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Este libro expresa y refleja un largo ejercicio de reescritura y de relectura de escritos que fui construyendo con el paso del tiempo. Más que un aparente diccionario de ciertos términos rígidos, conforma un glosario que extiendo en varias direcciones posibles. Las palabras que contiene habitaron y habitan mis acciones, mis gestos, mi escritura y mi lectura a lo largo de los años; recomponen una suerte de lenguaje vital al que he intentado ir y del que procuré volver como en un vaivén frágil pero permanente de sentidos nunca definitivos, casi siempre indeterminados atravesados por tonalidades educativas, literarias y filosóficas. Se trata, sin duda, de un ejercicio retrospectivo y por eso está organizado de la Z a la A que quisiera considerar como escrituras o reescrituras hacia atrás. Sin embargo, ese atrás no supone un regreso a algún lugar mítico personal, ni el afán de retroceder para identificar y exponer cierto hallazgo particular. Diría, más bien, que se trata de reescribir en tiempo presente una escritura irregular y cambiante de, al menos, veinte años de travesías.

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Los mares de la infancia es un libro de relatos breves, treinta y tres pequeñas historias a través de las cuales personas de diferentes edades van descubriendo lo que ignoran e ignoran lo que descubren, en un permanente estado de sorpresa, desconcierto y fragilidad. Hay aquí niñas y niños que no quieren ser interrumpidas en su infancia e insisten en ver el mundo como un claroscuro apasionante; adultos titubeantes que equivocan sus rápidas apreciaciones y naufragan en sus torpes justificaciones; ancianas y ancianos que persiguen la quimera de un instante más para sus vidas. El relato que da título a este libro, se pregunta si la vida es cuando se va hacia el mar, cuando el mar viene hacia uno, o en medio de un vaivén a veces cadencioso y otras veces doloroso. Escrito en un lenguaje de zozobra, errático, e ignorando de antemano los desenlaces de cada mínima historia, Los mares de la infancia da a sus posibles lectores la experiencia de una memoria-niña que persiste, desafiando débilmente el paso del tiempo, en su mirada ancestral.

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Toda escritura anterior, íntima o pública, debería someterse al ejercicio de la reescritura; todo fragmento leído, al de la relectura; todo pensamiento cristalizado será devuelto a su cristal y a resquebrajarse una y mil veces; toda certeza, una particular forma de agravio; toda duda: saber que aún estamos vivos.
Un acontecimiento irrumpe, agita sus garras mortales, envuelve al mundo con un manto impiadoso y lo enfrenta a su desnudez más primitiva y más ancestral: nada es seguro, nunca lo fue, todo parece ruinoso, sálvese quien pueda, primero el capital, últimos los ancianos, las ancianas. La imagen del mundo en peligro recorre todas las pantallas y se ubica exactamente en la región más sombría del cuerpo, allí donde la mente no logra descifrar ningún signo y el corazón palpita de una manera infrecuente, más aceleradamente todavía que en la época que se supone anterior, aquella cuya urgencia y prisa componía la habitualidad de nuestras vidas hasta hace pocos segundos.

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"El lenguaje desobedece cuando ensucia la lengua con sus trampas de encantamiento y sensiblería, cuando la falsifica, cuando la infecta de glosarios impunes y de retóricas sin nadie dentro y nadie del otro lado, cuando se sobreestima en su regocijo adulto o se desprecia el lugar de su ausencia. Sin embargo, el lenguaje es también desobedecido. Lo desobedecen los niños, los ancianos, las mujeres, los artistas, los filósofos. Lo desobedecen la conversación, la lectura, la escritura, la inscripción en las paredes irregulares, los presos, los dementes, los autistas, los borrachos, los que escriben poemas, los que prefieren no hacerlo. Si el lenguaje no desobedeciera y si no es desobedecido el lenguaje, no habría filosofía, ni arte, ni amor, ni silencio, ni mundo, ni nada". Con estas palabras, Carlos Skliar introduce un recorrido en el que los actos de leer, de escribir, y también de pensar la otredad, se entretejen con los silencios, los vaivenes, los extremos y las severidades del lenguaje. Atravesado por el desasosiego de una época donde la urgencia es la norma, un tiempo que se arroga «de haber encontrado salidas a ninguna entrada, adjetivos a ningún sustantivo, voces sin nadie dentro», Desobedecer el lenguaje. Alteridad, lectura y escritura, acaso plantee un desvío ante la tenacidad de la palabra ahogada, del sentido inapelable y del juicio domesticador, e invite a reflexionar sobre la diferencia tanto desde la opacidad de las indiferencias, las interrupciones, los encierros y las desatenciones, como desde el misterio del libro abierto (el libro que no condena, que no confina), la poesía liberadora y la conversación como puente a lo desconocido, y a los desconocidos.

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En Experiencias con la palabra puede inaugurase un cierto tipo de lectura de la zozobra, una cierta forma de naufragio, un temblor, un cierto modo de deambular por las palabras y con las palabras, que resulte quizá algo extraño e inquietante: la experiencia de la intimidad y de la alteridad de las palabras, al mismo tiempo, en el mismo tiempo. Una palabra que, a partir de la incomodidad de la palabra, realiza un tránsito, casi siempre, entre la intención libertaria del ensayo, la tentativa infructuosa de algunas notas filosóficas, la inestabilidad voluntaria de la poética y la dureza, la dureza roedora, de los aforismos. /// «La intimidad y la alteridad (Experiencias con la palabra) es uno de esos libros en los que las palabras son cuerpo y se hacen cuerpo. Uno de esos libros en los que la escritura no renuncia a la voz porque es voz y porque se hace voz. Uno de esos libros que ponen a prueba nuestro oído, nuestro oído vibrante y resonante, tembloroso (…) Extraño temblor éste de experimentar sensiblemente las palabras. Esperar a que tal vez, algún día, un pensamiento venido de no se sabe dónde se deje atrapar en una frase venida de no se sabe qué. O al revés. Y vivirlo. Y escribirlo. Extraña forma de amor, de amistad». (Extracto del prólogo de Jorge Larrosa)

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Carlos Skliar aboga por hacer un parón, salir de la inercia y la falsa noción de éxito que la sociedad impone, exaltando los valores de la buena pereza. Frente a la aceleración del tiempo, el elogio a la lentitud y a la pereza; contra la urgencia, cierta parsimonia; para disputarle el sentido a una existencia agobiada y desteñida, la reparación poética; ante la búsqueda desesperada del provecho, la celebración de la inutilidad. El ensayo de Carlos Skliar no procura el consuelo y la salvación meramente individual, que viene de la mano de falsas promesas y falsos profetas, sino las redes posibles de amistad, de soledad, de escritura y de lectura que podrían componer otra vida común para otro mundo distinto donde vuelvan a recuperar su aire palabras tan maltratadas como libertad, época, conversación, vida.

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