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tengo una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo mismo!

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      Quizá —¡examínate a fondo!— tampoco merezcamos nosotros la alabanza que ese curita de pueblo cantaba de su burra. Hemos trabajado tanto, hemos ocupado tales puestos de responsabilidad, has triunfado en esta y en aquella tarea humana..., pero, en la presencia de Dios, ¿no encuentras nada de lo que no debas lamentarte? ¿Has intentado de verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo, tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y penosamente caduco?

      Buscar la presencia de Dios

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      Vida interior. Santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día...; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta ocasión un conocido mío —¡nunca le acabo de conocer bien!— que volaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas. ¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor le daba a entender que así van —inseguras, con zozobras— por las alturas de Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.

      Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción —¡al activismo!—, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal.

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      Durante la última guerra española, viajaba yo con frecuencia para atender sacerdotalmente a tantos muchachos que se hallaban en el frente. En una trinchera, escuché un diálogo que se me quedó muy grabado. Cerca de Teruel, un soldado joven comentaba de otro, por lo visto un poco indeciso, pusilánime: ¡ése no es un hombre de una pieza! Me causaría una tristeza enorme que de cualquiera de nosotros se pudiera afirmar, con fundamento, que somos inconsecuentes; hombres que aseguran que quieren ser auténticamente cristianos, santos, pero que desprecian los medios, ya que en el cumplimiento de sus obligaciones no manifiestan continuamente a Dios su cariño y su amor filial. Si así se dibujara nuestra actuación, tampoco seríamos, ni tú ni yo, cristianos de una pieza.

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      Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que solo gusta de la limpieza de Dios. Díselo ahora, desde el fondo de tu corazón: Señor, de verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos.

      ¡Jesús, si los que nos reunimos en tu Amor fuéramos perseverantes! ¡Si lográsemos traducir en obras esos anhelos que Tú mismo despiertas en nuestras almas! Preguntaos con mucha frecuencia: yo, ¿para qué estoy en la tierra? Y así procuraréis el perfecto acabamiento —lleno de caridad— de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas pequeñas. Nos fijaremos en el ejemplo de los santos: personas como nosotros, de carne y hueso, con flaquezas y debilidades, que supieron vencer y vencerse por amor de Dios; consideraremos su conducta y —como las abejas, que destilan de cada flor el néctar más precioso— aprovecharemos de sus luchas. Vosotros y yo aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean —nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...—, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna.

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      Como a Nuestro Señor, a mí también me gusta mucho charlar de barcas y redes, para que todos saquemos de esas escenas evangélicas propósitos firmes y determinados. Nos cuenta San Lucas que unos pescadores lavaban y remendaban sus redes a orillas del lago de Genesaret. Jesús se acerca a aquellas naves atracadas en la ribera y se sube a una, a la de Simón. ¡Con qué naturalidad se mete el Maestro en la barca de cada uno de nosotros!: para complicarnos la vida, como se repite en tono de queja por ahí. Con vosotros y conmigo se ha cruzado el Señor en nuestro camino, para complicarnos la existencia delicadamente, amorosamente.

      Tu barca —tus talentos, tus aspiraciones, tus logros— no vale para nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que Él pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente hablando, marchas derecho al naufragio. Únicamente si admites, si buscas, la presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los reveses de la vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se irán a pique con tu egoísmo.

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