Mientras tanto, la pérfida banda decidió emplear el método favorito de los delincuentes, separarse y huir a la desbandada.

      Con gran habilidad, el chantre trepó sobre la marcha a un autobús que iba en dirección a la plaza de Arbat y se perdió. Habiendo perdido a uno de los perseguidos, Iván centró su atención en el gato y vio cómo aquel extraño gato se acercó al estribo del tranvía A, detenido en la parada, empujó groseramente a una chillona mujer, se agarró del pasamanos e incluso quiso entregarle a la conductora una moneda de diez kopeks a través de una ventanilla abierta. La conducta del gato asombró a Iván a tal punto, que se quedó petrificado en una esquina, junto a una tienda de comestibles. Entonces, el asombro fue inmenso por la respuesta de la conductora quien al ver al gato subir al tranvía le gritó temblando de rabia: —No se permiten gatos. Nada de gatos. Fuera. Bájate o llamo a la Milicia.

      Ni la conductora ni los pasajeros se asombraron de lo más importante de todo, no que un gato subiera a un tranvía, lo cual no era tan malo, sino que ese gato intentara pagar.

      El gato resultó no sólo solvente sino también disciplinado. Al primer grito de la conductora se bajó del estribo y, sentándose en la parada, se pasó la moneda por los bigotes, pero inmediatamente que el vehículo se puso en marcha, hizo lo que hace cualquiera que es sacado de un tranvía y necesita viajar en él: dejando pasar los dos primeros vagones, saltó al techo del tercero, se agarró de un tubo que salía de la carrocería y viajó, ahorrándose así los diez kopeks.

      Al ocuparse del bellaco gato, Iván casi perdió al más importante del trío, el profesor, quien, por suerte, no tuvo tiempo de desaparecer. Iván divisó su boina gris a lo lejos, al comienzo de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle Hertzen. En un instante estuvo aUí, pero no tuvo suerte. Dejó de caminar y comenzó a correr, tratando, empujando a los transeúntes, pero no logró acortar la distancia ni un centímetro.

      A pesar de su quebrantamiento, Iván estaba asombrado de la gran velocidad con la que se llevaba a cabo la persecución. No habían transcurrido

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