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      Para papá, quien siempre llenó nuestra casa de música.

      1

      Quint Erickson está llegando tarde.

      Otra vez.

      No debería sorprenderme. No lo estoy. Estaría más asombrada si, de hecho, llegara a horario. Pero ¿en serio? ¿Hoy? ¿De todos los días?

      Burbujeo en mi silla, mis dedos tamborilean sobre el soporte visual que preparé para la presentación de hoy; el cartón está plegado sobre nuestra mesa de laboratorio. Mi atención se divide entre mirar el reloj sobre la puerta de nuestro salón y repetir en silencio las palaras que he estado memorizando toda la semana. Nuestras playas y costas son el hogar de algunas especies destacables. Peces, mamíferos, tortugas de mar y…

      –Los tiburones –dice Maya Livingstone parada delante del salón– han sido severamente maltratados por Hollywood durante décadas. ¡No son los monstruos que los humanos dicen que son!

      –Además –añade su compañero de laboratorio, Ezra Kent–, ¿quién se come a quién? Quiero decir, ¿sabían que la gente come tiburones?

      –Para esclarecer –Maya le echa un vistazo a Ezra frunciendo el ceño–. En general, solo sus aletas.

      –¡Correcto! Hacen sopa con ellas –añade el chico–. La sopa de aleta de tiburón es un manjar exótico porque son como gomosas y crocantes a la vez. ¡Imaginen eso! Definitivamente la probaría.

      Algunos de nuestros compañeros simulan arcadas, aunque es obvio que Ezra intenta obtener precisamente esa reacción. La mayoría de la gente lo llama EZ, como “fácil” en inglés. Solía pensar que era una alusión a su vida sexual, pero ahora creo que solo es por su personalidad básica. Los profesores aprendieron a no sentarlo cerca de Quint.

      –Como decía –Maya intenta encaminar la presentación. Explica los métodos horribles para atrapar a los tiburones y cortar sus aletas para luego regresarlos al agua. Sin sus aletas, se hunden hasta el fondo del océano y se ahogan o son devorados por otros depredadores.

      Toda la clase esboza una mueca.

      –¡Y luego los hacen sopa! –grita Ezra, solo en caso de que alguien se hubiera perdido esa parte antes.

      Pasa otro minuto.

      Muerdo el interior de mi mejilla, intentando calmar los nervios que se retuercen dentro de mí. La misma queja se repite en mi mente por enésima vez.

      Quint Erickson es el peor.

      Hasta se lo mencioné ayer. “Recuerda, Quint, tenemos una presentación importante mañana. Tienes que traer el informe. Se supone que debes ayudarme con la introducción. Así que, por favor, por el amor de todo lo que es bueno y justo en este mundo, esta única vez, no llegues tarde”.

      ¿Su respuesta?

      Encoger los hombros.

      “Soy un hombre ocupado, Prudence. Pero haré mi mejor esfuerzo”.

      Seguro. Tiene tantas cosas que hacer un martes antes de las 8:30 a. m.

      Sé que puedo lidiar con la introducción por mi cuenta. Después de todo, he estado practicando sin él. Pero se supone que traerá las copias que preparamos. Hojas que el resto de la clase puede mirar mientras hablamos. Papeles que mantendrán sus aburridos y desinteresados ojos alejados de .

      La clase empieza a aplaudir con poco entusiasmo y me concentro de golpe. Uno mis manos para uno, dos aplausos antes de dejarlas caer sobre mi escritorio. Maya y Ezra recogen su presentación. Le echo un vistazo a Jude en la primera fila y, aunque solo puedo ver su nuca, sé que sus ojos no abandonaron a Maya desde que se puso de pie y no lo harán hasta que la chica vuelva a sentarse y no tenga otra opción más que desviar la mirada o arriesgarse a llamar la atención. Siento gran cariño por mi hermano, pero su enamoramiento por Maya Livingstone ha estado bien documentado desde quinto año de primaria y, siendo honesta, parece ser un caso perdido.

      Tiene mi apoyo, en serio. Después de todo, es Maya Livingstone. Casi toda nuestra clase está enamorada de ella. Pero también conozco a mi hermano. Nunca tendrá las agallas para finalmente invitarla a salir.

      Por consiguiente, caso perdido.

      Pobre Jude.

      Pero regresemos a pobre Prudence. Maya y Ezra se acomodan en sus asientos y todavía no hay señales de Quint ni de las copias que se suponía debía traer con él.

      En un acto de desesperación, busco mi labial rojo en mi bolsa y lo apoyo sobre mis labios, solo en caso de que se haya desvanecido la capa que apliqué antes de clase. No me gusta usar mucho maquillaje, pero un labial atrevido incrementa mi confianza instantáneamente. Es mi armadura. Mi arma.

      Puedes hacer esto, me digo a mí misma. No necesitas a Quint.

      Mi corazón comienza a bailar dentro de mi pecho. Mi respiración se acelera. Vuelvo a guardar el labial en mi bolsa y tomo mis tarjetas ayuda memoria. No creo que las necesite. He practicado tantas veces que puedo hablar sobre hábitats y ecología mientras duermo; pero tenerlas conmigo me ayudará a calmar mis nervios.

      Por lo menos, eso creo. Espero que sí.

      De repente, temo que mis palmas sudorosas puedan borronear la tinta y la tornen ilegible y mis nervios vuelven a recuperar fuerza.

      –Y llegamos a la última presentación del año –dice el señor Chavez y me mira casi con compasión–. Lo lamento, Prudence. Hemos demorado todo lo posible, tal vez Quint se nos una antes de que termines.

      –Está bien. –Fuerzo una sonrisa–. De todos modos, planeaba hablar la mayor parte del tiempo.

      No está para nada bien. Pero nada puede hacerse ahora.

      Me pongo de pie lentamente, guardo mis notas en mi bolsillo, tomo la presentación y la bolsa de tela que traje repleta de materiales extra. Mis manos están temblando. Pauso solo lo suficiente para exhalar completamente, cerrar los ojos con fuerza y repetir la frase que siempre me digo a mí misma cuando tengo que hablar o presentarme en público: Solo son diez minutos de tu vida, Prudence, y luego terminará y podrás seguir adelante. Solo diez

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