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de escucharle por más tiempo, me cobijé dentro de mi habitación.

      No era posible dudar: mi tío había empleado la tarde en adquirir una serie de objetos y utensilios necesarios para nuestro viaje: la calle estaba llena de escalas, de cuerdas con nudos, de antorchas, de calabazas para líquidos, de grapas de hierro, de picos, de bastones, de azadas y de otros objetos para cuyo transporte se necesitarían por lo menos diez hombres.

      Pasé una noche terrible. A la mañana siguiente me despertaron muy temprano. Estaba decidido a no abrirle a nadie la puerta: pero, ¿quién es capaz de resistir a los encantos de una voz adorable que nos dice:

      -¿No me quieres abrir, querido Axel?

      Salí de mi habitación. Creí que mi aire abatido, mi palidez, mis ojos enrojecidos por el insomnio producirían sobre Graüben un doloroso efecto y le haría cambiar de parecer: pero ella, por el contrario, me dijo:

      -¡Ah, mi querido Axel! Veo que estás mucho mejor -y que lo ha calmado la noche.

      -¡Calmado! -exclamé yo.

      Y corrí a mirarme al espejo.

      En efecto, no tenía tan mala cara como me había imaginado. Aquello no era creíble.

      -Axel -me dijo Graüben-, he estado mucho tiempo hablando con mi tutor. Es un sabio arrojado, un hombre de gran valor, y no debes echar en olvido que su sangre corre por tus venas. Me ha dado a conocer sus proyectos, sus esperanzas, y el cómo y el porqué espera alcanzar su objetivo. Y lo alcanzará, no hay duda. ¡Ah, mi querido Axel! ¡Qué hermoso es consagrarse de ese modo al estudio de las ciencias ¡Qué gloria tan inmensa aguarda al señor Lidenbrock, que se reflejará sobre su compañero! Cuando regreses serás un hombre, Axel: serás igual a tu tío, con libertad de hablar, con libertad de obrar, con libertad. en fin, de…

      La joven se azoró y no terminó la frase. Sus palabras me reanimaron. No quería, sin embargo, creer, que nuestra partida era cierta. Hice entrar conmigo a Graühen en el despacho del profesor Lidenhrock, y dije a éste:

      -Tío, ¿está usted decidido, por fin, a que emprendamos la marcha?

      -¡Cómo! ¿Lo dudas aún?

      -No -le dije: con objeto de no contrariarle- pero quisiera saber qué le induce a proceder con tal precipitación.

      -¡Toma! ¿Qué ha de ser? ¡El tiempo! ¡El tiempo, que transcurre con una rapidez desesperante!

      -Pero si estamos aún a 26 de mayo, y hasta fines de junio…

      -¿Crees, ignorante que es tan fácil trasladarse a Islandia? Si no te hubieses marchado como un necio, hubieras venido conmigo a la oficina de los señores Liffender y Compañía, donde habrías visto que de Copenhague a Reykiavik no hay más que una expedición mensual, el 22 de cada mes; y que, si esperásemos a la del 22 de junio, llegaríamos demasiado tarde para ver la sombra del Scartaris acariciar el cráter del Sneffels: es precise llegar a Copenhague lo antes posible para buscar allí un medio de transporte. Anda a hacer tu equipaje en seguida.

      No era posible objetar. Subí a mi habitación, seguido de Graüben, y ella fue la que se encargó de colocar en una maleta los objetos que precisaba para tan largo viaje, con la misma tranquilidad que si se tratase de hacer una excursión a Lubeck o a Heligoland. Sus manos iban y venían sin precipitación; conversaba con absoluta calma y me daba las más discretas razones a favor de nuestra expedición. Me embelesaba y enfurecía a intervalos. A veces trataba de enfadarme, pero ella aparentaba no advertirlo y proseguía su tarea con toda tranquilidad.

      A las cinco y media, se escuchó afuera el rodar de un carruaje, deteniéndose en nuestra puerta un espacioso coche que había de conducirnos a la estación del ferrocarril de Altona. En un momento se completó con los bultos de mi tío.

      -¿Y tu maleta? -me dijo.

