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      -Ahora bien -prosiguió mi tío, dirigiéndose a mí directamente-, para leer la frase que acabas de escribir y que yo desconozco, me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, en seguida la tercera, y así sucesivamente.

      Y mi tío. con gran sorpresa suya, y sobre todo mía, leyó:

      Te: adoro, bellísima Graüben.

      -¿Qué significa esto?—exclamó el profesor.

      Sin darme cuenta de ello, había cometido la imperdonable torpeza de escribir una frase tan comprometedora.

      -¡Conque amas a Graüben! ¿eh? -prosiguió mi tío con acento de verdadero tutor.

      -Sí… No.. -balbucí desconcertado.

      -¡De manera que amas a Graühen -prosiguió maquinalmente-. Bueno, dejemos esto ahora y apliquemos mi procedimiento al documento en cuestión.

      -Abismado nuevamente mi tío en su absorbente contemplación, olvidó de momento mis imprudentes palabras. Y digo imprudentes, porque la cabeza del sabio no podía comprender las cosas del corazón. Pero, afortunadamente, la cuestión del documento absorbió por completo su espíritu.

      En el instante de realizar su experimento decisivo, los ojos del profesor Lidenbrock lanzaban chispas a través de sus gafas; sus dedos temblaban al coger otra vez el viejo pergamino; estaba emocionado de veras. Por último. tosió fuertemente, y con voz grave y solemne, nombrando una tras otra la primera letra de cada palabra, a continuación la segunda, y así todas las demás. me fue dictando la serie siguiente:

       mmessunkaSenrA.icefdoK.segnittamurtn

      ecertswrrette, rotaivxadua,ednecsedsadne

      IacartniiiluJsitatracSarbmutabiledmeili

      meretarcsilucoYsleffenSnl

       Confieso que, al terminar, yo también estaba emocionado. Aquellas letras, pronunciadas una a una, no tenían ningún sentido, y esperé a que el profesor dejase escapar de sus labios alguna pomposa frase latina.

      Pero, ¡quién lo hubiera dicho! Un violento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó la tinta y la pluma se me cayó de las manos.

      -Esto no puede ser-exclamó mi tío, frenético-; ¡esto no tiene sentido común!

      Y, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la escalera lo mismo que un alud, engolfóse en la König-strasse, y huyó a todo correr.

      Capítulo 4

      -¿Se ha marchado? -preguntó Marta, acudiendo presurosa al oír el ruido del portazo que retumbó en toda la casa.

      -Sí-respondí-, se ha marchado.

      -¿Y su comida?

      -No comerá hoy en casa.

      -¿Y su cena?

      -No cenará tampoco.

      -¿Qué me dice usted, señor Axel?

      -No, María: ni él ni nosotros volveremos a comer. Mí tío Lidenbrock ha resuelto ponernos a dieta hasta que haya descifrado un antiguo pergamino, lleno de garrapatas, que, a mi modo de ver, es del todo indescifrable.

      -¡Pobres de nosotros, entonces! ¡Vamos a perecer de inanición!

      No me atreví a confesarle que, dada la testarudez de mi tío, esa era, en efecto, la suerte que a todos nos esperaba.

      La crédula sirvienta, regresó a su cocina lamentando.

      Cuando me quedé solo, se me ocurrió la idea de írselo a contar todo a Graüben; mas, ¿cómo salir de casa? ¿Y si mi tío volvía y me llamaba, con objeto de reanudar aquel trabajo logogrífico capaz de volver loco al viejo Egipto? ¿Qué sucedería si yo no le respondía?

      Decidí que lo más prudente era quedarme. Precisamente, daba la casualidad de que un mineralogista de Besanzón acababa de remitirnos una colección de geodas silíceas que era preciso clasificar. Puse manos a la obra, y escogí, rotulé, clasifiqué y coloqué en su vitrina todas aquellas piedras huecas en cuyo interior se agitaban pequeños cristales.

      Pero en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo: el viejo documento no se apartaba de mi mente. La cabeza me daba vueltas y me perturbaba una vaga inquietud. Presentía una inminente catástrofe.