      -Está lista -contesté, con voz desfallecida.

      -¡Pues bájala en seguida! ¿No ves que vamos a perder el tren?

      Supe que no había manera de luchar contra mi destino. Subí, pues, a mi cuarto, y tomando la maleta, la dejé que se deslizase por los peldaños de la escalera, y bajé detrás de ella.

      En aquel preciso momento, ponía mi tío, con toda solemnidad, las riendas de su casa en manos de Graüben, quien conservaba su calma habitual. Abrazó a su tutor, pero no pudo contener una lágrima al rozar mi mejilla con sus dulcísimos labios.

      -¡Graüben! -exclamé yo.

      -Vete tranquilo, Axel —dijo ella-. Ahora dejas a tu novia, pero, a la vuelta, hallarás a tu mujer.

      Estreché entre mis brazos a Graüben y fui a sentarme en el coche. -Marta y mi prometida, desde el umbral de la puerta, nos enviaron un adiós. Después, los dos caballos, excitados por los silbidos del cochero, arrancaron a galope por la carretera de Altona.

      Capítulo 8

      De Altona, verdadero arrabal de Hamhurgo, arranca el ferrocarril de Kiel que debía conducirnos a la costa de los Belt. En menos de veinte minutos penetramos en el territorio de Holstein.

      Una vez todo listo y cerrada la maleta, bajamos al piso interior.

      Durante todo el día no habían cesado de llegar los abastecedores de instrumentos de física y de aparatos eléctricos, y de armas y municiones. Marta no sabía qué pensar de todo aquello.

      -¿Es que se ha vuelto loco el señor? -preguntó, por fin.

      Yo le hice un ademán afirmativo.

      -¿Y le lleva a usted consigo? -Repetí el mismo signo.

      -¿Y adónde?

      Entonces le indiqué con el dedo el centro de la tierra.

      -¿Al sótano? -exclamó la antigua criada.

      -No -contesté yo-, más abajo todavía.

      Llegó la noche. Yo no tenía ya conciencia del tiempo transcurrido.

      -Hasta mañana temprano -me dijo mi tío-; pues partiremos a las seis en punto.

      A las diez me dejé caer en mi lecho como una masa inerte.

      Durante la noche, me asaltaron de nuevo mis terrores.

      Soñé con precipicios enormes, presa de un espantoso delirio. Sentíame vigorosamente asido por la mano del profesor, y precipitado y hundido en los abismos. Veíame caer al fondo de insondables precipicios con esa velocidad creciente que van adquiriendo los cuerpos abandonados en el espacio. Mi vida no era otra cosa que una interminable caída.

      Desperté a las cinco rendido de emoción y de fatiga: me levanté y bajé al comedor. Mi tío se hallaba ya sentado a la mesa y comía con devorador apetito. Lo observé con un sentimiento de horror. Graüben estaba allí. No despegué mis labios ni me fue posible comer.

      A las seis y media, detúvose el carruaje delante de la estación. Los numerosos bultos de mi tío, así como sus voluminosos artículos de viaje, fueron descargados, pesados. rotulados y cargados nuevamente en el furgón de equipajes, y, a las siete, nos hallábamos sentados frente a frente en el mismo coche. Silbó la locomotora y el convoy se puso en movimiento. Ya estábamos en marcha.

      ¿Iba resignado? Aún no. Sin embargo, el aire fresco de la mañana. los detalles del camino, renovados rápidamente por la velocidad del tren, distrajéronme de mi gran preocupación.

      La mente del profesor avanzaba más aprisa que el convoy, cuya marcha se le antojaba lenta a su impaciencia. Íbamos en el coche los dos solos, pero sin dirigirnos la palabra. Mi tío se registró los bolsillos y el saco de viaje con minuciosa atención, y observé que no le faltaba ninguno de los mil requisitos que exigía la ejecución de sus arriesgados proyectos.

      Pude ver, entre otras cosas, una hoja de papel, cuidadosamente doblada, que ostentaba el membrete de la cancillería danesa, con la firma del señor Cristiensen, cónsul de Dinamarca en Hamburgo y amigo del profesor.

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