      Al cabo de una hora, las geodas estaban colocadas en su debido orden, y me dejé caer sobre la butaca de terciopelo de Utrecht, con los brazos colgando y la cabeza apoyada en el respaldo. Encendí mi larga pipa de espuma, que representaba una náyade voluptuosamente recostada, y me entretuve después en observar cómo el humo iba ennegreciendo mi ninfa de un modo paulatino. De vez en cuando escuchaba para comprobar si se oían pasos en la escalera, siempre con resultado negativo. ¿Dónde estaría mi tío? Me lo imaginaba corriendo bajo los frondosos árboles de la calzada de Altona, gesticulando, golpeando las tapias con su pesado bastón, pisoteando las hierbas, decapitando los cardos a interrumpiendo el reposo de las solitarias cigüeñas.

      ¿Volvería victorioso o derrotado? ¿Descubriría el secreto o sería éste más poderoso que él?

      Y mientras me dirigía a mí mismo estas preguntas, cogí maquinalmente la hoja de papel en la cual se hallaba escrita la incomprensible serie de letras trazadas por mi mano, diciéndome varias veces:

      -¿Qué significa esto?

      Traté de agrupar las letras de manera que formasen palabras; pero en vano. Era inútil reunirlas de dos, de tres, de cinco o de seis: de ninguna manera resultaban inteligibles. Sin embargo, noté que las letras decimocuarta, decimoquinta y decimosexta formaban la palabra inglesa ice, y las vigesimocuarta, vigésimo quinta y vigesimosexta la voz sir perteneciente al mismo idioma. Por último, en el cuerpo del documento y en las líneas segunda y tercera, leí también las palabras latinas rota, rnutabile, ira. nec y atra.

      ¡Demonio! -pensé entonces-. estas últimas palabras parecen dar la razón a mi tío acerca de la lengua en que está redactado el documento. Además, en la cuarta línea veo también la voz luco que quiere decir bosque sagrado. Sin embargo, en la tercera se lee la palabra tabiled, de estructura perfectamente hebrea, y en la última mer, arc y mere que son netamente francesas.

      ¡Aquello era para volverse loco! ¡Cuatro idiomas diversos en una frase absurda! ¿Qué relación podía existir entre las palabras hielo. señor cólera, cruel, bosque sagrado, mudable, madre, arco y mar? Sólo la primera y la última podían coordinarse fácilmente, pues nada tenía de extraño que en un documento redactado en Islandia se hablase de un mar de hielo. Pero esto no bastaba, ni con mucho, para comprender el criptograma.

      Luchaba, pues, contra una dificultad insuperable; mi cerebro echaba fuego, mi vista se obscurecía de tanto mirar el papel; las ciento treinta y dos letras parecían revolotear en torno mío como esas lágrimas de plata que vemos moverse en el aire alrededor de nuestra cabeza cuando se nos agolpa en ella la sangre.

      Era víctima de una especie de alucinación; me asfixiaba; sentía necesidad de aire puro. Instintivamente, me abanicaba con la hoja de papel. cuyo anverso y reverso se presentaba de este modo alternativamente a mi vista.

      Júzguese mi sorpresa cuando, en una de estas rápidas vueltas, en el momento de quedar el reverso ante mis ojos, creí ver aparecer palabras perfectamente latinas, como craterem y terrestre entre otras.

      Súbitamente se presentó la claridad en mi espíritu: acababa de descubrir la clave del enigma. Para leer el documento no era ni siquiera preciso mirarlo al trasluz con hoja vuelta del revés. No. Podía leerse de corrido tal como me había sido dictado. Todas las ingeniosas suposiciones del profesor se realizaban; había acertado la disposición de las letras y la lengua en que estaba redactado el documento. Había faltado poco para que mi tío pudiese leer de cabo a rabo aquella frase latina, y este poco lo acababa de revelar yo por obra de la casualidad.

      No es difícil imaginar mi emoción. Mis ojos se turbaron y no podía servirme de ellos.

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